Carecemos de historias sobre héroes que cuidan [...] Preferimos no fijarnos en las personas exhaustas que atienden a los suyos, porque desvelan nuestra fragilidad común. Nos recuerdan que todos somos dependientes, hasta la médula. Irene Vallejo, “Épica del cuidado”, El País de Madrid, 15/3/2020.

Mayo fue lúgubre para la escuela pública uruguaya. Ocurrieron eventos trágicos, algunos de ellos quizás previsibles, que hicieron estallar efímeramente a la prensa y las redes sociales, para volver rápidamente al silencio del olvido. Las antiheroínas fueron maestras comunes y corrientes; personas que nunca habrían soñado con estar en los titulares de las noticias y, mucho menos, tras la gravedad de los sucesos, ser así de súbito ignoradas. Escribo esto, hoy, después de volver a revisar con terquedad la prensa y constatar que no se ha dicho, de ellas, nada más. Tengo el insólito propósito de que sus padecimientos no hayan sido totalmente en vano, que sus historias aporten, modestamente, a esa “épica del cuidado” por la que aboga Irene Vallejo.

El 19 de mayo la prensa difundió un accidente aterrador: la mutilación, una semana antes, de las falanges de dos dedos de un niño con la puerta de un aula. La familia reclamaba por la responsabilización de la maestra y del equipo de dirección. Se detallaron los pormenores del incidente, pero un par de días después, las noticias cambiaron repentinamente de foco y el incendio mediático terminó por sofocarse. ¿Qué fue de esa maestra? ¿Dónde estaba cuando esto ocurrió? ¿Actuó irresponsablemente? ¿El equipo de dirección pudo haber prevenido el hecho? ¿De qué manera?

He sabido, por medio de personas allegadas a la maestra, que se ofreció a las autoridades como un cordero. Ella misma dijo, tras enterarse: “Yo no estaba en la clase, soy responsable. ¡Yo no estaba en la clase! No hay vuelta atrás”. Todo docente sabe que es de su incumbencia cualquier evento que dañe la integridad de uno de sus alumnos dentro de la escuela; cualquier incidente que evidencie un instante de descuido. Si esto sucede en un momento en que efectivamente está ejerciendo su vigilancia, es culpable por no haberlo percibido. Si por alguna razón el percance tiene lugar sin su presencia, peor, porque nunca debería haber abandonado su puesto.

Las razones por las que una maestra sale de clase pueden ser de diversa índole, pero en este caso ya no lo sabremos, porque el asunto pasó del secreto al olvido. La investigación no trascendió, aunque la maestra fue, tal como pedía la familia, apartada de su cargo. En el caso de la directora, la medida no fue necesaria, porque transitaba hacía un tiempo problemas de salud lo suficientemente graves como para que no pudiera volver a trabajar después de los hechos. Hoy día ejerce en su lugar una nueva directora.

Una semana después, irrumpió en la prensa otra atrocidad: una maestra fallecida a su llegada a la escuela. También se pretendió manejarlo de manera secreta, pero la noticia era demasiado contundente, y en un par de horas ya no pudo ser acallada, cuando las redes sociales cumplieron su rol.

¿Qué tienen en común estos dos acontecimientos? A primera vista, no mucho. En un caso, una maestra pierde la vida: cuestión de salud. En el otro, un alumno pierde parte de sus dedos: negligencia. Dos seres ubicados de uno y otro lado de la línea de la responsabilidad: adulto /menor; educador/educando; tragedia inevitable/descuido imperdonable. Sin embargo, sí tienen algo en común; ambos eventos tuvieron lugar en escuelas de la capital, donde el trabajo es ininterrumpido: tiempo extendido y tiempo completo. Siete horas y media de funcionamiento permanente con clases superpobladas por alrededor de 30 niños.

