Se viven horas de gran incertidumbre en la educación. Desde hace varias semanas, a impulso de estudiantes y docentes, se han desarrollado e intensificado las protestas en torno al nuevo diseño curricular en formación en educación.
Alguna de las preguntas que los propios docentes nos estamos haciendo en formación docente refieren a pensar cómo respondemos desde el aula a esta realidad: ¿Nos convoca?, ¿tenemos algo que ver?, ¿debemos llevarlo al aula con los estudiantes? En definitiva: ¿cómo construimos una ciudadanía democrática?
Reafirmo la idea de que, junto a colegas y estudiantes, el conflicto en la educación nos brinda la oportunidad de abordar diferentes aristas de estos acontecimientos de la realidad educativa y social, de gran relevancia política y pedagógica.
En efecto, en parte de la opinión pública se ha cuestionado si las movilizaciones de estudiantes y docentes organizados violan la laicidad o vulneran el derecho a la educación. La ciudadanía no tiene por qué conocer al detalle estos temas, pero los educadores podemos brindar otras respuestas, diferentes a las que aparecen en los medios de comunicación. Sólo dando lugar al debate democrático podremos avanzar hacia un tratamiento de la temática que supere la sensación de que algunos son buenos y otros malos, de que algunas opiniones son válidas y otras no, de que algunos están defendiendo los derechos humanos y otros no. En formación docente, estas deberían ser razones más que suficientes para detenerse a reflexionar juntos en el aula.
Para poder dar marco a la discusión seria y fundamentada, debemos apoyarnos en las leyes educativas que nos respaldan y habilitan a hacerlo. En este sentido, podemos recurrir a la Ley General de Educación vigente, en la que se consagra la educación como un derecho humano fundamental y se asegura la libertad de enseñanza y de cátedra, se señala que la participación de todos y todas es un principio fundamental, y se establece que la política educativa debe fomentar la democracia y la construcción de ciudadanía.
Pero, claro está, no es suficiente que los principios estén consagrados en la ley. En efecto, una sociedad no es democrática sólo porque lo establecen sus leyes, sino porque hace realidad la democracia con acciones que tiendan a fomentarla y potenciarla. La educación no puede establecer de una vez y para siempre cuál es el valor que tienen sus principios, estos cobran sentido sólo si se verifican en actos. Una educación democrática es aquella que se asienta sobre una práctica democrática que fomente la reflexión crítica de sus ciudadanos sobre los más diversos temas que la convoquen.
Existen razones más que suficientes para abordar estos temas en el aula entre adultos, ya sea que la clase sea de ciencias sociales y humanas como de biología o matemática. En cualquier caso, el educador está asumiendo su rol, se está hablando de educación y el estudiante tiene adelante a un referente fundamental en la construcción de ciudadanía.
Hay temáticas más concretas que también se pueden abordar, como las vinculadas a las razones sociales de la intolerancia, el odio y la violencia. Romper los vidrios de una camioneta, insultar o deslegitimar el discurso de alguien son formas de violencia. Seguir un pensamiento crítico no habilita estas prácticas. No obstante, si la ciudadanía se queda con este hecho aislado sin contexto, este puede generar confusión.
Por un lado, podríamos problematizar lo sucedido y preguntarnos si el marco particular en el cual se dio la actividad que origina la rotura del vidrio de la camioneta institucional era el adecuado para hacer la reunión, dónde se dio, con qué garantías de seguridad y cuidado de todos. A qué hora, si el escenario contaba con la capacidad locativa necesaria, si había mínimas condiciones para desarrollar la tarea, podríamos reflexionar sobre lo oportuno de la instancia partiendo de la base de que asumir estas iniciativas requiere efectuar una tarea de prospección acorde al rol que se ocupa. Por otro lado, para ser ecuánimes, señalar que el reclamo llevado adelante por estudiantes y docentes se viene dando en absoluta tranquilidad y con muestras de republicanismo, al punto de que en diversas partes del país se han dado decenas de desocupaciones sin que ocurriera nada que lamentar.
Sin embargo, de una parte se leen y escuchan discursos oficiales que reiteran que los canales de participación y diálogo sobre la reforma propuesta siempre estuvieron abiertos, y de otra, los gremios y sindicatos denuncian un alarmante ausentismo de participación real. De esta forma, se plantea un escenario dicotómico que puede generar y potenciar que se asuman posturas de apoyo o rechazo irreflexivas. En ese sentido, es importante pensar qué lugar les damos a los otros en el debate, cuáles son y cómo se construyen los espacios de diálogo y participación, y qué lugar ocupa cada uno de los actores involucrados en una institución educativa.
