Melina Furman es bióloga, doctora en Educación por la Universidad de Columbia e investigadora argentina del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Si bien se dedica a investigar sobre educación y a trabajar en proyectos de innovación escolar, en 2018 sacó el libro Guía para criar hijos curiosos: ideas para encender la chispa del aprendizaje en casa, a partir de experiencias más íntimas, como a qué juega con sus hijos, cómo responde a sus preguntas, cómo los acompaña en la lectura, con la idea fija de que hay mucho que se puede hacer en casa que determina cómo se van a vincular los niños con el conocimiento. “El libro nace de charlar con amigos, incluso muchos muy formados, pero en otros temas. Empecé a notar que hay cosas muy conocidas en el mundo de la educación, conceptos como inteligencias múltiples, autoeficacia, metacognición, que en educación se manejan hace rato, que el público más de a pie nunca escuchó nombrar. Y qué picardía, porque está bueno compartirlos, porque ayudan a tomar mejores decisiones”, contó desde Argentina a la diaria.

En el libro, y en la charla, Furman cuenta por qué no es bueno elogiar el talento de los niños, por qué sí está bueno aburrirse, da algunas pistas sobre cómo manejar la tecnología, y también reflexiona sobre las formas de enseñar en nuestros países.

Como para arrancar por el principio: ¿por qué criar hijos curiosos?

Si hubiera escrito este libro en otra época, por ahí el título hubiera sido “Guía para criar hijos obedientes”, o “trabajadores”. La curiosidad siempre ha sido una gran llave para aprender toda la vida, para mantenerse con el deseo encendido de aprender, pero creo que hoy la curiosidad es especialmente importante porque estamos en un mundo en el que de veras vamos a tener que aprender toda la vida, aprender a usar nuevas tecnologías, a cambiar de trabajo y a reinventarnos, y sin la chispa encendida de la curiosidad no hay mucho modo de hacerlo. Además, hay algo de tener la curiosidad encendida que habla del pensamiento libre y abierto, de poder incorporar otras miradas, de darse cuenta de que no lo sabemos todo, de no creer en los dogmas, de hacernos preguntas. En esta época es más necesario que nunca seguir cultivando el pensamiento crítico, sobre todo en los chicos que están creciendo hoy. Es un arma contra el totalitarismo, la creencia ciega en dogmas, la sensación de que tenemos todo controlado y los que piensan distinto son los enemigos; la curiosidad te mantiene con el escepticismo a flor de piel, el escepticismo bien entendido.

Al pensar en el tipo de educación que van a tener sus hijos, a veces los padres focalizan esa cuestión en la elección de la escuela. Vos en el libro hablás de otra cosa, de que los padres tienen mucho para hacer antes en el vínculo de sus hijos con el conocimiento. ¿A qué te referís?

Siempre la pregunta que me hacen mis conocidos es a qué escuela mandar a sus hijos. De tanto escuchar esa pregunta me cayó la ficha de que pareciera que la gran decisión educativa es qué escuela elegir, y por supuesto que es una decisión fundamental, pero me empezó a dar la impresión de que no somos tan conscientes de que la decisión más grande es qué hacemos antes y durante en casa, desde cómo conversás con ellos a qué juegos elegís jugar, qué tipo de experiencias les proponés, cómo valorás lo que ellos pueden hacer y los ayudás a construir una mentalidad basada en el esfuerzo y en tolerar la frustración y seguir adelante, cómo los ayudás a construir autoconfianza, cómo ayudarlos a identificar lo que les apasiona. Son todas cosas que se tejen en casa desde que los chicos son muy chiquitos, desde cómo les leemos un cuento hasta cómo elegimos pasar el fin de semana. Sin presión, desde el disfrute, también conectándonos los adultos con las cosas que nos apasionan. Los chicos muchas veces aprenden más con el ejemplo que porque les digamos cosas y hagamos lo contrario. Entonces también es predicar desde esa curiosidad nuestra, que los chicos la vivan en casa.

