Ignorar es la estrategia cruel por excelencia: lo ignorado se perpetúa como anormal, vergonzante y, en un espiral vicioso, se invisibiliza y se hace cada vez más difícil de incluir.
El año pasado mi mamá estuvo internada. Había sufrido una caída y le costaba respirar; temían que se hubiera dañado un pulmón. Le hicieron estudios de todo tipo y color, y cinco días más tarde le dieron de alta, fuera de peligro. Una vez de regreso, recordaba su estadía en el sanatorio de una forma muy extraña. Aseguraba haber estado en una residencia lujosa donde unos científicos habían experimentado con su cuerpo. Yo le aseguraba que no, y ella se ofendía por mi indiferencia ante hechos tan graves. Al final, dejó de insistir; yo percibía cierto dolor en su silencio, la resignación a la soledad de su creencia, pero me alegraba de que ya no molestara con eso, hasta que lo olvidé.
Unos meses después, llegó a mis manos la novela de Mauricio Langón Memorias alucinadas (Montevideo, Editorial Ideas, 2018). El escritor, quien fuera un reconocido y respetado profesor de Filosofía en secundaria y diferentes instituciones de educación superior como el Instituto de Profesores Artigas, Premio Morosoli de Plata 2005 en Filosofía y autor de diversas publicaciones para formación docente, me sorprendió esta vez aventurándose en un género nuevo. Como claramente se indica en la solapa de la primera edición, “esto no se parece a otras cosas que escribió”.
En 2017, Mauricio pasó por una intervención cardíaca importante, y el libro relata las atmósferas y las situaciones que experimentó dentro de su cerebro, producto de las drogas y el padecimiento.
“Lujo. Probable fiesta de inauguración improbablemente montevideana. Estamos en un inmenso balcón que abarca todo el edificio [...]. Cientos de invitados esperan algo. Abajo las limousines, ropajes de lujo, flash de fotógrafos, nubes de mosquitos. No se me ocurre a santo de qué estamos todos aquí: nietos, hijos, parientes, compañera... Tranquilos. Aprovechando cóctel y lunch. Haber llegado a estar aquí es un honor inesperado” (p. 11).
Tardé un poco en darme cuenta de lo que estaba leyendo. Pensé que me encontraría, en las 125 páginas del libro, con una catarsis sobre su peripecia hospitalaria, incluyendo algunas imágenes de alucinaciones, que él mismo me adelantó al estirar su mano con el libro. Pero no. Son 125 páginas de realidades a medias, que sucedieron paralelamente a su alrededor y dentro de su cabeza.
Relatos de innumerables escenas con bastante lógica, donde, como dentro de un sueño, lo seguí en su angustia por escapar, sin lograr que nadie lo entendiera. Denunciaba que el cielorraso se estaba por derrumbar, resquebrajándose, y “para que se tomen las medidas del desalojo necesario yo (siempre de manos atadas: quedan todavía cicatrices que no me dejan mentir) debo conseguir cierta llave [...] Con ella, no sé cómo, evitaría la masacre o, al menos, podría escapar” (p. 37). Temía la invasión de hormigas que se ocultaban en las hojas de unas plantas trepadoras: “Me asaltan. Mis manos las empujan con el aire. Se elevan un poco, pero pronto vuelven al ataque. ‘Tranquilo: no hay nada’. ‘¡Si crecen a ojos vistas! Se reproducen. Me rodean’. ‘Quédese quieto. No se angustie. No pasa nada’. Ahora aparecen hormigas en gran número. Bajan y trepan rápidas y en fila por las paredes. Se van comiendo a las plantas. Se suben a las guías. ¿Y si terminan cayéndome encima?” (p. 61). Se sentía perdido, pedía socorro y le decían, simplemente, que estaba internado, y nada más. “¿Se burla de mí? Horas caminando”. (p. 79).
