Inquieto, sin dejar de mirar el libro que tenía entre mis manos, me levanté del sillón y comencé a caminar por la casa a buen ritmo, aunque sin saber muy bien hacia dónde ir. De la sala a la cocina, ida y vuelta, de pronto veo a mi compañera, Alejandra, trabajando en sus asuntos, los papeles desplegados sobre la mesa del comedor.

–Escucha esto –le dije–: “Nunca he podido eliminar la contradicción interior. Siempre he sentido que las verdades profundas, antagonistas las unas de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de ser antagonistas…”.

–Disculpa –me dijo suavemente al levantarse de su silla para ir por algo más allá de la sala. Sin detener mi lectura, la seguí a través de la casa.

–“... nunca he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad”. ¡Es magnífico! –exclamé eufórico al buscar sus ojos y recibir de su parte una suave mirada solidaria, mientras no se demoraba en volver a la sala con sus tres tomos de Global Health Issues.

Hipnotizado por la lectura, quedé parado, libro en mano, en medio del corredor que daba a la sala. Segundos más tarde, buscaba a tientas mi sillón, donde me hundí nuevamente para perderme, sin otra interrupción, en la veta preciosa del asombro.

“... tratando de integrar la verdad de uno y otro, es decir, de ir más allá de la alternativa...”. Esta frase, como tantas otras que leí esa tarde de otoño de 1995 en Montevideo, fue una llave a formas de pensar y de sentir desconocidas hasta ese momento, y que hacía tiempo anhelaba cultivar, sin saber cómo se llamaba el fruto ni cuál podría ser la semilla.

En mi vagabundear académico –comencé estudiando leyes, luego derivé hacia antropología, años más tarde me licencié en psicología– me matriculé en un posgrado en desarrollo regional y local, con entusiasmo y curiosidad. Allí el director del posgrado –José Arocena, antiguo exiliado de la dictadura uruguaya, que había hecho sus estudios de sociología en Francia– me sugirió leer a un autor que le parecía de mucho interés.

–Se llama Edgar Morin –me dijo–. Te recomiendo que comiences por su Introducción al pensamiento complejo.

En ese momento, me encontraba en una crisis de conocimiento. Como psicólogo, profesionalmente me iba muy bien, tenía mi consultorio y también ejercía labores docentes.

***

Pero los horizontes del deseo de saber y hacer se habían ampliado, me interné en el campo de las teorías del desarrollo social, inspirado por las visiones de la Unesco (de cuyo Correo era lector asiduo) y con vocación de contribuir a transformaciones en la convivencia y el destino de nuestras comunidades. Pocas cosas me ayudaban a lidiar con esa crisis, todo recordaba el mito de Sísifo. Cuando me fui a matricular en el posgrado de desarrollo local, quien me tomó la inscripción, un trabajador social docente del curso, me preguntó con una cálida sonrisa, no exenta de cierta perplejidad: “¿Un psicólogo? ¿Qué quiere hacer un psicólogo en este posgrado?”. Años más tarde, respondí esa pregunta al defender mi tesis de maestría: “Vida cotidiana y sociedad local: subjetividad en la acción social. Aportes a la teoría del desarrollo”. Allí, la primera referencia presentada en forma de acápite era una cita de un autor, Edgar Morin, que mi tutor de tesis, José Arocena, me había presentado unos años atrás:

La toma de conciencia de la gran carencia de los modelos es lo que precede a todo progreso político y social en la idea de desarrollo.

En efecto, ese acápite reflejaba lo que había acontecido en el breve espacio de mi sillón, entre la sala, el corredor y la cocina de mi casa: una toma de conciencia sobre la carencia en mi modelo de formular y gestionar el conocimiento. Mi vida profesional y personal cambió de allí en más. En ese momento, en verdad, empezó una regeneración epistemológica, filosófica, estética y existencial en la que aún hoy me sitúo.

