“No es un libro sobre la pandemia”, aclara su autora, más allá de que la situación vivida por el sistema educativo en los últimos dos años se cuela inevitablemente en cualquier reflexión reciente sobre la práctica docente. Enseñar distinto es un libro escrito por Melina Furman y editado por Siglo Veintiuno, publicado en octubre; debido a su éxito de ventas en las dos primeras ediciones, ya va por la tercera. ¿Cuánto tiempo hemos dedicado a estudiar y hasta enseñar temas que no terminamos de entender? ¿Cómo dar herramientas a los estudiantes para despertarles el deseo y la voluntad para seguir aprendiendo durante toda la vida? Estas son dos de las muchas preguntas que motivan la publicación, que propone “un recorrido sustancioso que abarca tanto los grandes desafíos como las situaciones del día a día de los educadores de todos los niveles”.

En su formación de grado, Furman es bióloga, y en maestría y doctorado se especializó en Educación en la Universidad de Columbia. Actualmente se desempeña como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y es profesora de la Universidad de San Andrés en Argentina. Esta semana estuvo en Uruguay para promocionar su último libro y conversó con la diaria sobre lo que le espera al sistema educativo a partir de este año.

Después de dos años con muchos cambios para la educación, ¿a qué nos vamos a enfrentar a partir de ahora, cuando el sistema educativo pretende recuperar la presencialidad de forma más continua?

A muchas cosas que la pandemia fue mostrando que eran necesarias, como el gran rol de la escuela como espacio que organiza, genera una rutina de trabajo, de poder concentrarse, de estar dispuestos para aprender. En el caso de Argentina, tuvimos confinamiento todo 2020, con las escuelas físicas cerradas. En 2021, cuando los chicos y chicas volvieron a clase, una de las cosas que más decían los docentes era que se notaba que los chicos no habían estado escolarizados, porque no se podían quedar quietos un rato, se sentían un poco en cautiverio en la escuela. Volver a construir el oficio de estudiante es clave y es uno de los desafíos de la vuelta a clases con presencialidad más plena. El otro, y es muy común en toda la región, es ir a buscar a todos los estudiantes que no vuelven. En Argentina, el número de los que no volvieron el año pasado fue grande. Es necesario pensar y seguir apuntalando estrategias para ir a recuperar a esos estudiantes que no vuelven a clases o lo hacen de manera intermitente, que en general coinciden con los sectores más vulnerados.

En el libro hablás de los “tesoros de la pandemia” como oportunidades que trajo la crisis sanitaria. ¿Cuáles son los más interesantes para aprovechar?

Traigo la metáfora de los tesoros para buscar algún aspecto positivo de la pandemia. Si mirás el fenómeno global no ha sido positivo, todo lo contrario, ha sido una catástrofe educativa, como dice la Unesco. Pero, al mismo tiempo, empezaron a aparecer algunas cosas interesantes desde el punto de vista de los métodos de enseñanza, del trabajo al interior de las escuelas. Lo más evidente son los docentes que empezaron a usar con más fluidez las tecnologías digitales, que era algo que ya estaba disponible desde hacía rato y que pocos habían tenido la necesidad imperiosa de usar. Al enseñar desde casa y a distancia hubo que ponerse a pensar en cómo llegar y seguir conectando con los alumnos, en cómo darle cierta vida al contenido. En muchos casos, implicó empezar a pensar ciertas maneras de evaluar que iban más allá de la prueba escrita tradicional, había que proponerles otro tipo de producciones a los chicos: una prueba en la que puedo copiar, a distancia ya no tiene sentido. Hubo que pensar cómo hacer otro tipo de trabajos, que en general son más interesantes, producciones más auténticas. Después, el gran cambio que llegó para quedarse es en educación superior, en la universidad, en el grado y sobre todo en los posgrados, con los alumnos más grandes, que empezaron a encontrar cierta versatilidad y beneficios de poder estudiar a distancia y combinar eso con la vida cotidiana, laboral, familiar. Lo que pasó ahí es interesante, porque también nos dimos cuenta de que la presencialidad era irreemplazable, incluso con los adultos, pero que en una de esas vale la pena pensar en formatos combinados, con lo mejor de los dos mundos. Poder verse y encontrarse, pero que también haya momentos de trabajo a distancia, que bien hecho produce aprendizajes sólidos. Eso lo están haciendo muchas universidades del mundo

¿Qué desafíos implica este escenario para la formación de educadores, cuando los planes están pensados en función de un formato de enseñanza más tradicional?

