Uruguay es un país envejecido que no cuida bien a sus infancias y adolescencias. Si bien desde hace décadas el Estado ha adherido a acuerdos internacionales como la Convención de los Derechos del Niño y a la interna se sancionó un Código de la Niñez y la Adolescencia (CNA), muchas veces esos avances quedan en lo discursivo y no se visualizan en la vida cotidiana. Así lo entiende Luis Pedernera, el uruguayo integrante del Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, que habló con la diaria sobre cómo empezar a revertir este escenario desde instituciones que tienen una mirada adultocéntrica de larga data.

El especialista se mostró “preocupado” por la forma en que las autoridades de gobierno –especialmente de educación y de la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDDHH)– procesaron las ocupaciones estudiantiles el año pasado y el pedido de intervención de teléfonos de estudiantes del Liceo 41 de Montevideo por parte de un integrante de la custodia presidencial difundido hace pocas semanas.

¿Cómo has visto la respuesta del Estado y sus autoridades ante distintos reclamos estudiantiles que se han dado en los últimos meses?

Con un poco de preocupación. En setiembre, cuando yo publiqué un tuit cuestionando la respuesta, lo hice también intentando dar una señal de protección. Lo que trata de instalar el discurso de la Convención [de Derechos del Niño] es que los niños, las niñas y los adolescentes son iguales en derechos y dignidad, pero tienen una condición particular y es que se encuentran en desarrollo. Por eso requieren de un plus de protección de las agencias estatales, de la familia y de la sociedad. Yo veo a los chiquilines muy en el descampado en términos de protección; mi idea en aquel momento fue decir: a mí me parece muy interesante lo que están haciendo en el ejercicio de su derecho a la libertad de asociación y expresión, y no me parecen buenos los ataques de las autoridades en términos de ejercicio de poder.

Y lo que sigo observando es más o menos lo mismo. La Convención va a cumplir 33 años y dejó instalada la cuestión discursiva, la retórica de los derechos. Pero entre lo discursivo y lo que ocurre en la realidad hay un trayecto que todavía los adultos y las instituciones no hemos sabido transitar. Esto en Uruguay es particularmente relevante, porque somos un país envejecido, los niños son pocos y no los cuidamos bien. Son el porcentaje más pobre de la población y son los más criminalizados. Si vamos 20 años hacia atrás eso ha sido un continuo.

En noviembre tuve una intervención en la INDDHH y expresé públicamente que veía con preocupación las declaraciones del presidente de la institución [en un programa televisivo], que dijo que las ocupaciones eran ilegales. Entendiendo que la INDDHH es el lugar para proteger en las relaciones de poder a los más débiles, los adolescentes se quedaban sin protección con esa declaración. La INDDHH tiene que proteger en las relaciones y en el ejercicio de poder a quienes están ejerciendo un derecho de manera pacífica, tal como lo proclama la Convención y como lo indica el CNA. Ahí lo que me preocupa es la falta de cobertura institucional, hay que leer los primeros artículos del CNA para ver cómo mandata al Estado a ese plus de protección. Cuando los estudiantes estaban ejerciendo su derecho de asociación de manera pacífica, la amenaza que recibieron fue criminalizarlos, mandarlos a tareas comunitarias. Eso es un disparate, porque no estaban cometiendo ningún acto descrito por el CNA como una conducta ilícita, era el ejercicio de un derecho civil y político.

Las autoridades oponen esas protestas al normal desarrollo de las clases e incluso al derecho a la educación de sus compañeros. ¿Cómo debería abordarse ese tipo de conflictos?

No se deberían poner en falso antagonismo derechos que tienen el mismo rango, y la pregunta debería ser: ¿cómo hacen las autoridades para garantizar el derecho a la educación y el ejercicio a la protesta pacífica que tienen las personas menores de 18 años? Cuando ponemos en falso antagonismo, los adultos somos los que sacamos ganancias. Lo que más me llama la atención y me preocupa es que tenemos derechos proclamados en el CNA y la Convención que necesitan el acompañamiento de las instituciones y de los adultos para que se puedan ejercer de la mejor manera. Son el componente central de la construcción de ciudadanía y de democracia. Si uno piensa que la ciudadanía aparece mágicamente a los 18 años, está equivocado. La ciudadanía es un proceso de construcción permanente desde los primeros años. Me preocupa la debilidad de los mecanismos para hacer conocer a los adolescentes los derechos que les asisten, pero también para hacerlos conocer los medios para poder reclamarlos, exigirlos. Es decir, el acceso a la justicia. Lo que veo son instituciones que no mueven un pelo por los menores de 18 años.

