Quinto año de secundaria del liceo 9 de Colón. Julio de este año. Les pregunto a los estudiantes: “¿Qué es el sexo y qué es el género?”, al trabajar la cuestión de la verdad en Michel Foucault y Judith Butler. Silencio sacrosanto, miradas incómodas entre ellos y cuerpos duros. “Lo vimos en Biología de tercero”, dice por allá, tímidamente, uno de los estudiantes. Los aliento a que razonemos juntos, pero persiste la rigidez en un grupo que habitualmente discute toda idea que se les cruza. El desacomodamiento era aun mayor: “¿Por qué en la clase de Filosofía hablamos de sexualidad?”, dice una chica, bajito. Bien es sabido que desde que Foucault instauró su pensamiento rupturista y de la diferencia ingresamos a un universo en el que el cuerpo resulta un campo de tensiones visible y la sexualidad se lee como un dispositivo de severo control.

Es incómodo pensar la sexualidad sabiendo que nos enseñaron el rechazo una y otra vez en nuestra carne, en nuestro sexo y en nuestro placer. “No te toques”, “ponete linda”, “de eso no se habla”: infinitos mandatos de homogeneización y de esencialismos uniformizantes. Así, el orden de lo público sitúa en el campo de lo indecible a la sexualidad, si bien cae en una paradoja por la que se habla mucho pero no se dice nada sobre el tema. Puedo afirmar categóricamente, a partir de mi experiencia a lo largo de estos años, que la mayoría de mis estudiantes asocian la sexualidad con la profilaxis y la colocación de un preservativo: es así que con la desinformación y el desempoderamiento nos han quitado lo más precioso de la sexualidad, que es el placer de los cuerpos que gozan en la sombra, en el silencio y en la desesperación, porque las instituciones educan en la omisión de que la educación sexual es tan importante como aprender a hablar, a escribir, a vincularse, a respetarse.

Me preocupa, como docente y educador sexual, que los estudiantes de secundaria no tengan acceso a los conocimientos indispensables sobre sexualidad y sólo lleguen a una vaga idea porque se encuentran con situaciones que pueden ser evitables, y con limitantes que resultan una estafa oculta. No hay educación sexual en secundaria; hay algún taller en el que, con muy buena voluntad, algunos participan. También está presente en ciertos liceos, en algunas horas, la figura del referente sexual, que se ve desbordado desde toda perspectiva institucional y en la misma práctica de su labor. No hay una educación sostenida y profunda; la que hay es migrante, inabarcable y lejana.

Salí de esa clase y no dejaba de brotar una pregunta en mi cabeza: ¿cómo hacer que una vida sea digna de ser vivida? Miré, me miré y caí automáticamente en que la omisión es un modo de educar y prohibir, de deslegitimar la vida, de hacerla más pobre. Y más allá del derecho que se conquiste, nos merecemos elegir con autonomía, dignamente. Las instituciones rechazan nuestra dignidad por medio de esa omisión.

Cuando todos accedamos a la educación diversa, tal como plantea la Ley de Educación, N° 18.437, y tengamos un espacio real de intercambio sobre sexualidad, haremos historia en nuestra comunidad. Desacralizaremos los cuerpos y la sexualidad tendrá la perspectiva diversa, porque aún sigue bajo la propiedad de la iglesia en el inconsciente colectivo, mediante la represión y la ignorancia. Ellos no pueden decidir por nosotros, pero en cada omisión lo hacen.