Uno de los elementos centrales que sostiene no sólo la construcción sino el desarrollo y la evolución de una institución universitaria, cualquiera sea esta, radica –discúlpese por un momento, pero también valga, la verdad de Perogrullo– en la alta calidad académica de sus profesionales. Sin embargo, cuando esta evidencia es interceptada por intereses corporativos que poco o nada tienen que ver con los imperativos de dicha calidad, hasta el mismo Perogrullo cae, de bruces, en la estupefacción. Sobre todo si desde el interior de una institución que transita para ser universitaria se escuchan voces contrarias a los concursos abiertos de oposición y méritos, al tiempo que a varias de esas voces, además, no les alcanza con esto sino que reclaman, por fuera de concursos genuinos, que se les reserven “sus” cargos; una especie de derecho de pernada anterior al libre juego de los concursantes, y, por lo tanto, un socavamiento del papel fundacional de la institución del concurso. Absurdo e indefendible por donde se lo mire, semejante obstáculo se manifiesta en varios frentes de la formación del profesorado, incluidas no pocas inquietas y recelosas intervenciones en las Asambleas Técnico Docentes. Ante estos embates, que sin duda procuran presionar a las autoridades del Consejo de Formación en Educación, conviene decir las cosas de una vez: el desafío de una Universidad de la Educación seriamente proyectada debe darse mediante la convocatoria a concursos abiertos en un sistema de cargos gradificado, con tribunales de notoria o probada competencia, de orígenes heterogéneos, y dentro de una institución verdaderamente autónoma y cogobernada. Hace algún tiempo afirmé en una entrevista de la revista Lento que es fundamental la creación de una cultura universitaria en la formación docente. Semejante transformación tendrá que bregar para que la enseñanza, la investigación, la extensión y la formación devengan en una dimensión profundamente articulada y también crítica de sus propios procesos.
El actual corporativismo, reactivo y acrítico, es uno de los males mayores del sistema. Está sostenido en un equívoco sentimiento de pertenencia y en el temor, pero también en el oportunismo mezquino y en la desconsideración a la formación más valiosa para los estudiantes, en quienes, a decir verdad, no siempre se piensa. Una universidad como la que se proyecta debe estar en manos de los mejores docentes (incluido el cogobierno), no de los que huyen de enseñanza secundaria o primaria sin haber trabajado lo suficiente como para formarse para un nivel terciario y universitario. Sin embargo, aquí hay un juego muy perverso. Porque si las fuentes de trabajo suelen ser ocupadas por trabajadores de diversa competencia, cosa que está bien, para nada lo está que algunos de los más formados deban quedar afuera gracias a un corporativismo que privilegia, ciega y celosamente, junto a docentes competentes que ya se encuentran en el sistema, a aquellos otros que no están preparados para la función y, aun así, reclaman permanecer atornillados a las sillas contra viento y marea. En el orden de las comparaciones, por supuesto que no es este el caso de alguien que no es médico y sin embargo irrumpe en un quirófano y actúa como tal, acción que amerita el presidio. Pero efectivamente es el caso de alguien que no está preparado para ejercer formalmente la oncología cuando cuenta con un título habilitante de medicina general obtenido hace seis meses o 25 años, sin haberse orientado, además, a intereses oncológicos dentro de sus actividades académicas.
Los buenos profesores del actual sistema de formación docente tienen en los concursos abiertos su mejor oportunidad, su histórico derecho postergado a la efectividad –peleado en dictadura y en democracia–, el momento de demostrar por qué son capaces de sostenerse y desarrollarse en un cargo, ahora universitario, y de compartirlo con otros universitarios. Y los que no lo consigan serán quienes no cuenten al momento con la preparación apropiada, nada más. Hay que estar formado y formándose, investigando y enseñando con el mayor rigor, renovando los cargos con evaluaciones reales y no, como ha ocurrido, con prórrogas presionadas por una corporación cuyas efectividades caducaron.
Por su parte, el rechazo a la investigación ha sido una de las trabas culturales potentes e ideológicamente regresivas, pues si no hay investigación, creación y circulación crítica de conocimientos, ¿qué hay? Parálisis, estancamiento y, muchas veces, un proceso acelerado de degradación, en el que el conocimiento original se vuelve un valor despreciado o, por lo menos, sospechoso. Eso nos hará mucho menos libres, y más aun, menos liberados. Una universidad sostenida en un horizonte de investigación y producción dinámica, compartida y extendida para el cambio social es una clave decisiva. Y para ello se precisa gente formada y diversa, tanto la que procede de las mejores tradiciones del Instituto de Profesores Artigas y de otros centros, como de los licenciados, magísteres y doctores de la Universidad de la República (Udelar), sin olvidar que no pocos egresados de formación docente han sido acogidos y titulados justamente en los posgrados de Udelar, incluso habiendo contado con el acceso a los beneficios del sistema de becas.
En suma, los concursos no pueden ser endogámicos y con arbitrarias reservas de cargos para aquellos que prevén (no todos, claro) que al no haber emprendido una formación exigente no ganarán esos concursos, sobre todo si estos son absolutamente abiertos, auténtica oportunidad también para otros profesores universitarios uruguayos, para docentes extranjeros o uruguayos que estudiaron en el extranjero. No estamos en condiciones de despreciar tanta formación de calidad, de riquezas diferentes, en nombre de una corporación egoísta que asume su blindaje como si la formación y el conocimiento universitario fueran una amenaza. Pensemos, con una ética plausible, en los estudiantes y en el futuro. La educación, entonces, debe estar en manos de los mejores docentes.
Hebert Benítez Pezzolano es profesor de Literatura Uruguaya y director del Departamento de Literatura Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Es doctor en Letras por la Universidad de Valladolid.