Es conocida la voz de las autoridades educativas, pero no lo es tanto la denuncia de docentes y estudiantes organizados respecto del cierre de espacios de participación y diálogo desde mucho antes de que recrudecieron las medidas de lucha. Cuando estamos ante un conflicto de esta magnitud, es necesario pensar en colectivo cuáles son los canales formales de participación de todos, si los reconocemos, si entendemos su pertinencia, cuándo funcionan, si son necesarios y suficientes, qué mecanismos activan la participación en pie de igualdad y cuáles la reprimen en un escenario educativo piramidal y jerárquico como es el sistema educativo.
Esto amerita reflexionar sobre la laicidad y el lugar que verdaderamente le damos al otro en la construcción colectiva. Es necesario plantear qué lugar ocupan los que piensan distinto, si todos nos sentimos reconocidos en derechos o si esto es sólo parte de un discurso que no se sostiene en la práctica. Precisamente, una práctica que reconoce la laicidad es aquella en la que prima el respeto, aún en la discrepancia, y debe tenerse presente que respetar es mucho más que tolerar: es querer que el otro asuma su lugar en plenitud. En la educación esto se relaciona ni más ni menos que con la constitución de una autonomía, y en un espacio en el que otro asume su autonomía se crece aún en la discrepancia y a partir de la diferencia. Insistir en posiciones en las que una sola parte tiene razón dinamita el sentido de la laicidad en educación.
El conflicto es una oportunidad para afrontar con colegas y estudiantes otras temáticas; es posible llevar al aula la reflexión sobre el sentido común, recordar que este es una construcción social, que lo social muchas veces es naturalizado y perdemos de vista que es construido, entre otros, por los sistemas educativos, las familias y los medios de comunicación. En ese sentido, no hay que desestimar que algunos estudiantes planteen que descreen de lo que se dice por quién lo dice o por lo que representa -por ejemplo, un gremio- y, por el contrario, que la autoridad de quienes sostienen una posición les da la certeza de que es cierta -por ejemplo, una autoridad educativa-.
Instalar la reflexión sobre la construcción del sentido común es muy relevante, ya que sirve para señalar que muchas veces nos movilizamos por las representaciones sociales que tenemos de las cosas y que en estos asuntos las dinámicas de poder ejercen su presión e inclinan la balanza cuando se tienen los mecanismos para hacerlo. Es posible hablar, entonces, de una violencia simbólica y de la construcción de un discurso que puede ocultar determinadas aristas en un mismo asunto. Por ejemplo, hay que habilitar el debate sobre si se viola la laicidad o el derecho a la educación al realizar una ocupación en una institución educativa, pero también es posible preguntarse si enseñar es sólo “dar clases”, si eso es lo único que constituye ser docente, qué tareas implica el rol, y si el docente que asume una medida de lucha no está enseñando.
Es necesario establecer que se puede caer en una falacia al pensar que si no “damos clases” no estamos enseñando. Quienes sostienen esa posición están dejando oculta bajo una estela de neutralidad la idea que tienen de la educación, del sujeto de la educación y sin problematizar que se está asumiendo un paradigma político y pedagógico, un modelo educativo concreto y que hay otras formas posibles de posicionarse y de entender el tema.
Dar lugar al planteamiento de estos temas desde posiciones dicotómicas e irreconciliables entre los diversos actores de la comunidad educativa es ejercer violencia y es peor cuando aparece camuflada en un discurso sustentado en una autoridad y racionalidad supuestamente inobjetables.
Por último, que en el marco de una movilización estudiantil o docente se asuman posiciones que se vean como críticas no permite concluir que la docencia está en crisis o que los colectivos de estudiantes o de docentes no tengan su cuota de razón en los planteos. Por el contrario, tal vez las movilizaciones sean un signo de salud de la educación pública. Por todo esto, en formación docente no sólo es pertinente sino que existe la imperiosa necesidad de llevar al aula el debate sobre el actual conflicto en la educación. Es de las decisiones político-pedagógicas más importantes, pues, de ese modo, los docentes estamos siendo garantes de la democracia.
Rodrigo Aguilar es profesor en el Consejo de Formación en Educación.