No planifiqué este relato; simplemente fue algo que me sucedió en el mes de la mujer, como esas sincronicidades oportunas que nos sorprenden y nos hacen preguntar si no serán cosas que pasan todo el tiempo hasta que una está preparada para notarlas. Jung me lo habría explicado gustoso, pero no es lo que me interesa ahora, sino lo que llegué a comprender a partir de esta anécdota. Fue algo que, creo, ya no me dejará andar por ahí con la misma tonta inocencia.
Pistas sobre dónde sucedió, exactamente cuándo, quiénes fueron los personajes de esta historia, no puedo dar, porque moriría de culpa e ignominia. Señalarles sería como señalarme a mí misma, en todas las ocasiones en que seguramente hice lo mismo, porque no estaba lista para percibirlo. Ocasiones en que fui, sin sospecharlo, cómplice de micromachismos.
No tengo idea de cuándo escuché el término “micromachismo” por primera vez, pero empecé a usarlo como quien se apropia de una palabra que siempre estuvo ahí, como “sociedad” o “dinero”, supuestamente transparente, sin necesidad de explicar nada. Sin embargo, no pude haberla escuchado antes de 2004, cuando el psicoterapeuta argentino Luis Bonino publicó el ampliamente difundido artículo “Los micromachismos” en la revista madrileña La Cibeles, dedicada a temas referidos a la mujer. Allí, Bonino definía el término como “actitudes de dominación suave o de bajísima intensidad […] hábiles artes de dominio, comportamientos sutiles o insidiosos, reiterativos y casi invisibles que los varones ejecutan permanentemente”.
Hace casi 20 años Bonino había acuñado la palabra, y la gente la ha usado como yo, como si siempre hubiera formado parte de nuestro vocabulario, pero lo cierto es que, informándome para escribir esta nota, acabo de descubrir que ocupa un lugar en el Diccionario de la Real Academia Española desde hace nada más que tres meses: no fue hasta diciembre 2022 que fue incorporada, con los siguientes significados: 1. m. Forma de machismo que se manifiesta en pequeños actos, gestos o expresiones habitualmente inconscientes. 2. m. Acto, gesto o expresión de micromachismo.
A pesar de que muchas veces no seamos conscientes ni nos importe qué palabras aparecen en ese diccionario, es de destacar la suma importancia de que una palabra sea reconocida oficialmente. Es como la identificación de una persona. Algo que no tiene nombre, bien puede considerarse que no existe. Lo mismo ocurría antes del surgimiento del término “feminicidio”, que comenzó a utilizarse tiempo atrás y fue finalmente incluido en el diccionario en 2014. Mi vecina y niñera murió, cuando yo tenía cinco años, a manos de su marido; fue lo que solía llamarse un “crimen de pasión”, que le daba un aire romántico a la atrocidad. Cuando supe, algunos años después, que mi niñera no había muerto de un ataque al corazón, como me habían mentido aquel día, mamá me lo explicó como “cosas que pasan”, lo que ya no tenía el halo melodramático, pero sí lo justificaba como algo que, sin saber cómo ni por qué, te podía tocar. Hoy día, las muertes de mujeres a manos de sus parejas, llámense como se les llame, son tomadas con una intolerancia jurídica y social que nos tiene a todo el mundo más atento. Y eso gracias a que tenemos las nociones de “feminicidio” y “violencia de género”.
Lo mismo, entiendo, ocurre con la palabra micromachismo. De hecho, la reciente incorporación de la palabra por la Real Academia tiene un sentido más amplio que el que el propio Bonino le había dado en su momento: no se menciona en el diccionario a los varones como actores primordiales de los micromachismos. Y eso es de una enorme ayuda, porque si creemos que los micromachismos sólo vienen de la mano de los hombres, poco podremos hacer las mujeres para cambiarlos. Y aquí, sí, después de tanto preámbulo, viene mi relato.