Va a haber que profundizar en la formación docente en todos los niveles educativos, en hacerse amigos de las tecnologías digitales, de maneras potentes para la enseñanza. Si yo cuelgo un PDF en una plataforma virtual no estoy enseñando de manera que convoque a los alumnos, pero sí puedo buscar multiplicidad de herramientas interesantes para que lo que les proponga tenga sentido y sea cautivante: en ciencias naturales, los profesores empiezan a usar sensores y simuladores a distancia; o la posibilidad de que los alumnos puedan debatir con otros; o filmarse contando lo que aprendieron. Por otro lado, [pensar] cómo se evalúa a distancia, más allá de la prueba escrita de elección múltiple o de respuestas declarativas reproductivas. Esto era un debate que se venía dando en educación desde hace décadas: cómo seguir formando a los docentes para la evaluación auténtica, que por un lado implica transparentar los criterios de lo que yo espero que los alumnos aprendan y cómo me lo van a poder mostrar. Transparentarlo desde el inicio con los alumnos, por medio de herramientas como una rúbrica o alguna lista de cotejo donde vos mostrás las cartas: esto es lo que espero que puedas hacer en términos de desempeños para poder aprobar este curso. Y después pensar cuál es la mejor manera de que demuestren eso que aprendieron. Eso depende de las condiciones de trabajo de cada universidad, de cada carrera y de cada docente. Algunas universidades fueron más por el lado de buscar maneras de que los alumnos no se copien, aleatorizar las preguntas, poner software de vigilancia, y otros docentes fueron más por el lado de que los alumnos hagan producciones más ricas: monografías, ensayos, producciones que no eran solamente responder preguntas o hacer ejercicios.

En el libro hablás de “hacerle el yudo a la evaluación” para “usar la fuerza del oponente”. ¿A qué hacés referencia con esa metáfora?

A veces, si uno le pregunta a la gente egresada de las escuelas y a los alumnos de hoy, la evaluación es el cuco, el hombre de la bolsa que nos da miedo y todavía los adultos tenemos pesadillas con alguna materia que no aprobamos o alguna prueba sorpresa. La idea de “hacerle yudo a la evaluación” es, justamente, pensarla desde el lugar opuesto, no como algo que nos da temor, sino como una aliada del aprendizaje. Cuando yo aprendo, parte de afianzar lo que aprendí es poder contárselo a otro, poder armar una metáfora con el tema, resolver un problema, poder crear algo que muestre que ese aprendizaje está ahí; en ese proceso de mostrar consolido lo aprendido. Si uno mira las investigaciones en ciencias cognitivas, evocar lo que aprendí, poder contarlo, hacer un mapa conceptual que lo relacione con lo que sabía de antes, escribir en qué lo relaciono con mi vida cotidiana, poder ver que hay preguntas que antes no me hacía; todo eso, que son consignas de evaluación más auténticas, no sólo ayuda a evaluar sino que ayuda a aprender, que ese conocimiento no pase de largo sino que se afiance.

Si la exposición de los niños a las pantallas era un tema que preocupaba antes de la pandemia, hay estudios que marcan que desde 2020 se incrementó mucho más. ¿Qué se puede esperar con la vuelta a la rutina de antes?

En un punto, la escuela es un lugar en 2D, donde el desafío es hacer que lo que suceda sea más lúdico, más interesante, que pongamos el cuerpo, que discutamos. La competencia exterior es muy desleal: las pantallas, los videojuegos, las redes sociales. Son literalmente adictivos, a los adultos nos pasa lo mismo, tenemos la dificultad de desconectar y mucha intensidad de estímulo. La escuela y cualquier otra actividad desconectada compiten ante un adversario que tiene las de ganar. Por lo tanto, es aún más importante que lo que pasa en la escuela valga la pena. Parte del trabajo de los maestros en esta vuelta a clases tiene que ver con poder bajar, conectar con lo que está pasando y con los otros. En la presencialidad dábamos por sentado que la escuela era un espacio de encuentro, de convivencia y de aprender a vivir con otros; cuando no lo tuvimos vino el sacudón: miren todo lo que pasaba cuando esto no estaba, un montón de problemas de salud mental de chicos, adolescentes deprimidos, niños ansiosos, inquietos. Todo eso es lo que hay que ir recuperando despacito, la posibilidad de estar de vuelta en eje.

