La página de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación anuncia que “se prepara para el retorno a las aulas”. Hace un año, esa noticia era un sueño inalcanzable en un horizonte lejano. Ahora, sin embargo, percibo en mí misma, y en el entorno, un cierto sabor agridulce.

Recuerdo el aviso del estado de emergencia por pandemia el 13 de marzo de 2020, que me llegó como una de las peores cosas que podían pasarme durante un año lectivo. De pronto le di la verdadera dimensión a la posibilidad de encontrarnos en las aulas. Los cuchicheos entre estudiantes distraídos, las miradas, algunas cómplices, otras indiferentes, que podía interpretar minuto a minuto para monitorear la sintonía del público con el tema de clase, pasaron a ser sustituidos, en la plataforma virtual, por ventanitas desde donde me alcanzaban ojos de miradas esquivas, como si en lugar de prestar atención a mis palabras, estuvieran tratando de descifrar un misterio encerrado en los dispositivos tecnológicos. Los ruidos familiarmente molestos del tránsito que atravesaban las ventanas de los salones se transformaron en ladridos, tintineo de vajilla, diálogos hogareños, y el asomar de curiosas caritas infantiles, como si cada estudiante, como una tortuga o un caracol, hubiera llegado a clase cargando con su hogar. Jamás me había sentido tan sola al hablar ante tanta gente. Un chiste ya no se replicaba en el eco de risas, en parte por culpa de los micrófonos silenciados, y en parte por cierto delay que volvía inadecuados tantos gestos. Me sentía estúpida e indefensa. No me cabía en la cabeza que mi desamparo podría ceder el lugar a una habituación a las nuevas prácticas, y que un regreso a la “normalidad” podría significar la sensación de orfandad en tantas otras personas que tampoco lo sospechaban todavía. Pero para eso, necesitaba pasar el tiempo. Y llegar hasta hoy.

Los primeros cambios en la dirección hacia donde estamos ahora los percibí en mi propio uso de la plataforma EVA [Entorno Virtual de Aprendizaje], que hasta entonces yo había utilizado como un simple repositorio de materiales, y que me sorprendió convirtiéndose en la herramienta más importante durante aquel estado de excepción que poco a poco pasó a ser la “nueva normalidad”. Su capacidad para enviar mensajes, intercambiar en foros, y proponer ejercicios, fue mucho más que un sustituto de instancias en el aula, porque permitía seguimientos más integrales. Se podían recibir las opiniones y dudas de los estudiantes cada día y a cualquier hora. Incluso la asistencia, aunque no fuera obligatoria, se vio incrementada y se sostuvo a lo largo del semestre, contrariamente a lo que sucedía otros años. Dejó de ser un problema el vivir en el interior del país, haber perdido el ómnibus, que lloviera torrencialmente, tener gripe o que el cansancio de fin de cursos nos robara el resto de las energías. La clase estaba disponible en cualquier sitio, siempre y cuando se tuviera conexión a internet; ni siquiera era necesario estar decentemente vestido, porque apagando la cámara podía uno hacerse invisible.

Algo que no fue menor: nació una especie de intimidad entre quienes participaban de aquellas comunidades virtuales que seguían llamándose “clases”. Esa atención al detalle, a las dificultades particulares a las que se nos requería a los docentes estar atentos, abrió la puerta a la llegada de emails en las que se describían situaciones antes silenciadas, de privación de libertad, o de lo que antes habría sido una insuperable condición médica. Tuvimos el privilegio de dar clase a mamás mientras amamantaban, a gatos que se restregaban contra las cámaras, en jardines, habitaciones de diversas índoles, e incluso en el ómnibus. La realidad cotidiana del estudiante y del docente, siempre oculta e ignorada hasta ese momento, se volvió, a lo largo de tres semestres, algo corriente, natural, algo que dimos por sentado y que afloraba espontáneamente.

Ahora que lo pienso, la resistencia que está enfrentando la vuelta a la presencialidad era más que previsible. Pero para eso había que prestar atención a los microrrelatos de esas vidas que imperceptiblemente estaban siendo tocadas. Y la mayor parte de las veces no nos detenemos a preguntar o escuchar los relatos, y nos quedamos estancados en las verdades aprendidas de una vez por todas. “No nos adaptamos”. “No vemos la hora de volver a la normalidad”. Esta era la voz predominante, de quienes desde siempre habían estado en conexión estrecha con las aulas. Gente de Montevideo, o con disponibilidad horaria y económica para viajar largos trayectos, con un trabajo de tiempo moderado, con suficiente salud. Las otras voces nunca llegaban a las aulas. O llegaban, agradecidas, a cursar una o dos materias por año, las que no tuvieran asistencia obligatoria, y que además fueran lo suficientemente accesibles como para aprobar los parciales sin directa orientación docente. Las carreras, así, llevaban muchos años más de los esperados, o eran eventualmente abandonadas, marcando una nueva brecha de injusticia imperceptible. Una injusticia ignorada, que como todo lo que se mantiene en la ignorancia, no podía llevar a una revolución. Quizás nunca habríamos escuchado esas voces minoritarias si no hubiera sido por la pandemia. Fue la pandemia, a través de la virtualidad, lo que les dio el lugar que no habrían de otro modo soñado.

Gabriel fue mi estudiante en un curso de la Licenciatura en Educación en 2019. No lo llegué a conocer personalmente. El curso era de asistencia libre, y él me escribió diciéndome que vivía en Rocha y que, si bien planificaba seguir las lecturas asignadas y enviar los trabajos solicitados como exámenes parciales, no podría, por razones evidentes, venir a clase. Eso me recordó a una querida compañera de la Licenciatura en Filosofía en el año 1991. Graciela era maestra y vivía también en Rocha, y en clase nos contaba cómo las tres horas de aula para ella representaban en total nueve, con sus tres horas de viaje de ida y su regreso de madrugada. Yo era muy joven y no lograba empatizar. Ella sabía disimular tras su hermosa sonrisa y me decía que aprovechaba el viaje para estudiar y dormir, y que su nena se quedaba con la familia. A mí me parecía perfecto. No fue hasta años después, cuando fui madre, que la recordé y su sacrificio me pareció inaudito. Ahora me parecía cabal que Gabriel cursara solo las materias de asistencia libre. Pero a partir de 2020 lo comencé a ver frecuentemente, por las ventanitas del zoom, sobre todo en cursos de asistencia obligatoria. No faltaba nunca y tenía una participación muy activa. Me contó hace unas semanas que la virtualidad había potenciado tanto su tiempo, que ya estaba muy cerca de recibirse, algo que hace dos años no habría imaginado.

El estado de emergencia sanitaria va dejando lentamente paso a la añorada “normalidad”, y se entiende entonces que se rebelen quienes vislumbraron privilegios nunca antes experimentados. Es cuando salen a la luz, espontáneamente, esas historias que a nadie se le había ocurrido ir a buscar. Son relatos que ahora se hacen presentes con hashtags como #nosmovilizamosprnuestroderecho y #virtualidadypresncialidadesinclusion. Aparecen allí breves historias, contadas en grageas audiovisuales, de jefas de familia, personas con discapacidad, estudiantes del interior, personas privadas de libertad.

Como todo equilibrio perdido, será difícil restaurarlo, y será cuestión de llegar a delicados acuerdos. De cualquier manera, hay algo sencillo de anticipar: cada vez que la historia ha permitido imaginar y entrever el ejercicio de derechos, pocas veces, y por poco tiempo, ha vuelto atrás.