La vida tiene cosas raras si nos detenemos a observarla. Era el primer día de clases de un curso de la Maestría en Filosofía en la Universidad de la República, en la recién reciclada Casa de Posgrados de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. El edificio es todo coqueto a la vista, pero el ruido que entra de la calle interrumpe varias veces el discurso, el aire acondicionado no funciona porque por error se le asignó un control remoto de otra marca, y las paredes, impecables, se descascaran al primer roce. Esto no es lo raro. Esto es a lo que estamos acostumbrados y contra lo que tendemos a despotricar. Uruguay es así, pensamos. Nada puede funcionar bien. Y lo tomamos como lo más normal, y a la vez, deprimente. Pero los uruguayos estamos habituados a vivir deprimidos, como si nos hubiera tocado nacer en el peor sitio del universo. Ironías y críticas salvajes circulan en rondas de mate y redes sociales. Así nos creemos: de los peores lugares del planeta.

Pero ese primer día había un muchacho de ojos oscuros, grandes y serenos, que miraba con expectativa los movimientos del aula, atento a cualquier aspecto que no le fuera usual. No tenía nada de raro hasta unos minutos después, cuando, durante las presentaciones, nos dijo en un adorable tono melodioso, como si un pájaro hubiera entrado de pronto por la ventana a romper con su canto el tedio de la formalidad de la clase, que acababa de llegar de Colombia. Eso ya fue un poco extraño y, agradecidos, en un rapto de novelería, le hicimos preguntas de diversa índole. Pero más extraña era la coincidencia de que yo estuviera organizando un viaje justamente a Colombia, para dictar un curso similar.

Se trataba de un curso sobre emociones, política y educación, y durante esas clases surgieron muchísimos temas sensibles. Se habló, por ejemplo, de la campaña Vivir sin Miedo, sobre la que los estudiantes opinaban calurosamente, pero David, el colombiano, obvio que no. Apenas llegado, todavía no se había sumergido en los vericuetos de nuestra situación política. Un par de compañeras inferían, a partir del eslogan, que la intención era una manipulación de las emociones del receptor: para vivir sin miedo, era necesario firmar el referéndum. Pero si no vivías con miedo, algo estaba mal en vos, porque la condición necesaria para eso era adherirse a la campaña.

Casi un mes después, yo ya estaba en Bogotá. En sus aulas de universidad privada, luminosas, cuidadas, donde todo funciona bien, y a través de cuyas ventanas se impone la estampa de la cordillera oriental de los Andes, me vi de nuevo hablando de emociones, enfrascada otra vez en conversaciones sobre el miedo. Y esas sí que me parecieron raras. Alguien refirió a una encuesta local reciente: “Se les preguntaba a las personas si sentían miedo al ver acercarse vehículos con los vidrios oscuros. Cerca de 50% respondió que sí”. ¿Vidrios oscuros? Mi auto tiene vidrios oscuros. Cada día en Montevideo, al caminar por la calle, se detiene alguna clase de vehículo con vidrios polarizados o no, y alguien baja la ventanilla: “Disculpe… ¿la calle Democracia es paralela a esta?”, y se despiden con el pulgar para arriba. No expresé mi sorpresa. Continué escuchando. Toda esa semana escuché de diversas maneras: con los oídos en el aula, con los ojos en la calle, con mi estómago, que alguna vez me señaló que estaba en una situación para mí extravagante, como si me encontrara dentro de una película. “Nunca vaya a salir a pasear sola, ni se le ocurra”, me decían los profesores. Una nochecita, caminábamos en un grupo bastante grande por la Séptima, la principal avenida de Bogotá, que recorre la ciudad de norte a sur, limpia, ancha, con su arquitectura señorial histórica y sus altos edificios contemporáneos. Entonces un cortejo policial con sirenas pasó veloz, escoltando una camioneta muy grande y lujosa. “Debe de ser el presidente”, dijeron mis acompañantes. “Ah, sí, dije, en Uruguay es parecido”. Sólo que sobre el techo de la camioneta un militar giraba sobre un eje apuntando con un arma muy grande a todo lo que había a su alrededor. Hacia nosotros también. “¿Van armados así?”. Me dijeron que sí, y una de las estudiantes recordaba que en 2007, durante la visita de George W Bush, los francotiradores apuntaban a los manifestantes en la avenida desde las azoteas de los edificios. Ella era poco más que una niña y estaba allí abajo, y los francotiradores “guardaban el orden” prontos para cualquier acción. Fue ella misma quien, a las diez de la noche, cuando salíamos de un restaurante elegante y nos disponíamos a tomarnos en grupos algunos de los taxis que hacían fila frente al local, pidió que, como iba sola, alguien le tomara una foto a la matrícula. “Al llegar a casa aviso, así se despreocupan”.

