En los últimos años, en Uruguay y la región viene tomando forma y avanzando –a paso más lento de lo deseado– el Modelo Social de la Discapacidad (Palacios, 2008), que emana del marco de derecho específico de mayor relevancia: la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), de 2006. En relación con las acciones relacionadas a la inclusión educativa, es posible identificar una sintonía con lo que se pretende garantizar, si bien, como toda implementación, a la hora de ser propiciada de modo cabal denota sus grietas, sin desestimar la complejidad que este movimiento representa.

Inclusión versus integración educativa

Primero que nada, la inclusión educativa es un proceso dinámico que deviene de un paradigma anterior, el de integración educativa, que se propone ser desplazado. La integración educativa es el resultado de un modelo “rehabilitador” que se caracteriza por anexar recursos de educación especializada, particularmente para las personas con condiciones distintas a las de la mayoría. Además, pone el foco en que son estas personas, por su diversidad, las que debieran adaptarse a los entornos “normalizados” o comunes.

El Modelo Social de Discapacidad plantea que la inclusión educativa –al contrario de la integración– se caracterice por identificar, desde los principios de educación democrática y justicia social, aquellas barreras para la accesibilidad (física, comunicacional, cognitiva) de los entornos que impiden a las personas en situación de discapacidad presenciar, participar y progresar en su proceso de aprendizaje en condiciones de igualdad. De esta manera, la inclusión educativa pone el énfasis inhabilitante en los entornos –en lo que hay y en lo que son a priori– y en que son estos los que deben adaptarse a las personas.

Coyuntura normativa para la inclusión de personas con discapacidad en los sistemas educativos comunes

Además de la CDPD, existen distintas normativas a nivel nacional e internacional que Uruguay ha ratificado con el objetivo de garantizar el acceso a la educación para todas las personas, cualquiera sea su situación o condición. Se consideran antecedentes internacionales muy importantes para la legislación uruguaya la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1979), la Convención sobre los Derechos del Niño (1989), la Conferencia Mundial sobre Educación para Todos (EPT) (1990), la Declaración de Salamanca (1994), el Informe Delors (1996), el Marco de Acción de Dakar (2000) y la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural (2001).

En la legislación nacional, en relación con la inclusión educativa de personas en situación de discapacidad, Uruguay cuenta con la propia Ley de Educación (2008), la Ley de Protección Integral de las Personas con Discapacidad (2014) y, más específicamente, con el Protocolo de Educación Especial de la Administración Nacional de Educación Pública y su Consejo de Educación Inicial y Primaria (2014). En suma, más recientemente se creó el Protocolo de Actuación para la Inclusión Educativa (2017), elaborado por los ministerios de Educación y Cultura y de Desarrollo Social. También debe considerarse que el país cuenta con un Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC) para personas en situación de dependencia severa.

Apoyos y recursos para la inclusión social y educativa

En el movimiento del modelo rehabilitador-médico hacia el Modelo Social de la Discapacidad se propone modificar el término “necesidades educativas especiales” (acuñado en la Declaración de Salamanca y asociado al paradigma de integración educativa) por el de “barreras para el aprendizaje y la participación” (desarrollado en el Índice de Inclusión de Booth y Ainscow), en el entendido de que estas surgen a partir de la interacción del estudiantado con sus contextos. Esto implica que los entornos de educación tengan que adecuarse en términos de accesibilidad, según corresponda, lo que da lugar a la implementación de los denominados “ajustes razonables”: apoyos y estrategias pedagógicas como materiales específicos de aprendizaje, medios de comunicación aumentativa y alternativa, o bien un recurso humano cualificado, entre tantos posibles.

Si bien el Protocolo de Actuación para la Inclusión Educativa ha sido un aporte valioso y representa el marco de acción más vigente, en Uruguay se vienen desarrollando diversas prácticas en el sistema de educación formal que pueden definirse como ajustes razonables, principalmente a nivel de inicial, primaria y en secundaria, pero significativamente con menos desarrollo a nivel terciario y universitario.

En relación con lo pedagógico, por ejemplo, en primaria estos ajustes serían la flexibilización o adecuación curricular para las personas que lo requieran, según su estilo de aprendizaje –la educación tradicional tiende a una enseñanza homogeneizadora–, el apoyo de maestras itinerantes y la articulación con escuelas especiales, o bien la intervención mediante el acompañamiento terapéutico.

¿Cuidados o ajustes?

A fines de 2014 el SNIC creó la figura de asistente personal para personas en situación de dependencia severa. Esta prestación interinstitucional, que depende del SNIC y del Ministerio de Desarrollo Social y es regulada por el Banco de Previsión Social (BPS), se define como un servicio que implica el cuidado y la asistencia personal en actividades de la vida diaria de personas en situación de dependencia severa. Las personas comprendidas en esta denominación que son beneficiarias de la prestación pertenecen a dos franjas etarias distintas; por un lado, personas adultas mayores de 65 años o niños, adolescentes y jóvenes de hasta 29 años de edad en situaciones de discapacidad diversas.

Los requisitos para postularse como asistente personal son registrarse en el BPS, dando cuenta del certificado de buena conducta, y posteriormente realizar una capacitación en cuidados que ofrece el SNIC, lo que habilita a aparecer en un registro para comenzar a trabajar. De esta manera, cualquier persona, sea profesional o no, puede desempeñarse como asistente personal, siempre que esté registrada, habilitada y que sea seleccionada por la familia y la persona beneficiaria.

Si entendemos que la escolarización, como derecho y obligación, representa gran parte de la cotidianidad de muchas personas, podemos concluir que la asistencia personal puede implementarse en ese ámbito. Entre las obligaciones de esta figura “quedan excluidas aquellas tareas que requieran una especialización profesional con la que no cuenten”.

