En algún momento imperceptible de los últimos años, oír diferentes acentos de español por las calles de Montevideo dejó de parecerme algo llamativo. Las primeras veces me detenía a preguntarles de dónde provenían y escuchaba con entusiasmo sus escuetas historias. Pero llegó un día, del que no fui consciente, en que ya no pregunté nada, aunque nadie lo notó, ni siquiera yo misma. Los cambios graduales en la historia nunca son evidentes. Siempre estamos haciendo historia, aunque no la percibamos, tal como el pez no puede ver el agua en la que habita y respira. Ya no sorprenden los diversos “cantitos”, lo que significa hay muchos inmigrantes en Uruguay.

Una vez que nos acostumbramos a algo, tendemos a darlo por sentado y a partir de ese momento solo puede sacarnos de ese entumecimiento algo inesperado, que no haya sido imaginado antes. El filólogo Hans-Robert Jauss llamaba a eso “ruptura del horizonte de expectativas”. Cuanta más exposición tenemos a algo, más difícil es que nos sorprenda, que escape a la invisibilidad. Sin embargo, es hermoso, aunque posiblemente incómodo, cuando ese quiebre sucede. Lo experimenté el año pasado, cuando me enteré de que en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) de la Universidad de la República (Udelar) se daban unos cursos llamados “Español para migrantes y refugiados”. Me sorprendió, porque no había pensado que también hay inmigrantes que no conocen el castellano. Directamente no había llegado a escucharlos; no hablaban. Es extraño que no me lo hubiera imaginado, ya que mi propia historia es la historia de esos inmigrantes. Mis abuelos, que llegaron a Montevideo hace casi 100 años, no recibieron clases de español y lo aprendieron “a los ponchazos”. Siempre conservaron las marcas propias de su polaco natal; arrastraban ese chistar eslavo en las palabras, fundiéndose exageradamente con nuestro yeísmo rehilado, y su conversación mezclaba vocablos castellanos rematados en inverosímiles declinaciones, que me daban risa y todavía utilizo como broma en casa. Yo estaba sumergida en mi pecera y no era consciente de mi propia historia, aunque creo que esa conexión me generó una voracidad por conocer los relatos de las aulas de esos cursos de español. Así, en cuanto escuché de ellos, me lancé a contactarme con una de las docentes encargadas, Cecilia Torres.

A partir de mi primer encuentro con Cecilia, hace algunos meses escribí la parte 1 de esta serie de notas: Historias por traducir. Trataba de una chica haitiana que, a efectos de guardar su identidad, llamé Derce. Después de la publicación de esa nota, estuve varias semanas enfrascada en recoger una segunda historia, la de un muchacho proveniente de “un reino muy muy lejano”; su relato me emocionó, lo escribí, pero finalmente expresó que no se sentía cómodo con la idea de publicarlo. Cecilia estaba al tanto de sus emociones y supo trasladarme esas inquietudes: hacer accesible al público su interminable historia de búsqueda de refugio, al muchacho le parecería simplemente insoportable.

En todo caso, fue Cecilia quien logró que me llegara este mensaje. Era un simple “no”, de parte de un chico para quien su español aprendido había sido suficiente para narrarme toda su vida, pero que encontraba a una negativa mucho más difícil de articular. Es claro que un “no” viene más cargado de emociones, gestos e implicancias que cualquier otra frase, y él necesitó que Cecilia hiciera de intérprete. Es que un idioma, más allá del vocabulario que se puede encontrar en un diccionario, o de sus reglas gramaticales y trabalenguas fonéticos, es ante todo un manojo de recuerdos entrelazados con los sentimientos suscitados en el momento en que se aprende.

Mi hijo mayor dijo por primera vez “agua” en un día insoportable de verano. Un docente de lengua extranjera necesita evocar en sus clases una atmósfera de motivación similar al del bebé que pronuncia sus primeras sílabas. El docente planifica actividades significativas, sí, y también recibe y acuna las vivencias de sus estudiantes como la madre que alcanza la mamadera con agua. Interpretar, y a veces traducir, como aquel “no”, va más allá del ejercicio de una profesión. Requiere experiencia, práctica, y sobre todo amor.