En el libro se nota especial cuidado de no plantear “recetas”, sino “ideas para probar”.

Sí. Hay una metáfora que me gusta mucho que es la del carpintero y el jardinero. Un carpintero dice: “Voy a hacer una silla de tal manera, de tal longitud”. La visualiza, compra los materiales y la fabrica. El jardinero, en cambio, siembra, va nutriendo, va sacando maleza, poniendo tutores, corta y poda acá y allá, pero acompaña y después sale lo que sale. Si pensamos la crianza como carpinteros de seguro va a salir mal, porque no funciona así, y va a generar sufrimiento para nosotros y para nuestros hijos. Pensar eso ayuda: uno hace lo mejor que puede y no desde la obligación sino desde el deseo. Para mí eso es central. En cada capítulo voy proponiendo ideas como para tener modelos para la acción, pero las ideas disparan ideas propias. Yo soy bióloga y me gusta hacer experimentos con mis hijos, pero hay papás a los que capaz que les gusta tocar música o discutir de historia, entonces no es tanto el qué sino el cómo nos conectamos con el conocimiento con ellos.

¿Qué ejemplo podés mencionar sobre cómo conectar con los niños y el conocimiento?

Hay uno muy fácil que es qué hacemos cuando leemos con los chicos. En general leemos de un tirón y disfrutamos eso, y eso per se ya es maravilloso. Pero uno puede, mientras lee, ir haciendo pausas para conversar y ayudarlos a fortalecer su pensamiento. Preguntas como ¿de qué otra manera pensás que el cuento puede terminar?, ¿qué hubieras hecho en el lugar del protagonista?, ¿qué hubiera pasado si la Cenicienta se iba a las 23.30 en vez de a las 24.00?, ¿cómo se habrá sentido el protagonista?, ¿cómo te diste cuenta de que estaba enamorada? A eso en educación y en psicología le llamamos la metacognición, que empiecen a ser conscientes de qué piensan, por qué lo piensan y cómo lo saben, y eso es una de las grandes claves para fortalecer el pensamiento, para aprender a pensar y aprender a aprender cosas nuevas. Por ahí en algo tan chico como leer un cuento esto se puede poner en práctica. Siempre desde el disfrute, porque desde el momento en que uno empieza a evaluar a los chicos ellos inmediatamente se dan cuenta y cierran la cortina, así que no se tiene que notar.

En el libro decís que no todos los elogios ayudan. ¿Qué hay que tener en cuenta?

Esa es súper clara y fácil de implementar. Mucha investigación habla de que cuando uno elogia el talento, la inteligencia, si le decís a un chico “sos re inteligente”, “sos un genio”, ellos en vez de elegir cosas cada vez más difíciles, que los desafíen, eligen cosas cada vez más fáciles, porque no quieren defraudarnos. Se tiran a lo seguro. Una científica, Carol Dweck, ha dedicado su carrera a eso. Lo contrario también es cierto: si vos les elogiás el esfuerzo, si les decís “practicaste un montón”, “cuánto trabajaste” o les mostrás que tus logros tienen que ver con el esfuerzo, los chicos siguen eligiendo cosas difíciles y empiezan a estar en control del proceso; uno no tiene control sobre si es bueno o malo en algo, pero sí sobre cuánto trabaja para conseguirlo. Lo que dice la psicología cognitiva es que cuando uno ayuda a los chicos a valorar el esfuerzo lo que se forma es una mentalidad de crecimiento, versus una mentalidad fija, que quiere decir que cuando algo no me sale es porque no soy inteligente de antes, que es lo que a muchos chicos les frustra, les pone en juego su autoestima. Lo hacemos con las mejores intenciones, pero esto se ve con chicos de todas las edades y de todos los contextos sociales: elogiar el talento es contraproducente, genera falta de autoconfianza.

Otra pregunta repetida es cómo manejar la tecnología con los niños. ¿Por qué es tan adictiva?

