Una persona una vez me contó que había nacido en la década de 1960, a menos de un año de que su madre hubiera perdido el embarazo avanzado de una nena, por lo que siempre sintió que vino a sustituirla. Como si el almita hubiera reencarnado en su cuerpo, llegó al mundo con genitales masculinos, pero desde que tenía memoria se había sentido niña, empezando por la túnica recta de varón, que detestaba, pues soñaba con llevar una tableada, con cuello de puntilla, pero nunca pudo.

Otra persona me explicó que, allá por la década de 1950, abandonó el liceo porque se tuvo que ir de la casa a los 14. Alternaba entre varias familias, la de su tía y la de vecinas, porque no podía permanecer en un lugar único: su padre, que desde su preadolescencia había empezado a señalar con violencia sus modales según él inapropiados, finalmente se había decidido a darle muerte, para lo cual un día colgó de una viga del techo una correa de persiana, que le ató al cuello. En ese instante llegó el hermano a impedirlo. Pero desde ese momento hasta que un par de años más tarde se animó a abandonar la ciudad y terminar en Montevideo, no pudo dejarse estar en un lugar fijo, como por ejemplo el liceo.

Alguien más me dijo que era el segundo de tres hermanos varones y, si bien sus padres los habían criado de la misma manera, salió diferente. Siempre le había gustado jugar con las nenas, robarle los visos a la madre y vestirse de princesa. Cuando en la clase de gimnasia, en la década de 1970, jugaban al fútbol, pedía al profe para hacer de hinchada y mirar desde afuera. Odiaba esas clases, porque le obligaban a cambiarse en el vestuario de varones, y se moría de vergüenza.

Conversé también con otra persona que recordaba, de su niñez en la década de 1940, que su gran diferencia con los otros niños, con quienes compartía plaza, escondidas y guerrillas de agua, era que el día de Reyes los demás recibían por lo menos parte de lo que habían escrito en esas cartas que garabateaban con dificultad, con las letras redonditas y oscilantes de los primeros años de escuela. Para esta persona, esos días no tenían el mismo encanto, porque sobre sus zapatos nunca encontraba lo que había pedido.

Me contaron de dos criaturas cuyas madres vestían con jardineros de jean, championes y el pelito bien corto, y comentaban entre ellas: “Con los varones no hay ropa que aguante”. Pero sí, la ropa aguantaba, porque dejaban la pelota olvidada en un rincón y se dedicaban a fabricar muñecas con cartón, palitos y trapos. Cuando aprendieron a leer y comenzaron a traer libros de la biblioteca de la escuela, se juntaban en el zaguán con la Cenicienta o la Bella Durmiente. Se alternaban para leer con la voz impostada, como las maestras. Soñaban con esos príncipes que un día, con sólo ver sus ojos, comprenderían lo que había en su interior, y huirían juntos en corceles. Ambas criaturas finalmente crecieron, y fallecieron antes de los 40 años, cumpliendo con las estadísticas, en la primera década del siglo XXI. Pero habían alcanzado el gran logro de que sus conocidos usaran sus nombres femeninos.

Una madre me dijo hace un par de semanas que finalmente su hijo adolescente había tenido que dejar el liceo porque la psicóloga de la institución nunca accedió a una entrevista. Tal vez la profesional necesitaba un repertorio de respuestas que nadie le enseñó, y por eso se ocultó tras una agenda demasiado ocupada. Mientras tanto, el día a día se había vuelto insoportable. Su vestimenta y forma de andar eran hostigados por las chicas en el baño de mujeres, y tampoco podía entrar al baño de hombres porque se la tenían jurada: “Te vamos a agarrar entre varios y vas a ver cómo te gusta ser mujer”. Es un cuerpo al que, lisa y llanamente, se le prohíbe apropiarse de actitudes aparentemente reservadas, por una especie de privilegio de nacimiento, a otros cuerpos. Los profesores a los que la madre sí pudo acceder no recordaban quién era esa personita; no parecían conectar el nombre de la lista con el semblante de quien en clase levantaba la mano. No había caso, me dijo la mamá; tal vez cuando pueda hacer el cambio registral de nombre su caso se tome en serio, pero sale mucho dinero, mucho más que un sueldo entero. Su esperanza está puesta en la aprobación de la Ley Integral para Personas Trans.

Además de amargura, estas historias dejan varias cosas en evidencia. Primero, que si nos detuviéramos a observar y escuchar, seríamos testigos de estos episodios, mayormente silenciados por el constante repudio, en este mismo momento, a la vuelta de la esquina, quizá en nuestras propias aulas o en las de nuestros hijos. Segundo, que quien se opone a la libertad de estas almas a manifestarse, lo hace porque simplemente no ha examinado con seriedad el hecho de que a nadie hacen daño alguno, de que sólo los mueve la necesidad de ser. Y lo más importante: que los relatos más antiguos me fueron contados por los mismos protagonistas que llevaron adelante como pudieron sus propias vidas, mientras que el más reciente estuvo a cargo de la ternura y fortaleza de una madre. Esto último, sobre todo, indica que las décadas no han transcurrido en vano. Parece, constato ilusionada, que poco a poco crece en responsabilidad, y gana terreno, el amor.