Una mañana fui invitada a desayunar a la casa de una profesora. La localidad de Chapinero, donde vive, es una zona de clase media alta, al parecer segura y a unos pasos de mi hotel, por lo tanto fui a pie. Como era de esperarse, me perdí. Una pareja venía caminando por mi acera y me acerqué para preguntarles. Se trataba de una señora de unos 60 años de edad y posiblemente su hijo, de unos 20 años menos. “Disculpen, estoy buscando la calle...”, pero ellos me miraron con el rabillo del ojo y cruzaron. Desde la vereda de enfrente me indicaron vagamente en qué dirección ir. Quedé atónita. ¿Es que me tenían miedo a mí? Yo nunca he dado miedo en mi vida, ni a mis estudiantes, ¡ojalá! Finalmente, gracias a sus gestos esquivos, llegué a la casa de la profesora. Ella me recibía como la mayor parte de quienes, en ámbitos controlados, me habían dado la bienvenida: una sonrisa cálida, un cantito gracioso y aniñado en su acento, una cordialidad inusitada. Como el conserje del hotel, que me servía la cena con una especie de reverencia y repetía: “Sí, señora”; como el chofer del remise, jovencito, que muy fácilmente estallaba en carcajadas; como una de las secretarias de la universidad, que una tarde corrió a alcanzarme mi chaqueta y me dijo riendo: “Disculpe que haga de madre, pero a esta hora refresca”. Hice amigas y amigos, sentí en mi pecho el orgullo de pertenecer a una “patria grande”, y prometimos nuevos viajes y encuentros. No obstante, detrás de esa alegría había algo oculto, como una sombra amenazante, acechando quién sabe desde dónde.

De regreso en Montevideo, me volví a cruzar con David. Lo felicité por su tierra y su gente, y le hablé de mi extrañeza ante tantas manifestaciones de miedo. Él me describió una sociedad polarizada desde siempre: la ciudad y el campo, los propietarios y los desposeídos, la guerrilla y el Estado. Siempre en algún sitio están “los otros”, vistos desde donde se vean. Los otros y los nuestros. Entre ellos no parecen reconocerse como personas con similares amores, sueños y frustraciones. En ese mundo de extremos, la represión parece ser la única alternativa: los otros, sean quienes sean, son capaces de atracarnos, secuestrarnos y quién sabe qué, llevando a cabo incluso sofisticados ardides. Eso es lo que había visto en mí la pareja en la calle. Yo podía ser una máscara bien montada para un personaje en el gran teatro de la delincuencia. Una mujer de mediana edad, bien vestida, rubia, con acento de turista, podría ser el señuelo perfecto para un par de buenos corazones inadvertidos.

Ese miedo, me dice David, está en todos los niveles de la sociedad, porque también los protegidos pueden ser los atacados, y los atacantes pueden ser los delincuentes tanto como los “protectores”. En la primera década de nuestro siglo, cuando él era un niño, la ciudad de Bogotá se convirtió en una “burbuja de miedo”. La gente temía salir de la ciudad, porque podrían ser arrebatados de sus vehículos o secuestrados como medios para la guerrilla, pero los jóvenes de familias comunes y corrientes también podían ser muertos por el ejército que, autorizado por el gobierno, se lanzaba enfurecido y con atribuciones de impunidad. Primero disparaban para luego averiguar que se trataba de un estudiante que nada tenía que ver. A esos inocentes se los llamó “falsos positivos”, para quienes las Madres de Soacha siguen clamando justicia. Recuerda que, en los períodos más crudos, ya no hubo más salidas didácticas con la escuela, y a su papá diciéndole: “Dentro de casa, sé que estás seguro. Afuera, no lo sé”.

La posición del nuevo gobierno colombiano, contrario al proceso de paz (“Mano firme” es la más llamativa parte de su lema), va camino a repetir la historia. Más presupuesto para la represión implica necesariamente menos para políticas públicas, aunque estas sean la única solución que muchos colombianos ilustrados vislumbran para integrar a quienes no han visto otra salida, desde su nacimiento, que el crimen, de una u otra índole. “Ya se olvidó todo lo que pasó”, dice paradójicamente David, con sus ojos jóvenes que todavía no han visto suficiente. Bueno, seguramente él ha visto mucho más que sus compañeros uruguayos de su edad.

David cree que nosotros no tenemos idea de lo que es el miedo. Un día salió a las cuatro de la mañana de un boliche en pleno centro de Montevideo y volvió caminando casi dos kilómetros hasta su hospedaje. Quería respirar el aire límpido de nuestra ciudad poco contaminada; quería experimentar lo que es pasear solitario por una ciudad nocturna en silencio.

En estas aulas en diferentes extremos de nuestra América, sobre emociones y política, yo aprendí que los uruguayos no sabemos todavía todo lo que puede saberse acerca del miedo. También que la memoria es de lo más frágil que las sociedades tenemos. Y que lo más peligroso es la inversión en represión, no sólo porque convierte a los reprimidos en irrecuperables, sino porque muchas de las balas disparadas pueden volverse contra nuestros propios hijos, los hijos de la “gente honesta”. Pero todavía estamos a tiempo de entender lo que tenemos, de ser conscientes de nuestro pequeño refugio en este rincón del planeta, de lo que una vez perdimos, y no nos conviene volver a perder.