Primero creo que no hay manera de encerrarlos y aislarlos de la tecnología. Eso no va a pasar, o es muy difícil que pase, entonces hay que usar el poder de la tecnología a nuestro favor. Está bueno entender qué pasa con nuestro cerebro cuando estamos frente a pantallas para entender qué hacer al respecto. Lo primero que hay que saber es que es cierto que las pantallas son adictivas. Por ejemplo, si ves qué le pasa al cerebro de alguien cuando está recibiendo likes en redes sociales, ganando puntos y pasando de pantalla en un videojuego o recibiendo mensajes en el celular, ves que la novedad y la recompensa activan una parte del cerebro que se llama el circuito de recompensa, que está formado por un pedacito que se llama núcleo accumbens y que libera un neurotransmisor que se llama dopamina. Cuando estoy recibiendo esas recompensas de las redes sociales o de las pantallas se me llena el cerebro de dopamina, lo que me hace sentir placer y ganas de más. Y es muy difícil cortar, estamos cableados para no querer cortar; es lo mismo que activan las drogas adictivas como la cocaína, la comida chatarra, y entonces hay que saber que nuestro cerebro funciona así para ver qué hacemos al respecto.

Foto del artículo 'La curiosidad, la llave para “mantener el deseo encendido de aprender” y un arma contra el totalitarismo'

¿Cuánto tiempo es bueno y cuánto es malo? ¿Con qué criterios se pueden elegir los juegos?

Para mí hay dos grandes claves sobre qué hacemos en casa. Una es cuánta tecnología. Parte del asunto es que la tecnología no ocupe todo el tiempo de los chicos, que haya tiempos regulados. Uno acordará en cada familia cuánto, una hora por día, dos, media, lo que fuera, pero es un contorno externo de cuánto va a ser. A muchos les resulta poner un controlador de tiempo en la computadora, sobre todo con los adolescentes, y entonces se corta y hay que hacer otra cosa. Y también que los chicos tengan otras recompensas que les den placer pero que sean desenchufadas. Lo que sea, jugar con amigos, hacer deporte, leer... en la medida en que los chicos tengan un balance entre el mundo analógico y el digital creo que no estamos tan mal. Y sobre todo, ahí ya es más mi mirada personal, hay que atrasar lo más posible la cantidad de tiempo con pantallas; con nenes muy chiquitos creo que hay que tratar de evitarlo. Realmente la tecnología resuelve cuando están muy aburridos, entonces es muy común ver nenes de dos años almorzando con el celular, pero resuelve el problema a un costo muy alto: que los chiquilines se pierdan otras cosas. Lo otro es qué tipo de tecnología. Hay tecnologías en las que los chicos son más protagonistas y hacedores, y otras en las que son más consumidores pasivos. Podés jugar al Candy Crush, que está buenísimo, a mí me encanta, pero estás horas moviendo caramelos, o podés estar programando un robot, creando música o filmando videos. Esa tecnología que implica un rol intelectual más activo es menos adictiva que jugar al Candy Crush, porque te da recompensas menos inmediatas. Si lo pensás en términos cerebrales lo adictivo es la recompensa inmediata, es la dosis de dopamina cada poco tiempo, eso te mantiene y no podés parar.

Y con niños chiquitos no hay aplicación que valga...

Me voy a ganar el odio de vendedores de juegos para bebés, pero creo que cuanto más tarde mejor. Es mejor que los nenes aprendan tocando, manipulando, ensuciándose, sobre todo cuando son muy chiquitos. Es muy común decir “los niños son muy inteligentes, saben usar todo”, y en realidad saben usar todo porque las plataformas están diseñadas para que sean muy fáciles de usar. Está bueno que se acostumbren incluso a tener momentos de aburrimiento y frustración, en los que se tengan que rebuscar para ver qué pueden hacer. El aburrimiento, se sabe a partir de muchos estudios, es fuente de creatividad. Todos recordamos momentos de aburrimiento en la infancia de los que salieron los mejores juegos, que si no está ese espacio vacío no aparecen. Pasa que sacar la tecnología implica poner más el cuerpo, y por supuesto que es difícil porque estamos todos muy sobrepasados, pero bueno, si estoy en un restaurante con un nene tendré que jugar al veo-veo, inventarle una canción, charlar un rato o aguantarme que patalee un poco; si siempre la respuesta es darle la tablet me parece que hay algo que nos estamos perdiendo.