Los adolescentes están en soledad. En algún tiempo decía que la vida de los niños es un péndulo que va entre pobreza y criminalización, y eso es en los últimos 30 años. Sobre ellos se construye toda una idea de peligro: el adolescente es peligroso. Estas cuestiones operan en la misma sintonía. ¿Se organizan, reclaman sus derechos? [La respuesta es] trabajo comunitario.

Hace semanas trascendió que integrantes de la custodia presidencial compartieron información y números telefónicos de estudiantes del Liceo 41. ¿Qué reflexión te genera?

Me da la misma sensación. Los adolescentes, y en este caso he visto que las familias han salido atrás, también en un descampado institucional. Lo que ha ocurrido con esos adolescentes o lo que se sabe que pudo haber ocurrido es una violación del artículo 11 del CNA, que dice clarito lo que dice la Constitución: que ningún niño va a ser objeto de injerencias arbitrarias en su vida y eso está reforzado por la Convención de los Derechos del Niño, en su artículo 16, que dice que los niños no pueden ser objeto de injerencias arbitrarias y que van a gozar de la protección de la ley. Lo que sí me preocupa es que, haya ocurrido esto o no, las instituciones lo dejemos pasar pasivamente como si –en caso de que se comprobara– no fuera una afrenta a los derechos de niños, niñas y adolescentes. La retórica está muy bien, pero se tiene que afirmar con mecanismos de protección de los derechos que traten primero de esclarecer si esto fue así o no y, en su caso, establecer la salvaguarda para que no ocurra. Es una violación de la Constitución, del CNA y de la Convención de los Derechos del Niño. Tenemos que dar una señal clara como sociedad y que el sistema institucional reaccione de manera fuerte para proteger esos derechos. Eso es lo que yo no veo.

Como se escucha en esos audios, muchas veces se dice que cuando los adolescentes reclaman en realidad son influenciados por adultos, ¿cómo se sale de ese discurso?

Esos son argumentos que contribuyen a anular al niño o al adolescente como sujeto, y nos retrotrae a momentos pre Convención: el niño no sabe, no puede, no es. El niño es y está en un proceso de construcción. La responsabilidad en la búsqueda de ideas políticas, religiosas, es del mundo adulto y de la institucionalidad, para que eso se haga de la mejor forma posible. Estos argumentos para lo único que sirven es para descalificar al niño como sujeto y anularlo, y se basa en que nosotros somos sus salvadores. Uruguay tiene que dar un paso más hacia desarrollar una institucionalidad que sea promotora y protectora de los derechos del niño. No podemos anular la capacidad creativa e innovadora de la lucha del movimiento estudiantil.

En el mundo los niños nos están mostrando que, por ejemplo, han sido ellos los que han puesto la lucha medioambiental en la agenda. Cuando se los descalificó, el Comité [de Derechos del Niño] ha salido enérgicamente. Por ejemplo, en Australia se les dijo que no salgan a las calles, porque deberían estar estudiando. El Comité le dijo al Estado australiano que esas formas de descalificar la protesta estudiantil no son buenas para la construcción de la democracia, pero tampoco para la afirmación del niño como sujeto de derecho. Pensemos términos propositivos y positivos en lo que el movimiento estudiantil, los adolescentes, brindan a la causa de los derechos humanos, de los derechos del niño, y cómo enriquecen los procesos sociales. Uruguay tiene que empezar a pensar así y no cargar todo lo negativo sobre las personas menores de 18 años.

En este contexto, en Uruguay se está procesando una reforma educativa, ¿qué aspectos debería tener en cuenta para trascender esa visión?