Los tiempos siguientes a ese impacto intelectual y afectivo fueron cautivantes. La cesura, la brecha, el abismo que existía entre mis modelos de la psicología y aquellos del desarrollo territorial (entre el complejo de Edipo y los sistemas georreferenciados) se fueron disipando hasta finalmente dialogar entre sí –de manera balbuceante al inicio, es verdad–, con el empeño puesto en la conexión. Debí aprender a hablar otro idioma. Todos los días ensayaba comprender las cosas de otra manera, verlas con otros cristales, descubrir otro paisaje detrás del paisaje visible. Como si fuera una actividad deportiva, sabía que ejercitar el pensamiento complejo requería entrenamiento exigente y sostenido. Y lo ensayaba donde pudiera –en mis relaciones de pareja y familia, en la clínica profesional, en la arena de lo político, en la convivencia social–.

Un buen día, alguien desde el Servicio Paz y Justicia (Serpaj) –fundado por Adolfo Pérez Esquivel, premio nobel de la paz– me solicita escribir un dossier sobre alguna personalidad destacada para sus clásicos Cuadernos de Educación y Derechos Humanos.

–Alguien que piense la educación de otra manera, algún autor que proponga una mirada integral: educación, derechos humanos y ética, de la mano –me pidieron.

–Edgar Morin –dije, de inmediato.

–¿Quién?

–Edgar Morin, un pensador francés –expliqué–. Les va a resultar interesante, ya verán.

***

Cuatro meses y 15 libros después, el dossier “Edgar Morin. La aventura intelectual (un viaje interminable)” era entregado en la redacción de Serpaj Uruguay para su inclusión en los Cuadernos de Educación y Derechos Humanos. Era noviembre de 1997, el verano del sur se acercaba, mi hija Lucía había cumplido 12 años, mi hijo Federico estaba a punto de cumplir los 14 y yo, a los 44 años, me sentí renaciendo en la adopción de un maestro que residía lejos, pero vivía conmigo.

El dossier fue muy bien recibido, resultó inspirador de debates y buenas mesas de trabajo. Desde una publicación histórica de Uruguay, Cuadernos de Marcha, solicitaron aval para publicarlo en sus páginas. El interés por el dossier crecía. Con ese estímulo, decidí compartir el trabajo con su inspirador. Busqué la dirección de Edgar Morin, rue St. Claude, París, y despaché una breve nota de presentación junto con un ejemplar del Cuaderno de Serpaj 32. Et voilà! Por supuesto, no esperaba recibir ninguna contestación y, en efecto, no la recibí. Sin embargo, estaba conforme de haber enviado el trabajo y la nota. Era un pequeño homenaje a quien, desde ya, me había regenerado la vida.

Poco tiempo más tarde, desde algún lado que hoy no recuerdo, alguien me llamó para invitarme a ser parte del comité organizador de la visita de Edgar Morin a Montevideo.

–¿Cómo? ¿Morin viene a Montevideo?

–Sí, señor, el profesor Morin dictará unas conferencias en Buenos Aires y luego vendrá a Montevideo invitado por la Universidad de la República. Llega en abril –me explicaron.

Colgué el teléfono mientras sentía acelerados latidos en el pecho: había nacido la expectativa cercana de conocerlo en persona.

Los preparativos para la visita fueron arduos. La Facultad de Derecho de la Universidad de la República, donde residía la Cátedra de Historia de las Ideas, a cargo del profesor Carlos Mato Fernández, era la encargada de liderar la organización y de recibir al huésped de honor. Si bien la visita era brevísima, las jornadas debían ser preparadas con precisión. El prestigio de la Universidad y de Uruguay debía demostrar la calidad de su educación y la capacidad de gestión frente al honorable visitante. La Embajada de Francia estaba orgullosa de la visita: uno de sus hijos dilectos, integrante de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial y referente del pensamiento contemporáneo, extendería la semilla de su reflexión en tierra uruguaya.

