Cuando uno llega a la Facultad de Medicina de la Universidad de la República después de un largo periplo como estudiante, se imagina caminando por el Hospital de Clínicas con la túnica blanca y el estetoscopio colgado en el pecho como si fuera una medalla de honor que hay que lucir por el esfuerzo, o quizá como algo que te distingue del resto de los trabajadores de la salud, y hace que los pacientes te vean así y te llamen doctor. Pero la realidad es que deben pasar tres largos años de aprendizaje en las aulas, y de recorrer algunas policlínicas zonales de Montevideo o del interior, para poder sentir esta experiencia hecha realidad.

Tres largos años hasta llegar a la puerta del hospital que te formará por los próximos cuatro años de carrera, y donde aprenderás el resto de los conocimientos para graduarte como doctor. La experiencia del hospital es única y casi indescriptible para aquellos que amamos esta profesión. Este año, cuando me toco elegir en qué hospital de tercer nivel cursaría quinto año, me decidí por el viejo y querido Hospital de Clínicas.

La rutina para los estudiantes comienza temprano. Llegando sobre las 8.00 subís sin ningún problema por los ascensores, pero si te retrasás media hora y llegás como la gran mayoría de los mortales, una larga fila que pasa el hall central del hospital te recibe cada mañana. Un cartel azul con letras blancas grandes te indica que estás en la fila correcta, la de “los estudiantes”. Tres ascensores de seis disponibles serán los encargados de dejarte en el piso correcto. Entre ocho o nueve personas suben por cada viaje, a veces suena la temida alarma de exceso de peso y la puerta no cierra, entonces no queda otra: si fuiste el último en subir, tendrás que bajar y esperar el próximo.

De repente, alguien dice: “¿Para el piso 19 hay alguien?” ¡Piso 19! Siempre hay alguien, así que de tres ascensores quedan sólo dos disponibles para subir. Si se congestiona demasiado el tránsito, se llama al ascensor de los camilleros, algunos hemos subido en más de una oportunidad por ese también. Los docentes y usuarios suben por los tres restantes. Lo mejor que te puede pasar es llegar puntual y no perderte el comienzo de la clase.

En la fila se siente el frío de la mañana, que no dista mucho del de la calle. Pero a medida que avanzás en la fila, se comienza a sentir el calor humano de cientos de personas que están en la misma espera y apuro que vos, de modo que no te queda de otra que tener paciencia hasta que se te indique que es tu turno… por fin podés subir.

Este año tengo clase en el piso 8. Al llegar, se siente el calor de la calefacción que ayuda a mejorar el frío, firmamos la lista y nos vamos al anfiteatro a recibir la clase teórica. El anfiteatro es un lugar con gradas donde todos nos sentamos a recibir la clase, pantalla gigante en primera fila y aire acondicionado que debemos apagar la mayoría de las veces, porque el calor humano supera ampliamente al de la tecnología.

Durante aproximadamente una hora y media, diferentes docentes grado 3, 4 y 5, imparten el conocimiento que han aprendido durante muchos años, y la experiencia que sólo se adquiere con el tiempo de ejercicio como médicos en el hospital. La mayoría intenta contagiar el entusiasmo por la carrera, aunque algunas veces se los ve cansados.

Admiro profundamente a todos los docentes de clínica médica C, no sólo por la profesionalidad y el compromiso que tienen con los pacientes, sino porque sus grados no pesan demasiado cuando se trata de pararse en un pasillo frente a la llamada de un alumno que le comparte una duda de clase o una pregunta de un diagnóstico complejo.

Luego nos dirigimos a sala, cada uno a la cama que tiene designada desde principio de año. En cada sala hay entre diez y 12 camas. Algunas de ellas forman parte de los “apartados”, que son cuartitos individuales donde se lleva a los pacientes que necesitan ser separados del resto por un tiempo, mientras se les hace el tratamiento correspondiente.

Una cama, una mesa de luz y una silla es todo lo que tienen las unidades, una cortina blanca es lo que las protege de las miradas del pasillo. Algunos llevan la televisión y artículos personales, cartas y dibujos de los nietos, fotos de la familia, cosas que tienen olor a hogar y que les recuerdan a sus casas.

Este el lugar donde comienza lo mejor de la mañana, el contacto con los pacientes, aunque todavía poco podemos hacer por ellos a esta altura de la carrera. Les preguntamos cómo han pasado, los escuchamos e intentamos que nos cuenten lo que les preocupa. Muchos viven lejos, dejaron a sus familias en algún rincón del país porque alguien les dijo que en el Hospital de Clínicas “están los mejores”. Pasamos visita con la guardia y entre 30 cabezas se encuentra la mía, para intentar ver y escuchar lo que el docente explica sobre el caso complejo de una señora, que quizás no volveremos a ver en todo lo que resta de carrera.

En tránsito

Algunos pisos están mejores que otros. Cuando cursé el módulo de cardiología tuve una rotación pequeña por el segundo piso, y de no ser porque fui por dentro del hospital y de manera consciente, nunca se me hubiera ocurrido que este era parte de su infraestructura, ya que fue reparado de tal manera que parece una mutualista.

La mañana pasa rápido recorriendo los pasillos en busca de nuevos pacientes y nuevas patologías sobre las que aprender. El hospital se ve bastante limpio, cosa que me sorprendió desde que llegué, quizá porque todos tenemos en la memoria la imagen de ir a visitar a algún familiar y que hubiera falta de higiene.

Ya son casi las 11.00, parece que voló la mañana. Nos dirigimos otra vez al anfiteatro, donde hay ateneo, una instancia donde se discute de manera multidisciplinaria algún caso complejo, y vienen invitados de otros pisos y de diferentes especialidades. El caso se presenta y se discute. Alguna comentario que otro pescamos en el aire, y poco a poco también vamos entendiendo de qué se trata la cosa.

A las 12.00 finaliza la jornada. Los que sólo estudian se van a sus casas a repasar lo que se dio y estudiar para la clase de mañana, mientras que a los que trabajamos todavía nos restan algunas horas de jornada antes de leer el próximo capítulo del libro. Para salir del hospital, la mayoría lo hacemos por las escaleras y en avalancha.

El Hospital de Clínicas tiene años de historia, miles de personas de todas las carreras médicas y no médicas se formaron y se forman anualmente allí. Cientos de pacientes han sido tratados y curados por largas décadas, pacientes que, a pesar de todo lo siguen eligiendo. La realidad es que en el hospital también hay muchas necesidades. Falta de insumos, recursos humanos, problemas edilicios –algunos pisos se encuentran en muy mal estado–. También hay falta de interés y compromiso por parte de los que pueden ayudar a que las cosas cambien, y se necesita lo que lamentablemente mueve a este mundo: el dinero.

A quienes formamos parte de la vida diaria del hospital nos encantaría verlo como un gran gigante, un centro universitario de referencia nacional, regional y mundial.

Al Hospital de Clínicas lo hace grande y rico su gente, el capital humano que diariamente deja vida entre sus paredes. Quizá te quedes pensando y te preguntes, como yo: ¿qué más razones se necesitan sobre el tapete para ayudarlo? ¿Cómo se puede hacer para salvarlo del deterioro que ha sufrido por años de desinterés y descuido? ¿Qué más podríamos hacer para que las cosas cambien?