Después de la familia, en la escuela es donde transita el mayor tiempo de la vida de los niños y los adolescentes. Cualquier proceso que se precie de democrático tiene que consultar a los niños y que su opinión sea tomada debidamente en cuenta: artículo 12 de la Convención y artículo 9 del CNA, que habla de derecho a la participación. Para eso hay que remover las culturas institucionales que son muy adultas. Obviamente, si ponemos a los chiquilines a participar en las formas adultas, los ponemos en una picadora de carne. El proceso de participación requiere de adaptación y somos los adultos los que tenemos que adaptarnos para que la voz de las personas menores de 18 años, que es una voz nueva o que no está contaminada por la experiencia adulta, se pueda poner sobre la mesa. Para eso se necesitan estructuras que sepan recoger a través de otras dinámicas la perspectiva de los adolescentes, de los niños. Pero la forma en que eso se transmite es el lenguaje adulto, que es muy protocolar, encorsetado, y los niños no necesariamente hablan como los adultos. Para que lo genuino de la infancia opere, los adultos tenemos que empezar a sacarnos ciertos lastres para hacer que en los procesos sociales convivan y se tensionen las perspectivas adultas y las de los que hasta ahora se llaman beneficiarios, pero son sujetos de la educación.

Lo otro es el lugar de las familias. A mí me parecía interesante la Ley General de Educación de la pasada administración, porque establecía una estructura para que estén estas voces, que generalmente no están en el escenario educativo y que no son voces expertas. La escuela es un espacio que tiene que trascender más allá, y la familia y los niños tienen que tener un lugar privilegiado.

¿Cómo responde el Estado uruguayo con la convivencia de varias instituciones que se encargan de los derechos de los niños? ¿Existe una mirada integral sobre las infancias y las adolescencias?

Creo que hay algunas experiencias interesantes, el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay ha creado un consejo asesor consultivo de niños, que de alguna forma moviliza. Creo que hay que avanzar en esa línea, pero la educación es un sector en el que todavía este discurso cuesta, porque lo primero que opera es la descalificación de los movimientos. ¿Cómo hacemos que los adolescentes participen, cómo reconocemos su voz y la diferencia de sus planteos, que no tienen por qué ser adultos? Todavía en Uruguay se hace mucha gimnasia de participación, con pocos efectos en la realidad. La participación debería habilitar que una voz hasta ahora desaparecida del escenario social empiece a estar presente, y para eso las instituciones y los adultos tenemos que hacer un esfuerzo. Esto no se hace del aire, requiere recursos, formación. No basta que los niños se sienten un día en la Junta Departamental o en el Parlamento, hay que hacer de ese ejercicio de democracia una cuestión de la vida cotidiana. Si no, no tiene sentido, no es más que algo simbólico que no impacta en la vida de los niños.

Otro tema en la agenda es la construcción de género de niños y niñas. Algunos actores de la coalición de gobierno cada vez que tienen oportunidad piden que ese ámbito sea sólo competencia de las familias. ¿Cómo abordar el tema desde el punto de vista de los derechos del niño?

Estas cuestiones las estamos debatiendo mucho dentro del Comité, que tiene algunos estándares claros, por ejemplo, en temas de interrupción voluntaria del embarazo y educación sexual. El Comité lo dice con opinión de las adolescentes. Pero cuando uno mira estos procesos en términos de antagonismo entre derechos de los padres y de los niños, estamos yendo por mal camino. El proceso de crecimiento de un niño requiere de una familia que lo acompañe y de un Estado presente, que sepa orientar y apoyar en ese crecimiento, para que cuando el niño tome decisiones, en este caso, sobre su orientación sexual, sea con la mejor información. Hay un concepto que se construyó a partir de la Convención, que es el de autonomía progresiva: en el proceso de crecimiento los niños van tomando decisiones hasta que llega un momento en que despliegan eso, cuando cumplen la mayoría de edad. Los adultos tenemos una tarea que cumplir, que se tiene que hacer con información de calidad, adaptada tanto para los niños, las niñas y los y las adolescentes, como para la familia.

Hace algunos meses dijiste que el CNA de Uruguay estaba un poco deshilachado, ¿a qué te referís con esa idea?