El 23 de abril de 1998 fue un día luminoso en Montevideo y el otoño pintaba todos los ocres en los árboles de la capital. El Paraninfo de la Universidad de la República recibía a un pensador que continuaba la tradición renacentista de los Pico della Mirandola o los Leonardo da Vinci. Y ese día, el Paraninfo desbordó de gente entusiasta –estudiantes, investigadores, profesores, periodistas, filósofos, artistas y poetas–.

Con Alejandra llegamos temprano a la Universidad. Como siempre, Montevideo lucía hermosa en abril. La avenida 18 de Julio, principal de la capital, se veía muy activa desde la escalinata de la Universidad de la República –edificio que es símbolo de la democracia del conocimiento en Uruguay–.

En el diseño del evento, en el que habíamos participado una veintena de académicos, me tocaba estar en el panel de la mañana, a la derecha del invitado especial, el mismísimo Edgar Morin. Ya ubicados en nuestras respectivas posiciones, con el amplio Paraninfo expectante, las cámaras bien dispuestas, sólo faltaba que el profesor Morin hiciera su aparición en la escena.

Para aprovechar esa única oportunidad de estar con mi adoptado maestro, le había llevado un libro que hacía poco tiempo había publicado con Unesco para celebrar el Año Internacional de la Tolerancia: Tolerancia y democracia cotidiana. En mi interior, estaba convencido de que esa sería una cortesía bien recibida por este amigo de la democracia y la condición humana. Con paciencia, pero a la vez inquieto por el momento que estaba a punto de vivir, me encontraba sentado en la butaca extrema del panel, y a mi izquierda estaba esa otra butaca, inmediata y vacía, que esperaba al personaje que todos habían venido a ver.

Pasados unos minutos de la hora de inicio, Edgar Morin, el renombrado pensador y resistente, desciende las escalinatas del Paraninfo mientras olas de aplausos bajan de las galerías y desbordan admiración en cada saludo. Con el paso firme y sonrisa franca, el profesor de casi 80 años atraviesa con entusiasmo el pasillo, en dirección al escenario. No hubo chance de saludarnos, no hubo momento para intercambiar de una butaca a la otra, las presentaciones se fueron volando, llevadas por un tiempo mágico en el que, durante un rato, me sentí olímpico.

Al finalizar, al desmontar y saludar, con mucha suavidad me dirigí al maestro que estaba a mi costado. Acercándole el libro que había llevado, le dije:

–Profesor, por favor, un presente para usted.

Con gestos de cortesía, recuerdo que tomó lentamente el libro en sus manos y revisó la tapa. Con alegre sorpresa, se vuelve a mí para preguntar con entusiasmo:

–¡Luis Carrizo! ¿Usted lo conoce? Esperaba verlo aquí hoy...

–Soy yo, profesor –le informé con una sonrisa–, es un placer conocerlo personalmente.

–Ah, ¡qué gusto! Gracias por su texto, lo recibí y me gustó mucho, me leyó muy bien.

Guardé estas palabras como si fueran un diploma. Mi temor de haber traicionado involuntariamente su pensamiento, aun de manera mínima, se disipó de inmediato y me sentí feliz.

Más tarde otras lecturas y otras obras fueron nutriendo el camino que se estaba haciendo al andar. Desde ese abril de 1998 hasta el momento de escribir estas líneas han sido innumerables los escenarios en que la fertilización cruzada del intercambio se proyecta con fuerza y con sentido.

***

Hoy día, un cuarto de siglo después, la vida con Edgar me ha regalado mucho más de lo que hubiera imaginado en aquella lectura del otoño de 1995. Me ha impulsado a regeneraciones y creaciones que no aseguran las derivas del porvenir, ni los colores del final. Así es el viaje, incierto y libre. Así es como elijo que sea.

Salud en tu centenario, hermano y maestro, gracias por adoptarme.

Montevideo, otoño del sur, 2021