¿Cómo juega la atención o desatención de los padres a los hijos en sus futuros aprendizajes?

Existe la idea de que los chicos pueden construir lo que se llama autoeficacia, la sensación de que tienen con qué, de que pueden, y eso está muy estudiado que se correlaciona directamente con el aprendizaje. Uno necesita sentirse seguro para poder aprender, y ahí la mirada de los padres es clave. Hay un efecto muy conocido en educación que se llama efecto Pigmalión. Pigmalión era un escultor griego que esculpió una mujer muy hermosa de la que se enamoró; la trataba como a una mujer de carne y hueso hasta que vino la diosa Venus, se apiadó de él y la convirtió en una mujer de verdad. El mito habla de las profecías autocumplidas, de que cuando uno tiene confianza en el otro y cree que va a poder en general eso se cumple, y también a la inversa: cuando uno no da nada por el otro es la profecía autocumplida negativa. Hay un libro [de Robert Rosenthal y Lenore Jacobson], Pigmalión en el aula, que reúne varios estudios de los años 70 con maestros. A los maestros les decían que a una mitad de la clase, elegida al azar, le había ido mal en un test de inteligencia, y que la otra mitad era muy inteligente. Después iban a final de año a ver cómo les había ido a esos alumnos, y lo que veían era que a los chicos que los maestros pensaban que eran inteligentes les había ido mucho mejor que a los otros. Mirando qué pasaba en el aula veían que a esos chicos los maestros los ayudaban más, les prestaban más atención, tomaban más en serio sus respuestas. Volviendo a lo de la atención: nuestra mirada sobre cuán inteligentes o capaces son es clave sobre cómo ellos se miran a sí mismos. No es que si creemos que son capaces seguro lo van a hacer, pero ayuda. Si creemos que no pueden eso va a ser súper determinante en lo que ellos van a creer que pueden o no pueden. Por eso la idea de las inteligencias múltiples creo que ayuda, porque a veces nuestros hijos no son como querríamos, entonces entender que la inteligencia no es un canon tradicional, como se valoraba socialmente hasta hace poco, que podías ser bueno en matemática, en ciencias o en lengua, sino que hay muchos tipos de inteligencia, y darnos cuenta de cuáles son las fortalezas de nuestros hijos ayuda a que podamos mirarlos con esos ojos amorosos de que son capaces, y eso les redunda en una mirada propia sobre su capacidad.

Ciencias, enciclopedismo y la metodología activa

¿Qué define una buena clase de ciencias?

Una buena clase de ciencias, desde el jardín hasta la universidad, es una clase en la que hay una gran pregunta por responder, en la que los chicos pueden buscar información, hacer experiencias, observar y sacar conclusiones, con un espacio para debatir ideas, construir conclusiones entre todos; es una clase en la que justamente se genera la curiosidad y se enseña a pensar, a diferencia de una clase en la que uno sólo acumula información que no termina de entender del todo. Son clases que presentan desafíos, problemas, experiencias, en las que hay un rol muy activo por parte de los chicos y las chicas.

En el libro planteás, como dos paradigmas contrapuestos en ese sentido, la “elementitis y “jugar el juego completo”. ¿Cómo se puede explicar?