En 2004, cuando se aprobó el Código, éramos muy poquitos en el Parlamento. El Legislativo presentó el proyecto tal como había quedado en 1999, cuando había fracasado, como una señal para avanzar. Los puntos de tensión en aquel momento eran la edad de responsabilidad penal, que en el proyecto de 1999 eran 14 años y en el de 2004 bajó a 13. En su momento, con algunos compañeros escribimos un artículo en el que decíamos que no era el código que nosotros queríamos, pero 70 años después del código de 1934 era algo mejor y apostábamos a que, con lecturas pro derechos del niño, los aspectos deficientes se vieran superados. Lo que ha ocurrido desde 2004 hasta acá ha sido todo lo contrario, las pocas cosas buenas que tenía, por ejemplo, en el terreno de la justicia penal adolescente, se han esfumado. La ley de urgente consideración (LUC) ha sido el desplome final de un sistema que podría apreciarse como garantista. Generó un proceso de aumento de penas, creación de nuevos delitos y la instalación del proceso abreviado, que es una forma adulta que no tiene nada que ver en el proceso adolescente. El colmo ha sido que el aumento de penas de la LUC se produce en un escenario donde toda la evidencia indicaba que no era necesario.

El argentino Eduardo Bustelo dice que de los derechos de los niños seguimos hablando los adultos, sin que ellos nos hayan colocado en el lugar de representarlos. Lo primero que tenemos que hacer los adultos y las instituciones es reconocer que estamos acá, pero en un lugar para el que no nos han designado los niños y las niñas, sino que lo hemos tomado. Eso también forma parte de un proceso de reconocimiento de que a veces con las mejores intenciones tomamos decisiones que no son las más oportunas o las más adecuadas para ellos.

En todo el mundo la pandemia ha dejado algunos nudos críticos, tanto en materia de salud mental como de pobreza. ¿Qué rol deben asumir los Estados, en particular el uruguayo, para atender estos desafíos?

La pandemia dejó el aprendizaje de que para responder a eventos como estos se necesita evidencia, planificación y recursos, tres cosas que generalmente están ausentes en el terreno de la infancia. A nivel global, la pandemia tuvo tres características: una perspectiva sanitarista por sobre cualquier otra cosa, una perspectiva de seguridad y una perspectiva adultocéntrica. Los niños se encuentran en desarrollo y se han visto afectados. Es con el otro y en el espacio compartido en donde ponen al máximo su potencial. Lo que hicimos fue constreñirlo y faltó la mirada de la psicología, de la pedagogía, de la recreación, de la sociología, para ampliar la perspectiva de respuestas.

Los desafíos a nivel global son grandes. Si bien los niños no fueron los más afectados por la pandemia, han sido quienes terminaron más afectados por las decisiones que se tomaron para atenderla. Han salido más débiles en términos físicos y emocionales. Al inicio percibimos un impacto en términos de salud mental en los adolescentes. Ahora se está viendo que ese impacto se está trasladando a los niños más pequeños. La Convención dice que la familia es el lugar natural para el crecimiento de los niños y debe ser apoyada para que pueda cumplir esa función en la sociedad. En pandemia cerramos todo, encerramos a las familias y no les dimos herramientas para llevar una convivencia intensa de 24 horas y ha pasado lo que ha pasado: se dispararon los datos de maltrato infantil, se han vuelto situaciones inmanejables dentro del hogar, la exposición a los riesgos del delito cibernético al que están expuestos los niños y las niñas se ha disparado en todo el mundo.

Uno de los desafíos es cómo en estos procesos el Estado cumple la función de apoyar a la familia para que pueda cumplir ese rol en la sociedad. Siempre me acuerdo de un pedagogo brasileño que decía: no hay niño abandonado sin familia abandonada. Esa premisa prácticamente se cumple a rajatabla, porque la Convención construyó un concepto que es muy rico y es el de la corresponsabilidad social. De los derechos del niño somos corresponsables el Estado, la familia y la comunidad. Esas tres responsabilidades van juntas de la mano y es a partir de eso que se tiene que construir la política pública, sino vamos a seguir fallando.