Al recoger esa negativa, le cuento a Cecilia que me siento decepcionada, claro, y a la vez azorada por ese puente que representa su labor. No se reduce a idiomas, docentes, aulas y estudiantes. Se trata de todo un entramado de historias. Cecilia me ha abierto una puerta hacia ese muchacho, y me ha acompañado en su clausura. Entre la apertura y el cierre no parece haber sucedido mucho, pero ciertamente ni yo, ni el estudiante permanecemos siendo los mismos. Cecilia tampoco.

Ella me habla de la formación que recibió a través de un Diploma de Posgrado en Español como Lengua Segunda y Extranjera en la FHCE, enmarcado en la línea Inmigra, de un proyecto del Centro de Lenguas Extranjeras (CELEX); de la primera vez que en 2016 entró como observadora en un salón de clases de español como parte de su práctica. Junto a un par de compañeros más, también practicantes, tímidamente se sentó en el fondo. A pesar de tratarse de un salón de Facultad que ya le era familiar, todo parecía exótico en aquella mañana de diciembre: que se balbucearan con tanto esfuerzo frases de las que depende la supervivencia en nuestra vida diaria; los tonos y volúmenes de voz, que cambiaban de acuerdo a los rasgos y la vestimenta del estudiante, como si cada persona allí se tratara de un instrumento musical entonando su sutil partitura en la sinfonía del aula; la forma de esperar o de irrumpir ante la pregunta de la docente, los silencios, los susurros, las onomatopeyas; los acentos que recordaban otras lenguas, los andamiajes gramaticales extranjeros que contenían nuestras palabras cotidianas en curiosas estructuras que vislumbraban otras formas de pensar y de ver el mundo. Eran siete u ocho estudiantes adultos, de diferentes zonas de Europa del Este y África, y Cecilia pensó que estaba frente al mismísimo mundo, con todas sus sombras y luminosidades; aquello que únicamente había visto en noticieros o películas estaba ahí, a dos palmos de sus ojos.

Fue descubriendo las historias, las pasadas y las presentes, de ese collage de mundo. Realidades que le eran ajenas, recovecos hasta donde nuestra imaginación no suele llegar. Me cuenta que era casi verano, a un horario en que el calor derretía las piedras, y una joven llegaba siempre tarde, se sentaba agotada, agradecía que le ofrecieran agua. Con más lenguaje y más confianza, llegaron a saber que caminaba 30 cuadras para llegar a la clase.

Me habla también de un muchacho jovencito proveniente de Benín, su postura asertiva, su cadencia francófona en las palabras titubeantes podrían revelar todo un universo; solo era cuestión de tiempo, de tender puentes de compañerismo y prestarle palabras. “Trabajar con ellos es conocer el mundo”, me dice. Claro, pienso, si yo ni sabía de la existencia de Benín, y ahora, que me fijo en el mapa, aprendo que está al oeste de África y es la cuna de la religión vudú. Seguramente ya habría escuchado el nombre del país, pero ninguna historia me conectaba con él. Necesitamos un relato significante para que nuestro conocimiento se asiente. Ahora, ya no lo olvidaré.

Después de esta conversación me quedo con la sensación de que no es imprescindible que publique la historia vedada de aquel joven, cuya cohibición Cecilia me tradujo. Es única pero a la vez es la de tantos, en Uruguay o en el mundo. Podría ser la mía propia, si yo hubiera nacido mucho antes y, en lugar de mi abuela, fuera yo quien cruzó el océano. “Dos generaciones menos, dos generaciones más, fechas, tan solo fechas, yo estoy aquí, tú estabas allá”, canta Jorge Drexler, con ese mismísimo y sabio sentido.

Antes de despedirnos, Cecilia me dice que la financiación al proyecto Inmigra, que brinda estas clases, terminaría el año que viene. En la búsqueda de nuevos fondos, los integrantes del proyecto llenan formularios con números de estudiantes, contenidos, niveles de aprendizaje, porcentajes de aprobación, repercusiones en actividades laborales. Le pregunto si hay lugar, en los formularios administrativos, para contar estas historias. Pero no; a la burocracia siempre se le escapa lo más importante.