Mientras escribo esto, junto al teclado espera a ser bebida mi taza de té. Sin tocarla, sé que todavía no está lista. Me pregunto cómo lo sé sin apenas probarla. Una voluta de vapor demasiado veloz sale de ella, un aroma cálido y espeso. Los demás sentidos, sin necesidad de arriesgarme, me cuidan. ¿Cuándo aprendí esto? No tengo idea; sólo me viene a la memoria una cadena de delicados eventos en la forma de imágenes, sonidos y sensaciones. Mi madre, sirviéndome la sopa con fideos de letras, y su cariñoso consejo: “Todavía está caliente; de mientras armá palabritas en el borde del plato”; la mano juiciosa de mi abuelo con una cuchara sacando la nata de la superficie de mi cocoa y su voz temblorosa: “Antes de tomar, soplá”. Y así, ternura mediante, este aprendizaje sobre olores tibios y vapores vibrantes se debe de haber ido sedimentando.
No es casualidad que me fije en mi taza de té al escribir esta nota, ya que quiero escribir algo que sirva de bienvenida del año lectivo, y estoy bastante distraída. Es que venimos de un año de frustraciones. La generación que nos toca recibir también viene de una serie de naufragios personales. Aislamiento, aburrimiento, sobreesfuerzo, dificultades económicas en el hogar. Violencias intrafamiliares que les fue obligatorio presenciar, preocupaciones que trascendieron el rendimiento académico, contactos físicos necesarios que estuvieron ausentes. Entonces, ¿qué se puede decir como augurio? ¿Cómo expresar la incertidumbre sin amargura? ¿Cómo ocultar la expectativa de más indignación, el miedo a buscar puentes que, de no usarse, quizá encontremos derrumbados?
Entonces se me ocurre, como un ancla para no perder la referencia en un mar de incertidumbre, escribir esta historia. Sucedió a finales de 2020. Fue una anécdota mínima que me fue contada por una maestra de una escuela montevideana, y pareció pasar inadvertida. Bueno, eso no es novedad. Primero, pareció de poca importancia porque la pandemia ocupaba casi exclusivamente el tema de las conversaciones. Además, porque lo que cabe en un relato, por tratarse de minucias, casos aislados, partículas de vida, no suele trascender. Es así que se trataba de un evento que muy difícilmente sería mencionado en un discurso oficial sobre educación. Y sin embargo, esas minúsculas anécdotas pueden significarlo todo en el momento de comprender ciertas verdades universales que sólo se expresan a través de relatos. Y que están siempre, que no terminan, y que no dependen de las cosas que la opinión pública maneja como importantes. Aquella canción de Joaquín Sabina, “Eclipse de mar”, lo transmitía muy bien: “Hoy, amor, como siempre, el diario no hablaba de ti ni de mí”. Así, implicaba el poeta, el diario se perdía lo más importante del mundo. Lo mínimo nunca es mínimo, porque es lo que nutre cada instante irrepetible de nuestras vidas cotidianas.
El protagonista es un niño de nivel inicial, cuatro años de edad. Sus ojitos negros, redondeados por una permanente expresión de sorpresa, sus movimientos sobresaltados, su pelo castaño y erizado como plumas, le dan ese aire de gorrión. Es inquieto, atropellado, poco atento, un personaje de esos que frecuentemente pasan, nunca inadvertidos, por nuestras aulas. Ese día en la escuela hay una jornada de juegos. Hay un circuito de actividades, y diferentes docentes dirigen la participación en cada una. En el rincón destinado a los bolos, se toman turnos para lanzar una pelota hacia las piezas alineadas; el número de bolos volcados se anota en una pizarra, y los niños aplauden si el puntaje es alto. Cuando llega su momento, nuestro protagonista no agarra la pelota. Lanza su propio cuerpo, sin temores ni escrúpulos, de cabeza.
Mientras lo corrigen y rezongan, una maestra, desde otra base del circuito, lo observa con curiosidad. Ella está a cargo de un espacio de cocina, donde preparan comiditas con pétalos y hojas secas. Se pregunta qué hábitos, qué vivencias determinan que este niño conciba su propio cuerpo como objeto contundente, sin prever daño o dolor al darlo contra el suelo. Al cambiar de base, la maestra lo recibe en su rinconcito de chefs. Con la misma exaltación, arma el niño un gran revuelo de tachitos, tenedores y verduras de plástico; salpica agua y los demás protestan, quieren que se vaya. Hasta que algo le llama la atención: la maestra sostiene en la mano la diminuta taza de un jueguito de té, finge acercársela a los labios y quemarse; sopla con actitud dramática, exagerada, y el niño se la queda mirando con extrañeza. Al verlo atento, ella le pide que sople también; la obedece con desconfianza al principio, y después con mayor convicción. Ella le agradece y simula que bebe hasta el fondo el contenido de la tacita, con un suspiro de satisfacción.
Entonces algo cambia; el niño se calma, sintoniza con el escenario, es integrado por los demás y se pone a apilar platitos y a entregar de a uno cuando se lo piden. En esta cocina no hay competencia; el método es cuidado y paciencia, y el premio es agradecimiento y satisfacción. El niño acaba de descubrir que un movimiento delicado como un soplo es capaz de llevar al éxito.
Este relato me recordó que la escuela es, una gran parte de las veces, ese lugar donde el mundo se suspende y podemos abandonarnos a hacer algo ínfimo que en ese momento cobra la mayor importancia. Así son los recuerdos de mi propio pasar por la escuela. Practicar las letras en el cuaderno de raya y media, escuchar la voz de la maestra y seguir con los ojos sus manos dibujando en el aire, recortar personitas que cobraban vida a partir de papel de diario y tijera, resolver los “pienso” contando con mis dedos. Recuperar esas memorias me permite entender de una vez por todas aquellas afirmaciones de Jorge Larrosa en su texto “Experiencia y pasión”: la experiencia, que él define como “la posibilidad de que algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue”, requiere “un gesto de interrupción”, detenerse, abandonar el tumulto de la ansiedad que nos arrastra cotidianamente; requiere “demorarse en los detalles”. En una conferencia yo había escuchado a Larrosa decir que “la escuela debe ser un lugar donde poder demorarse”. Tomé ese apunte en mayúsculas, como una frase hermosa que no quería olvidar; pero sólo ahora llego a entenderla en una mayor magnitud. Los aprendizajes sólo pueden tener lugar como un subproducto de la experiencia. Para propiciarlos es necesario tejer amorosamente el marco que los rodea. El niño no podía aprender a jugar desde la ansiedad, desde esa sensación, tan familiar para los adultos, de que el tiempo apremia, de que los recursos y la paciencia son escasos. Es verdad; el mundo apremia, especialmente en estos días. La escuela puede ser, en cambio, ese sitio donde demorarse y así aprender lo más importante para la vida.
Los gestos delicados de mi abuelo y mi mamá me enseñaron algo tan esencial como no quemarme. Reposan en mi memoria como imágenes, aromas, calideces. Dentro de un tiempo, algunos niños, cuando se enfrenten al mundo desordenado e incierto, recurrirán a sus únicos recuerdos de este tipo, sembrados en ellos por la escuela. Por eso vale la pena demorarse en la ternura, y eso no lo cambia ninguna crisis ni pandemia.