Escrita totalmente en tiempo presente, las imágenes quedan suspendidas en el aire, para siempre actuales, para siempre aterrorizantes.
Mientras leía me acordé de mamá, de sus afirmaciones poderosas, y de mis negativas rotundas. Como en una conversación desfasada en el tiempo y el espacio, la voz de Mauricio salía del libro y me lo explicaba: “No resulta fácil escribir alucinaciones sin alucinar. Cuando están es fácil afirmarlas, gritarlas, proclamarlas. Tanto como es fácil ‘seguirle la corriente’ al desquiciado que vive la lucha entre las plantas y las hormigas, reírse de él, tratar de convencerlo por razones o experiencias, de su error. Que es tal porque, para obligar al ‘soñador a no soñarse’, a negarse a sí mismo, también puede recurrirse a premios o castigos, miedos, dolores, terrores, ataduras, camisas de fuerza, shocks eléctricos, químicos, quirúrgicos. Bien mirado, es mejor no hablar de alucinaciones. Ni escribirlas”. (p. 31)
Pero Mauricio se anima a escribirlas, a partir de sus propios recuerdos, de narraciones que le hacen sus familiares, de mensajes de Whatsapp que se intercambiaban mientras cuidaban de él. Y una narración atestiguada en un libro de literatura le da un poder empático que ninguno de los médicos o enfermeros de Mauricio mostraron por él, aunque no fuera para ellos un caso nuevo. Un relato como el de Mauricio hace que yo misma entienda el desamparo de mamá.
Vuelvo a ella. Le saco el tema; le digo que lo que vivió cuando estuvo internada es algo común que les puede pasar a las personas que están bajo tratamientos agresivos: sueñan cosas despiertas como si fueran reales. No le digo “alucinaciones”, porque la palabra es muy violenta. Por el contrario, le hablo de Mauricio, le digo que un profesor de filosofía escribió un libro sobre eso. Los ojos de mamá se iluminan. Vuelve a hablarme de eso, pero ahora sabe que es una alucinación. Ella misma le pone el nombre. “¿Así que tuve alucinaciones?”. Me cree, y yo le creo a ella. Mi forma de acercarme, sin rechazo ni indiferencia, le da seguridad y le devuelve la capacidad para comunicarlo y darle un sentido en la trama del mundo que compartimos. Nos despedimos aliviadas.
En 2009 yo había escuchado una conferencia TED de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie en la que hablaba del “peligro de la historia única”. Ella ilustraba la noción de “historia única” narrando cómo en su niñez había leído una inmensidad de libros norteamericanos y europeos, y cuando se puso a escribir, sus personajes siempre eran rubios de ojos celestes, a diferencia de ella. No se le ocurría que la gente como ella pudiera vivir en los libros. La teoría feminista apunta en esta misma dirección: las relaciones de poder habilitan a determinar la “normalidad” por medio de los relatos dominantes, y todo lo que se salga de la norma es discriminado o, por lo menos, ignorado. Y en la ignorancia o la indiferencia no sabe encontrarse con uno mismo, como Adichie, ni con los demás, como mi mamá y yo.
Dice Adichie que cuando entró en contacto con libros africanos –que eran más difíciles de encontrar, en la misma Nigeria, que los libros extranjeros–, su vida cambió. Eso le permitió entender que la gente con su color de piel podía cobrar vida dentro de un libro, y así se convirtió en la escritora que es ahora. Reconocerse en los relatos la sanó. De la misma manera, creo, publicar su historia sanó a Mauricio, y su novela también sanó a mi madre, y a mí en mi relación con ella.
Porque la literatura nos abre el corazón y la mente de otros a los que, de lo contrario, no tendríamos acceso, sea porque no saben, o temen, expresar su identidad, o incluso ignoran su propio valor. Todos tenemos lugar dentro de un libro; aprender eso es vital. Quizás sin saberlo, Mauricio Langón se manifiesta una vez más como maestro de insospechados estudiantes, sus lectores.