Desde la filosofía y la pedagogía, las contribuciones del español Jorge Larrosa al campo de la educación son reconocidas en distintas partes del mundo, incluyendo Uruguay. Recientemente Larrosa se jubiló de su trabajo como profesor, aunque difícilmente pueda abandonar el oficio. Según ha planteado reiteradas veces, lo importante y permanente en la vida tiene que ver con lo bello, lo justo y lo verdadero, y si bien ha sido un enamorado de su trabajo y los aportes que ha podido realizar en sus diferentes libros, en esta nueva etapa también encontrará más libertades para sus próximas obras, que todavía no tiene claro qué formato tendrán, y se alegra por eso.
Tras participar en el congreso de educación del Crandon, Larrosa dictó durante esta semana un curso de la Maestría en Educación Física, del Instituto Superior de Educación Física (ISEF). Además, este sábado a las 18.00 presentará su último libro en el Café la diaria, en el que, justamente, reflexiona sobre el retiro. No únicamente sobre su retiro laboral, sino de forma más amplia sobre la retirada como “una categoría existencial, como el ir a menos y abandonar algunos territorios”. Larrosa se hizo un lugar en su agenda para conversar con la diaria sobre el lugar de la escuela en la sociedad actual, los currículos por competencias y el amor, aunque la palabra suene cursi.
Buena parte de sus libros y charlas apuntan a rescatar lo positivo de la experiencia educativa, ¿qué tipo de conversaciones habilita ese enfoque?
La escuela –en todas sus modalidades, desde el jardín hasta la universidad– ha sido una institución enormemente atacada en los últimos años, desde todos los lugares. No digo si con o sin razón, pero se la ha acusado de ser racista, clasista, sexista, de obedecer a la ideología dominante, de ser un instrumento de los poderosos. En algún momento dado había que entonar una cierta defensa de una institución a la que le debemos muchas cosas. En el curso que estoy dando propuse un ejercicio de gratitud: pensar cosas que estaban en el mundo antes de que tú nacieras y sin las cuales la vida de todos sería un poco más pobre. La gente hizo agradecimientos, pero nadie agradeció a las maestras por haberles enseñado a leer.
Tengo la sensación de que hay muchas cosas que nos hemos olvidado de agradecerle a la escuela y no estaría mal recordarlas. A veces decía que en esta vida uno puede dedicarse a mirar lo que no le gusta y no está ni mal ni bien; hay muchas cosas que no gustan, pero a mi edad ya no tenía más ganas de pasarme mirando lo que no me gusta. Prefiero mirar lo que me gusta y celebrarlo, admirarlo, y ponerlo en el mundo. Como si me aburriera el ejercicio de la queja permanente. Es un poco tonto decir que cualquier cosa que pasa ante tus ojos debería ser de otra manera a como es. A lo mejor hay cosas que están bien como son, por eso ese ejercicio de defender una institución que no estuvo mal, que está siendo arrasada y que algún día no muy lejano, cuando la hayan robado, la echaremos de menos.
¿Podría pensarse que con las críticas y la presión que viven los docentes cotidianamente es más difícil generar cambios en los sistemas educativos?
Todo el mundo que va a las escuelas a decirles a los docentes lo que deberían hacer normalmente van a decirles lo que hacen mal y deberían hacer de otra manera, y de eso estoy un poco cansado. Uno le está poniendo el cuerpo ahí, se equivoca, como todo el mundo, y siempre que viene alguien de algún sitio viene a decirte lo que hay que hacer. Hace poco estuve en una charla sobre la escuela en tiempos de inteligencia artificial y consumo digital, y siempre es el mismo procedimiento: señores, el mundo ha cambiado, ustedes no se han dado cuenta, yo vengo a decirles lo que tienen que hacer para adaptarse. Me parece que hay que protegerse de ese tipo de enunciados, porque cuando alguien viene con ese cuento te va a decir lo que tienes que dejar de hacer. Los cambios de paradigma son enormemente destructivos, pues te dicen que no, que el nuevo mundo está lleno de posibilidades. Estará lleno de posibilidades, pero al mismo tiempo me doy cuenta de lo que está siendo invalidado, menospreciado, negado.
He dicho que la escuela es una institución milenaria, tiene un origen griego, de hecho la palabra que la nombra es griega: scholé, significa tiempo libre. Lo que hace la escuela moderna es arrancar a los niños del trabajo para darles tiempo libre, para dedicarse a otras cosas que no fueran trabajar. En su origen griego la escuela es contemporánea de algunas invenciones muy interesantes, como el alfabeto. No hay escuela sin escritura. También la filosofía, esa invención tan rara que supone que las palabras interesantes no son las que decían los viejos, por los dioses, sino las buenas, justas y verdaderas, las que los hombres deciden entre sí. La filosofía es un gesto político muy interesante, significa que una sociedad, una polis, toma en sus manos y confía el destino de la ciudad al diálogo, a la conversación entre los ciudadanos libres.