Acompañamiento terapéutico como recurso para la inclusión

Al igual que la implementación de la figura del asistente personal, el acompañamiento terapéutico puede considerarse un ajuste razonable. En el ámbito de la inclusión educativa (una de las áreas en las que puede desempeñarse), el acompañamiento pretende ser un puente o apoyo para la participación y el proceso educativo de la persona en situación de discapacidad, interviniendo desde los planos afectivo, social y pedagógico. El objetivo de intervención tiene que ver con la promoción de la trayectoria educativa y la inserción social. El acompañamiento terapéutico trabaja in situ, mediando principalmente en que se logren las flexibilizaciones necesarias para que la persona a la que acompaña pueda progresar en todas las dimensiones que hacen a su escolarización y a su desarrollo integral.

En este sentido, el trabajo en red resulta fundamental para el acompañamiento terapéutico, tanto con las instituciones como con las familias de las personas a las que acompaña, así como la coordinación con otros agentes que frecuentemente intervienen de forma interdisciplinaria en busca de la mejora en la calidad de vida de las personas con discapacidad (docentes, maestras y profesionales diversos del ámbito de la salud y la educación). Aunque pueda resultar paradójico, el objetivo último del acompañamiento terapéutico es promover el mayor nivel de autonomía posible para la persona con discapacidad, desde un posicionamiento que reconozca y defienda la idiosincrasia subjetiva.

En la actualidad, en Uruguay aún no hay una formación específica en acompañamiento terapéutico en la educación pública, si bien desde 2008 existe una Tecnicatura en Acompañamiento Terapéutico en la Facultad de Psicología de la Universidad Católica del Uruguay. En esta línea y como emergente, la Facultad de Psicología de la Universidad de la República se encuentra trabajando en la implementación de un plan piloto de Tecnicatura en Acompañante Terapéutico, como una formación intermedia de otras ofertas del servicio universitario.

El hecho de que no exista hasta el momento una formación específica en la materia a nivel público complejiza las posibilidades de legitimar su reconocimiento como tal. Además, es una figura que no cuenta con una reglamentación para su ejercicio ni con un código de ética profesional, pese a que deriva del campo de la psicología, la salud mental, la educación, la psicopedagogía y la terapia ocupacional, entre otras. Por este motivo, en nuestro medio son mayoritariamente estudiantes o profesionales de estas disciplinas quienes se desempeñan en la función de acompañamiento terapéutico.


Surgen, entonces, dos contraposturas. Por un lado, la de reconocer la creación del SNIC y la figura del asistente personal como una prestación que garantiza el derecho a recibir un apoyo cotidiano para las familias y personas en situación de dependencia severa; una política de cuidados necesaria y oportuna que representa un avance muy importante como recurso de apoyo en el marco de los derechos de las personas con discapacidad. Por otro lado, es pertinente contextualizar y dimensionar que la integración educativa de personas con discapacidad está comprendida en el derecho a la educación y que en este deseado y creciente movimiento hacia la inclusión se requieren, entre otros aspectos nucleares, recursos humanos que cuenten con idoneidad –llámese formación o dimensión ética– para lograrlo.

Tenemos entonces la promoción de eventuales procesos de inclusión educativa que, apoyándose en la prestación del asistente personal pregonan una presencia auxiliar para la persona, reduciendo este complejo entramado al binomio persona con discapacidad-prestación preexistente.

Las condiciones para la inclusión no siempre dependen de un recurso humano específico. Para que un apoyo sea potencialmente inclusivo ha de ser pensado e instrumentado identificando las fortalezas, cualidades y necesidades que tiene cada persona en situación de discapacidad y, fundamentalmente, analizando las circunstancias específicas que existen en el contexto que busca insertarse, para que pueda participar activamente en su proceso educativo.

Hoy hay niños, niñas y adolescentes que están asistiendo a centros educativos comunes, con el condicionante de que lo hacen junto a un asistente personal. No obstante, no por ello tenemos cultura, políticas ni prácticas inclusivas, dimensiones que los autores del Índice de Inclusión consideran vertebradoras de un proyecto de inclusión educativa.

Resulta una suerte de encrucijada entre una política de cuidados y una política educativa que deviene una implementación errática, o bien que no logra dimensionar la complejidad y los recaudos que le son inherentes. Desde la afirmación normativa y las experiencias sistematizadas parece evidente que el acceso a la educación común para personas en situación de discapacidad requiere generar cambios estructurales en los sistemas educativos. Estos cambios van mucho más allá de la educación de formato tradicional y no es suficiente reducir el problema a la necesidad de contar con apoyo específico de recursos humanos, sean estos más o menos cualificados.

La posibilidad de una práctica inclusiva no se traduce meramente en profesionalización; se trata de dar lugar a los ajustes razonables para cada persona singular y para la composición de grupalidades heterogéneas en un marco de convivencia. Sin embargo, la necesidad y la falta de una formación y de estrategias que permitan acompañar esta transición de modelos y, principalmente, su traducción a acciones concretas es una demanda legítima de docentes, profesionales, familias y de las comunidades educativas.

Parte sustancial de estos cambios pasan por el aumento de la permeabilidad a la sensibilización y por derribar las primeras barreras actitudinales. Esto adquiere sentido si pensamos como posible la construcción de un compromiso colectivo basado en un dinamismo constante que nos interpele al desafío –más que pendiente– hacia una educación inclusiva de calidad.

Sofía Brugger Methol es técnica en acompañamiento terapéutico, licenciada en Psicología, magíster en Educación Inclusiva