En uno de tus libros anteriores abordaste la educación en relación a las familias y venimos de un período en el que la educación se dio durante mucho tiempo en los hogares. ¿Cómo evaluás ese vínculo durante la pandemia?

Creo que lo que pasó fue súper heterogéneo, hubo familias que la pasaron bien, que pudieron acompañar a sus hijos y conocer más la escuela. Poder conocerlos como aprendices en la escuela, que es distinto a lo que sucede en casa, generó oportunidades de conversaciones súper lindas. Una madre me contó que con la hija leyeron cuentos de lobos que le habían dado en la escuela y la niña le dijo que quería saber cómo eran los lobos en la realidad, no en los cuentos. Y la mamá no sabía, se pusieron a buscar documentales sobre lobos y vieron si cuidaban a las crías, si vivían en manadas, si eran agresivos. La madre me contaba que terminaron hablando de la historia de [los personajes legendarios] Rómulo y Remo. Otra amiga me decía que se dio cuenta de que a su hija no le gustaban nada las matemáticas y le costaban un montón, pero no tenía idea. La hija ya era grande y se dio cuenta de que había que apuntalarla ahí, que era una bola de nieve que se empezaba a hacer más grande. Eso fue súper interesante, pero al mismo tiempo un montón de familias la pasaron horrible. Las familias que trataron de enseñar sin saber cómo, a veces los chicos no querían y había dramas familiares. Algunas familias le encontraban la vuelta y, por ejemplo, el abuelo por Whatsapp ayudaba a la nieta con matemática, porque si no, era una batalla campal con la madre y el padre, a quienes no les gustaba.

Lo otro, más relevante y sistémico, es que esto dependió de las condiciones de origen de los hogares. No sólo por si tenían o no conectividad, que fue lo más sustantivo, muchas familias con suerte tenían un celular compartido entre varios hijos y con datos, no con conexión rápida, pagando por cada tarjeta prepaga y decidiendo si lo hacían para la conexión con la escuela o para otras cosas vitales. Además, chicos y chicas que no siempre tenían un lugar tranquilo para estudiar en la casa o que tenían que hacerse cargo de cuidados de los hermanos o de otras personas, o simplemente que no tenían a quién preguntar. Claramente, la desigualdad de origen que ya teníamos se amplificó con esto de estudiar en casa.

Siempre se dice que la profesión docente tiene altos niveles de burn out. ¿Considerás que la salud mental de los educadores tuvo el lugar que ameritó durante la pandemia?

Claramente no. Han sido dos años tremendos para los docentes, para los directivos, que han tenido una carga sobre sus espaldas. Tuvieron que adecuarse a los protocolos, tratar de que todos estuvieran bien, ver que nadie se quedara afuera, contener a sus docentes. Algo positivo, volviendo a los tesoros, es que hubo más trabajo en equipo que nunca y mucho acompañamiento de los colegas en muchas de las instituciones educativas. Eso ayudó a sostener un poco el equilibrio, pero al mismo tiempo fue una picadora de carne.

Durante la pandemia la información científica y médica circuló en grandes cantidades. ¿Qué desafíos tiene el sistema educativo para inculcar el pensamiento científico y crítico?

La pandemia mostró lo necesario que es el pensamiento crítico y científico. Por ejemplo, para entender si con la lluvia de información lo que leemos es confiable, tiene evidencias y poder tomar buenas decisiones. El tema de las vacunas o de las medidas sanitarias fue clave, sobre todo cuando circulaba tanta información falsa, había movimientos que decían que las vacunas no servían. Parte del desafío de ser un ciudadano y tomar decisiones cotidianas en el marco de la pandemia implicaba poder discernir en base a información. Poder formar un pensamiento independiente pero riguroso es algo que la escuela también tiene como objeto, en las materias de ciencias naturales y en todas las demás. Tenemos desafíos, porque esto hay que ponerlo en la agenda de las instituciones educativas, hay que seguir formando a los maestros para que la enseñanza de las ciencias naturales y exactas no sea un cúmulo de conocimiento acabado que te lo cuento y me lo creés porque te lo dije yo, sino justamente para contar el proceso de cómo se sabe lo que se sabe.