Es una idea de David Perkins, que es uno de los pensadores en educación para mí más lúcidos actualmente. Dice que uno de los grandes problemas de la enseñanza de las ciencias, pero también de otras materias, es la elementitis, en la que uno aprende los pedacitos, las partes de algo que no termina de cobrar sentido. Por ejemplo, aprenderse todas las moléculas que participan en la fotosíntesis o las etapas de la mitosis pero no terminar de entender mucho qué tiene que ver eso con mi vida. Jugar el juego completo es lo contrario, es que en todas las situaciones de las clases los chicos nunca pierdan de vista el gran para qué de lo que están haciendo. Él pone el ejemplo del béisbol, que aprendió a jugar de chico con su padre. Al principio jugaba en versiones más simplificadas, con un bate más chico, más despacio, pero siempre estaban jugando al béisbol. La diferencia en este caso sería estar solamente jugando con el palo, sin terminar de entender para qué. Jugar el juego completo, en ciencia, sería hacer investigaciones en las que haya preguntas reales que responder, en las que lo que concluya me sirva para responder un problema de la vida real. Hay muchas iniciativas en ese sentido. En Uruguay estoy trabajando con el Instituto de Formación en Servicio del Consejo de Educación Inicial y Primaria, con maestros en todo el país, para llevar adelante algo que se llama el enfoque basado en la indagación, clases en las que hay algo en que indagar.

En tus charlas mencionás la cantidad de preguntas fácticas que se estudian en la escuela... ¿Es uno de los temas que te preocupan?

Me preocupa un montón. Hace poco hicimos una investigación en la ciudad de Buenos Aires, en un grupo representativo de escuelas: medimos cuánto tiempo dedicaban los chicos de séptimo grado, en ciencias naturales, a reproducir contenido fáctico, de bajo nivel cognitivo, versus actividades que tienen que ver con la indagación, de pensamiento de orden superior. Encontramos que 80% del tiempo están haciendo actividades de bajo nivel cognitivo: copiando del pizarrón, respondiendo preguntas fácticas. Nuestra enseñanza, en muchas escuelas de América Latina, es así, muy enciclopedista, y eso hace que se distorsione la idea de qué es aprender. Pareciera que aprender es tener datos en la cabeza; nunca lo fue, creo yo, pero ahora menos que nunca.

Muchas veces las experiencias de aprendizaje por proyectos, por indagación o de resolución de problemas se presentan como motivadoras porque generan que los chiquilines se enganchen, que participen. ¿Con eso basta? ¿La clave es que simplemente tienen un envase más “lúdico”?

Lo lúdico sólo no alcanza si no hay una bajada de reflexión sobre qué aprendí, cómo lo aprendí. Una de las cosas que siempre hablamos con los docentes es que no hay que hacer con las manos sino con la cabeza. El aprendizaje tiene que ser activo, vivencial, pero después tiene que haber un momento para pasar en limpio lo que aprendí, qué conclusiones saqué, qué otra información necesito para seguir aprendiendo. Sin ese componente de metacognición y de profundización no alcanza, lo que no quiere decir que la profundización sea ir a la fotocopia a leer información fáctica, no: es bajar a tierra qué aprendí, qué me falta, y seguir explorando. Lo activo no es por el activismo de hacer cosas por hacer, sino que ese hacer me lleve a poder pensar y llegar a ideas profundas, a comprender. Una de las ideas del enfoque de la enseñanza por comprensión, que a mí me parece muy potente, es que cuando uno comprende puede actuar flexiblemente con ese conocimiento, puede usar eso que aprendió para explicar situaciones nuevas, para pensar en su propia vida, para enseñárselo a otro. Comprender es mucho más que poder declarar o decir la respuesta, es realmente usar ese conocimiento para la vida.

Trabajaste en proyectos para modificar la escuela y las formas de enseñanza. ¿Qué estrategias pueden adoptar los docentes para mejorar sus prácticas educativas?

Para mí una de las más importantes es el lema “Menos es más”, elegir de lo que enseñan en el año qué es lo realmente importante desde el punto de vista del conocimiento, qué es lo esencial de lo que estoy enseñando, y dedicarle mucho tiempo a la comprensión de eso. Evitar la cobertura superficial de los temas. Eso implica priorizar, pero me parece que hay que poder hacerlo.