Las escuelas de este régimen horario son cada vez más demandadas, y el hecho de que sean muy pocas genera el aumento de la matrícula. Mientras otras escuelas tienen grupos de tamaño moderado que incluso se cierran o fusionan por cantidad insuficiente de alumnos, para las escuelas de tiempo extendido y completo no hay tregua. Quienes han sido madres o padres estarán de acuerdo en que es difícil sostener el bullicio de dos o tres niños por mucho rato. ¿Recuerdan haber sido anfitriones de cumpleaños y mirar el reloj con ansiedad, rogando por la hora en que los familiares de los invitados comenzaran a llegar para llevárselos? Esas fiestas infantiles se extienden, como mucho, cuatro horas, y siempre nos aseguramos de que haya varios adultos echando una mano: tías, abuelos, animadores.

¿Cómo hace una maestra que carga sola, sin auxiliares, con la total responsabilidad de 30 niños, para sostener, intacta, su atención durante siete horas? ¿Cómo hace para no abandonar nunca su puesto de absoluto control? Indagué entre amigos docentes y obtuve las respuestas más insólitas: simplemente no van al baño, y algunos ni siquiera almuerzan. Esperando con resignación que pasen las horas, entre el bullicio ensordecedor de los niños y el miedo a las sanciones, el día escolar se vuelve, para el docente de una escuela de tiempo extendido o completo, un literal infierno.

Volví a preguntar: ¿cómo es que no van al baño durante toda la jornada? Una maestra, encogiéndose de hombros, me confesó que, en su caso, ya que su aula está lejos de los baños, lleva puestas toallas protectoras, de esas que usan las personas mayores para la incontinencia.

Y de nuevo pregunté: ¿por qué algunos maestros no almuerzan? Me respondieron con el link a un documento. En el acta nº 17, resolución 15 del 11 de mayo de 2010, quedan señaladas las “Normas de funcionamiento y control de los servicios de alimentación del Consejo de Educación Inicial y Primaria”. Allí se indica, para mi sorpresa, que todos los funcionarios que hagan uso del comedor escolar (lo que incluye a maestros encargados) deberán comer ÚNICA Y EXCLUSIVAMENTE el menú preparado para el día (así, en mayúsculas lo dice el documento en el artículo 3.4), y no podrá elaborarse para ellos comida especial “ni aun alegando causa de enfermedad” (Art. 3.5). De traer de su casa alimentos ya preparados, por razones de salud, no podrán (así, subrayado en el artículo 3.7) ingerirlos en presencia de los niños.

Recordemos que el docente no puede abandonar a los niños ni un instante, ni siquiera en el comedor, so pena de ser acusado de negligencia ante cualquier percance. De allí se desprende que maestros de escuelas de tiempo extendido y completo que deban seguir regímenes alimentarios especiales, para la diabetes o la celiaquía, entre otras condiciones, deben esperar más de siete horas antes de volver a comer. Confidencialmente me dicen que por supuesto que eso no es real: llevan nueces y maníes “de contrabando” en los bolsillos, que engullen en secreto, como ladrones, cuando nadie ve.

Pero cuando una de estas personas, exhausta, llega al fin de sus fuerzas y colapsa, sin vida, frente a la misma institución que le ha exigido todo, su muerte no parece significar mucho más que un dato; sucede con la misma relevancia que un accidente de tránsito. Las clases continúan, la escuela no para, la titánica máquina de cuidar sigue moviéndose, indiferente, devorando con sus pesados engranajes a quien se atreva a detenerse. Condenadas al compulsivo abandono y autoabandono, las maestras, por reglamento, continúan, o son expulsadas, o mueren.

Las competencias se han convertido en la obsesión de las autoridades educativas del país. No obstante, estas actitudes institucionales parecen olvidar al conjunto de competencias relacionadas a la ciudadanía, que supuestamente involucran aspectos morales, de convivencia, respeto y cuidado mutuo. El manejo de estos hechos y su comunicación al público parecen dar a entender que existen ciertas personas, en este caso maestros y maestras, que sólo están al servicio de otros, pero no merecen el mismo cuidado; personas de quienes se espera que posterguen sus necesidades más básicas, como alimentarse; personas cuya muerte ni siquiera debería perturbar el funcionamiento burocrático. Si nuestros niños aprenden de eso, estaremos condenados a una ciudadanía despiadada, que utilice a las demás personas como meros instrumentos, sustituibles como un repuesto.