Ana enseña Historia en diferentes liceos de la capital, a distintos niveles. Pero el trabajo que más disfruta, me dice, es con los estudiantes del plan Martha Averbug para adultos y/o jóvenes con condicionamientos laborales, cuyo objetivo es darles la posibilidad de que terminen el bachillerato.

Como todo docente, ella suele recibir de los estudiantes más chicos bienvenidas (si se las puede llamar así) como “ay, profe, nos habíamos hecho ilusiones de que hoy faltabas”, que son, para quien va desprevenido con su planificación minuciosa, una daga. Por eso le gustan estos adultos. Ellos ya tienen edad para entender la importancia de la historia en sus vidas, porque han vivido lo suficiente como para darse cuenta de que somos, cada uno de nosotros, nada más que el producto de una serie de eventos, decisiones y casualidades protagonizadas mayormente por otros, que actuaron casi siempre antes de nosotros. Se apasionan así, por ejemplo, por el tema de la reforma cambiaria y monetaria de 1959, y le preguntan por una definición de inflación. Sacan apuntes, se quedan pensando, hacen más preguntas. Es que estos estudiantes, a diferencia de los adolescentes, ya manejan el dinero que ellos mismos se ganaron, y por eso les interesa todo lo que tiene que ver con su valorización y devaluación. Hay alumnos adultos de todas las edades, que por diferentes razones no pudieron terminar el bachillerato y quieren hacerlo ahora. Entre ellos, enfermeros que aspiran a cursar su licenciatura, mujeres jóvenes que vieron interrumpidos sus estudios por la maternidad, o mayores de 60 años que después de la jubilación sueñan concretar algo que una larga vida laboral y familiar les truncó.

Cuando Ana les habla de la creación de los Consejos de Salarios en 1943, les interesan las causas históricas y económicas, las explicaciones de lo que significa el salario real, el Producto Interno Bruto, y qué representa la canasta familiar. “Se llama así porque te tenés que conformar todo el mes con una canastita como la que Caperucita le llevaba a la abuela”, dice un muchacho de 20 y algo de años, que provoca las risas del grupo.

Ana me cuenta que para su materia, en un liceo público determinado se inscriben 50 alumnos por el plan Averbug, y llegan al final del curso, aprobando, 40. Eso la hace feliz.

Hay incluso estudiantes raros, inesperados: extranjeros que vienen a aprender español haciendo una carrera universitaria, y que para homologar los estudios de enseñanza media que los habilitan a acceder a la facultad tienen que cursar algunas materias. Historia es una fija, porque en ninguna otra parte del mundo se estudian nuestros temas, claro.

Se le iluminan los ojos cuando me habla de Christine, la muchacha estadounidense. Christine se anotó al curso como estudiante libre porque su foco estaba en las materias de facultad, pero venía a clases para consultar bibliografía y hacer preguntas sobre temas específicos del siglo XX, como batllismo y neobatllismo, colegiados y dictadura. Le fascinaba, decía Christine, aprender esa historia de primera mano, sumergida en un aula donde la mayoría sentía ese relato como propio. Seguía embobada las opiniones de los compañeros sobre los partidos políticos de los que se hablaba, y pronto se contagió del fragor de la reconstrucción de la historia reciente.

En julio pasado dio el examen libre y evidenció un español perfecto, un poco barroco, del estilo de lenguaje que aprenden los estudiantes de lenguas extranjeras, pero impecable. Aprobó con 12. “Esas son las cosas que te hacen sentir que ser docente es un privilegio”, me dice Ana. Me cuenta que Christine, motivada por las clases sobre la dictadura y por la indignación que percibía en varios de sus compañeros, decidió asistir a la Marcha del Silencio el 20 de mayo. Sus ojitos, la clase después, hablaban de asombro y admiración. “Tanto silencio en una muchedumbre, tanto respeto, yo nunca había visto… Esas fotografías en blanco y negro…”, decía estremeciéndose. Ciertamente, la vida congelada en los rostros de los desaparecidos, las miradas tan vivas y desafiantes como en sus épocas de rebeldía, le habrán sacudido su modorra norteamericana. Confesó sentir cierta envidia de pertenecer a una historia tan vigente, algo que importara tanto y que unificara así a un pueblo entero.

Siempre los ojos de los protagonistas del pasado abren grietas en el suelo bajo los pies de aquellos que les devuelven la mirada. Pero hay que estar atentos y saber dónde mirar para recibir el mensaje de quienes antes que nosotros hicieron la historia. Un docente como Ana puede mostrarnos cómo.