Los antiguos griegos no tenían planes de estudio. Tenían como objetivo la areté, que desarrollaban naturalmente en cada acción educativa implícita: el entrenamiento de un guerrero, las celebraciones tradicionales, las relaciones sociales y familiares. Areté era la excelencia, virtud que involucraba a la persona entera: belleza física, valentía, sagacidad, sabiduría, buenos modales. Estaban todo el tiempo obsesionados por conservarla, porque podía perderse en cualquier desliz, y sólo la muerte en circunstancias insignes sellaba, de una vez y para siempre, la honra. El último día de la vida podía coronar una existencia bordada de virtuosismos, o borrar de un plumazo antiguas hazañas, o incluso redimir, en un acto heroico, una historia de cobardía.

El concepto de areté, por anacrónico que pueda sonar, podría servir de brújula para una educación actual. No porque debamos formar heroínas o héroes griegos, sino porque, si nos pusiéramos de acuerdo en los elementos constitutivos de una areté nacional, contemporánea, tal vez no cabrían dudas acerca del diseño de los programas educativos. ¿El mejor egresado del sistema es idealmente un trabajador ejemplar? Es fácil imaginar, entonces, las materias imprescindibles que están en la base de varios oficios y carreras universitarias, como las matemáticas y el idioma inglés. ¿O se trata antes que nada de un ciudadano que elige su gobierno a conciencia y no se deja manipular por la propaganda? Para eso son indispensables las humanidades. Pero ¿qué pasaría si nuestra areté se definiera básicamente como la capacidad para la felicidad? ¿Qué materias se debería incluir?

El jueves 18 de octubre, en la Plaza de Deportes Nº 5 de Montevideo, tuvo lugar un insignificante, casi imperceptible evento. A las cuatro de la tarde, un puñado de personas se agolpaba en la entrada del gimnasio multiuso, preguntando por la presentación del libro. Una considerable cantidad de sillas se disponían de cara al fondo del salón. La distribución recordaba una conferencia, o una clase; la música en vivo y la mesa a un costado, servida con bocaditos y refrescos, evocaba una fiesta. De frente a quienes se iban sentando, yacía una mesita que desplegaba un grupo de libros apilados de forma atractiva: La última aventura. Totita y yo, de Cranquebuile Stefani. El escritor merodeaba la mesa, nervioso, vestido de saco sport y corbata. Evidentemente, la presentación no llamó la atención de la prensa; era una edición de autor, sin sello ni ISBN. Pero quizás sea uno de los libros más significativos publicados este año en el país.

Es que Cranque, como él pide que lo llamen, nació en Montevideo en 1932, hijo de padre italiano (de ahí su nombre extraño), y hace cuatro años que se quedó completamente ciego. Terminó la escuela primaria en la década de 1940 y se puso inmediatamente a trabajar como operario fabril para ayudar a su familia. Más tarde fue chofer de Amdet, Cooptrol y COPSA. Recién a fines de los años 60 volvió a estudiar formalmente en la Escuela Industrial y se recibió de técnico instalador electricista. Eso le permitió hacer changas fuera de hora para complementar el sueldo, pero finalmente se jubiló como chofer.

En 2010, cuando su mujer, Totita, había sufrido un accidente cardiovascular y quedó aprisionada en una silla de ruedas, él ya estaba perdiendo la vista, por lo que decidieron internarse en un hogar de ancianos para sentirse menos vulnerables. En el residencial comenzó a escribir. Despacito, con una computadora que cada tanto tenía que mandar a reparar, fue armando su primera novela, El reloj, que publicó en 2014.

No les gustaba el residencial. En las horas interminables que la vida les había concedido sólo para estar juntos y conversar, Totita y Cranque, como dos adolescentes, planeaban un escape. Lo planificaron despacito y degustándolo, madurando los detalles. Sabiendo, en el fondo, que no se concretaría, Cranque lo escribía todo. La novela La última aventura relata ese sueño hecho realidad en el papel. Cuando Totita murió, en 2015, él continuó narrando. Los seres humanos vivimos mediatizados por el lenguaje, de manera que lo narrado es una forma de existencia. Digamos que Cranque cumplió finalmente con la promesa de escaparse al publicar, tres años más tarde, esta novela.

La presentación emocionó a muchos, por razones distintas. Había allí docentes de deportes y compañeros de la Plaza Nº 5, donde Cranque se ejercita semanalmente. Había personas no videntes de la Asociación Cultural y Social Uruguaya de Ciegos, y representantes del Centro Tiburcio Cachón, en el que lleva adelante su rehabilitación, quienes inspiraron una tirada del libro en braille. Estaban sus amigos de Anónimos Luchadores contra la Obesidad (ALCO). Había familia, niños correteando. Hablaron representantes de cada uno de esos ámbitos que Cranque ha cultivado, incluso el alcalde. Su bisnieta cerró las intervenciones con una exclamación: “¡El libro de Cranque es el mejor del mundo!”.

En su discurso, el homenajeado agradeció a todos y dedicó unas palabras especiales “al pueblo”. Se refería a las personas anónimas que lo ayudan diariamente a orientarse en la calle. “Cada día salgo preguntándome cómo voy a hacer para llegar, pero siempre, de la nada, aparece de pronto una voz que se ofrece. Caminamos unos cuantos pasos juntos, conversando de cosas sin importancia, y nos separamos, tal vez para siempre, sin haber intercambiado siquiera nuestros nombres”.

Cranque ya hace tiempo que no trabaja. Vive de una exigua jubilación, ha perdido a su compañera de toda la vida, y sus hijos siguen sus respectivos caminos. Se diría que se trata de una vida que ya ha alcanzado la mayor parte de los fines para los que ha sido concebida. ¿Es así?

Volvamos a la cuestión de la areté. En la perspectiva de los antiguos griegos, hasta el último respiro se jugaba la honra de un héroe. Mirado así, ¿cuál sería el rol de Cranque ahora? Disfrutar de su cosecha. Es el momento del ocio perpetuo, del tiempo regalado, el sueño de todos. No puede darse el lujo de desperdiciarlo. ¿Nos prepara la educación para ese momento?

Escribir novelas autobiográficas siendo no vidente, utilizando un software que reproduce auditivamente lo escrito, son habilidades que tuvieron que ser entrenadas, aunque sólo sea indirectamente, en algún momento de la vida. Por lo menos algún maestro de primaria le habrá inseminado el gusto por la literatura. Y quizás alguna profesora en la Escuela Industrial, que ni él recuerda, le inspiró tal seguridad en sí mismo que fue capaz, para siempre, de enfrentar nuevas tecnologías, incluso las que nadie soñaba que existirían.

Nunca se sabe cuándo una enseñanza va a dar fruto, como los griegos tampoco sabían cuándo iban a sellar, con la muerte, su areté o su vergüenza. Lo seguro es que, sea cuando sea, el momento más importante es el final. Y hasta ese momento, una persona feliz trae consigo los ecos de las voces de maestros que bordaron su camino. Es imposible prever de qué materia, por eso conviene que siempre la educación sea lo más abarcativa posible.