¿Cómo sabemos que las vacunas funcionan? Ahí hay estrategias súper lindas y fáciles de implementar, como apelar a la historia de la ciencia: contar cómo se le ocurrió la primera vacuna a Edward Jenner, el médico inglés que vio que las mujeres que ordeñaban las vacas y se agarraban viruelas de las vacas nunca se agarraban la viruela humana, que era mortal. Con eso se le ocurrió que podía sacar un material de esas ordeñadoras, se lo puso a un niño chiquito y ese niño no se enfermó de viruela. A veces entender esa trastienda de los conocimientos científicos es la llave para darnos cuenta de cómo es este pensamiento basado en datos, en evidencias. Una enseñanza de las ciencias que apela a verdades reveladas termina siendo contraproducente.

¿Qué medidas deben tomarse para romper con la brecha de género en el acceso a las disciplinas científicas y tecnológicas?

La elección de carreras científicas es muy baja en nuestros países tanto en niñas como en varones y hay que apuntalar en general a las carreras STEM [ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, según la sigla en inglés]. Es algo que nuestros jóvenes no están eligiendo independientemente del género. Hay que mejorar lo que sucede antes, que la enseñanza de las ciencias en la escuela secundaria sea apasionante es un camino. Y después sí, pensar en las brechas de género que sí se ven fuertes, sobre todo en carreras de las ciencias más duras: tecnología, informática, las ciencias físicas. Es clave empezar a hacer visibles buenos modelos de mujeres que son ingenieras, informáticas, físicas y que no necesariamente son bichos raros, que tienen una vida, que pudieron hacer una familia si quisieron, que es parte de los futuros posibles que una se puede imaginar cuando es mujer. Eso acerca un poco, humaniza lo que a veces pareciera un mundo de hombres, también porque estas carreras, sobre todo las tecnológicas, las informáticas, tienen buena salida laboral, permiten independencia económica y es importante que las chicas lo sepan.

En el libro también aparece una vieja discusión de la educación sobre el lugar que tiene que tener el contenido y el que deben ocupar las competencias o habilidades. ¿Cuál debería ser el vínculo entre ambos?

Está bien la palabra vínculo, porque realmente es una dicotomía que no ayuda. El aprendizaje profundo implica un montón de habilidades de pensamiento y de acción que no se pueden enseñar por separado del objeto de conocimiento. Pensar en enseñar habilidades descontextualizadas no funciona; yo no puedo enseñar a resolver problemas sin que sean sobre algo y sin conocer sobre algo. Tampoco funciona el contenido pelado, cuando el profesor explica el proceso de fotosíntesis y los chicos lo copian. El equilibrio viene por ahí, esto que otros y yo llamamos aprendizaje profundo es poder entrar en profundidad en cada uno de los temas de los diseños curriculares, no pasarlos por encima, sobrevolando, sino poder hacer algo con esas ideas y contenidos. Ese algo implica explorarlo, usarlo en relación con algún desafío de la vida real, conectarlo con otra cosa.

Un debate actual en Uruguay pasa por el mandato de la escuela secundaria para preparar a los jóvenes de cara a la universidad y el valor que en sí misma debería tener. ¿Es posible un equilibrio entre ambas?

Para nada creo que sean excluyentes, todo lo contrario. Para ir a la universidad un chico puede hacer montones de ejercicios de matemática, derivadas integrales, sacarse sobresaliente y después olvidarse al día siguiente y no entenderlos, eso tampoco termina de funcionar. Hay que preparar no sólo para la universidad sino también para el mundo del trabajo, para la ciudadanía, para la vida, pensando en cuáles son los requisitos de las universidades, que probablemente también hay que repensar y cambiar. Hay que pensar qué es lo que hace falta para la universidad y el mundo del trabajo, pero también que esa preparación tenga sentido. Buscar que puedan hacer la práctica que necesiten; por ahí necesitan resolver ciertos ejercicios para ir a carreras técnicas, matemáticas, ingenieriles, pero en ese trabajo previo hay que buscar la manera de que esos ejercicios o tareas tengan algún contexto. Si voy a estudiar funciones, ¿qué fenómenos de la vida real puedo representar con una función? ¿Cómo los puedo modelar con una función o qué son esas variables, esas letritas que aparecen, que las voy intercambiando medio de memoria sin entender qué es la “x” o el 2 que aparece arriba? Eso ayuda a que no pase de largo, que no quede como conocimiento inerte, como lo llamamos. Por ahí me sirve para entrar a la facultad, pero tampoco me está preparando bien para la universidad.