Se trataba de una reunión de discusión sobre temas de educación en un ámbito terciario, con una invitada y un invitado de fuera de la institución. Lideraba la reunión una muy querida colega, que aquí llamaré Rita, bastante mayor -de hecho, ya jubilada- que, en una charla informal durante un corte para el café, había confesado que ella era bastante ajena a los reclamos de los feminismos. Ya se le había pasado la época, reía, y dejaba esas cosas a las más jóvenes. El tema había surgido a partir de una anécdota del invitado, que sostenía ser corto de vista, y contaba que le habían increpado en un lugar público porque se había quedado mirando a una muchacha, y que él ni siquiera sabía que había estado mirando a alguien. Expresaba, además, su incredulidad ante los avances del feminismo que ya no permitían siquiera hacer contacto visual. Yo no lo conocía para nada, por lo que no podía manifestar mi posición ni a favor ni en contra de su presunta inocencia, pero lo cierto es que imaginarlo con la mirada perdida de miope, recibiendo insultos inesperados, me dio mucha risa.
Fue tal vez esa conversación la que me puso en sintonía con el tema. También, la proximidad del 8 de marzo pudo haber agudizado mis sentidos e interpretaciones.
La cosa fue que cuando Rita dio comienzo a la reunión, presentando a quienes nos acompañaban desde la otra institución, el resto de docentes sentados en ronda, unas diez mujeres y sólo dos hombres, concordamos con la idea de que fueran ella y él quienes abrieran el debate, en su calidad de huéspedes.
La mujer y el hombre se miraron por un instante, y tras un acuerdo implícito en un movimiento de manos y cejas, fue él quien comenzó a hablar, y en eso se robó 20 minutos de nuestro acotado encuentro.
Cuando se detuvo, Rita miró a la invitada para darle la palabra, pero una participante interrumpió:
-Antes de seguir, yo quisiera hacerle una pregunta.
Y él respondió durante 15 minutos más.
La invitada seguía la exposición de su compañero con mirada tímida y semisonrisa amedrentada. Puede que se preguntara si era apropiado intervenir aquí o allá. Un varón del público comenzó espontáneamente la formulación de un comentario que se internaba más profundamente en los argumentos del invitado, y en ese momento algo pequeño pero doloroso, como una lasca de vidrio roto, se revolvió en mi garganta y me escuché decir:
-Disculpen, pero por cuestión de orden, me gustaría que nuestra otra invitada hablara para después discutir en conjunto todos los temas.
Estuvieron de acuerdo y la invitada finalmente comenzó su presentación. En un tono de voz canturreado, que recordaba a un murmullo de palomas, nos contaba algunas de sus experiencias de aula.
Rita intervino inesperadamente:
-Perdón, eso es muy interesante, pero quienes estamos presentes tenemos de una manera u otra experiencia en aula, y nos interesaría más que nada que nos contaras sobre tu enfoque teórico. Porque ya nos va quedando poco tiempo.
La invitada asintió dócilmente ante la anfitriona de más edad, y desvió su discurso hacia un nuevo derrotero. Unas frases más tarde, una participante levantó la mano y le hizo una pregunta. Ella contestó escuetamente y se disponía a seguir, pero el invitado le pidió permiso para responder también. Y volvió a apoderarse de la palabra. Nadie pareció haber notado algo irregular. Todos y todas asentían, con complacencia, sobre lo interesante de todo aquel intercambio.
Entonces Rita miró el reloj y lamentó que se hubiera volado el tiempo. La reunión había llegado a su fin. Como despertándome de una pesadilla, me di cuenta de lo que acababa de suceder. Una serie de sutiles acciones le habían permitido al invitado monopolizar la palabra. Él gustosamente la había tomado, sin darse cuenta, tal como sin darse cuenta también había estado mirando a la muchacha de su anécdota. Sin darse cuenta, porque desde siempre había gozado de la sensación de que los foros le pertenecían. Hombre, elocuente, académico, y sobre todo invitado especialmente. Estaba como pez en el agua. Pero también había una invitada, y también una anfitriona respetada, y una mayoría de mujeres en la ronda, que no acertamos a interrumpir ni redirigir o encauzar el extenso discurso del hombre, pero si el de la mujer.
El tiempo se terminó, y nos quedamos con las ganas de escucharla. El tiempo fue el que cargó con la culpa de su tiranía.
Llegué a casa angustiada, avergonzada y me puse a escribir este relato. Creo que es una buena lección para este mes de la mujer. Poner un nombre a esta serie imperceptible de eventos puede ayudar a estar atentas. Micromachismos. Pero sobre todo, comprender que nosotras somos todo el tiempo cómplices, y no podemos darnos ese lujo.