La escuela también es contemporánea de la democracia, que es un invento muy extraño, tiene que ver con una cierta igualdad ante la ley, eso que decían los griegos de que los hombres libres obedecen. Claro que obedecen, pero obedecen a la ley, no al tirano. Y la ley es la que nosotros hemos discutido, no es cualquier cosa. En estos momentos en que la cultura letrada está un poco de capa caída –hay quien habla de que estamos en un mundo posletrado, del triunfo de la imagen– el alfabeto ha perdido un poco la relevancia que tuvo en la modernidad. La democracia está en un estado bastante deplorable también. El capitalismo emocional, la manera en cómo se ha arrasado el espacio público como un espacio de debate democrático es también un poco desastrosa, y no digamos ya la filosofía.
La escuela pertenece a una lista de instituciones muy nobles y a una serie de inventos a los que hay que mantenerse un poco fieles. Yo he sido profesor toda mi vida, mis últimos libros explícitamente pedagógicos, que son La trilogía del oficio, empiezan un poco así. Hay un momento en la vejez en que uno tiene ganas de darle vueltas a lo que ha hecho toda la vida, que es hacer de profesor. Hay algo ahí de recapitulación, pero en el momento en el que uno se empieza a separar de lo que ha hecho toda la vida sería un poco lamentable pensar que eso está anticuado, obsoleto, ultra pasado, por no decir autoritario. Ese gesto de ennoblecerlo un poquito, de ponerlo bajo una luz interesante, a mí me ha andado por ahí.
En Uruguay se está discutiendo sobre el pasaje a un currículo orientado por competencias, lo que en su momento también pasó en Europa. ¿Ese tipo de enfoques son malos de por sí o dependen de cómo se diseñen?
Ya que uno es mayor y puede decir lo que quiera sin demasiadas cautelas, pues sí, es malo de por sí. No depende del uso. Toda esa lógica viene de las skills norteamericanas, que tienen que ver con habilidades laborales. Luego, la retórica pedagógica contemporánea construye todo alrededor de una noción especialmente simplificada del aprendizaje: competencias de aprendizaje, aprender a aprender, resultados y objetivos de aprendizaje, dificultades de aprendizaje. El profesor es un facilitador del aprendizaje, el aula es un entorno de aprendizaje. Con esa retórica está desapareciendo el aula, porque el aula no es un entorno de aprendizaje, el aula es un aula, y está desapareciendo la idea de estudio, una idea antigua pero interesante.
No sé quién inventó esas palabras, pero la escuela no tiene que ver con contenidos, la escuela dispone el mundo para ser estudiado. En diferentes países con diferentes ritmos, acá un poquito más tarde, porque los uruguayos –por suerte– son gente lenta y a veces están conformes con sus cosas y defienden sus instituciones, pero lo que ha pasado es que el vocabulario pedagógico ha sido capturado o bien por el de la economía –recursos, resultados, calidad; la palabra calidad es una palabra de fabricantes de coches–, o bien por el vocabulario de la psicología cognitiva, en un sentido a veces muy estrecho y muy estandarizado.
El congreso del Crandon se titulaba Autorías e Identidades de los Educadores. En esta época de métodos de enseñanza estandarizados en la que ya es muy difícil diferenciar a un robot de un profesor de carne y hueso, seguir manteniendo que un profesor tiene algo de autoría es complicado. En el curso [en el ISEF] hablábamos de eso, porque Maximiliano López, que es la persona que hace el curso conmigo, es artesano y decía que detrás de una pieza de artesanía siempre hay un quién que se ve. Hubo una época en que uno era alumno de Fulanito de Tal, había un quién, ahora no sé si hay un quién, si no se están instalando maquinitas de enseñar y de aprender a cuyo servicio trabajan los profesores.
Es un cambio de paradigma que tiene que ver con el vocabulario, pero también con la concepción misma de la escuela, convertida en máquina de enseñar y no en otra cosa. Esa otra cosa es lo que, con mayor o peor fortuna, estamos intentando mostrar. Que a lo mejor hay otra cosa que no se deja nombrar de esa manera.
¿Qué desafíos plantea la inteligencia artificial para la educación y en particular para el aprendizaje del lenguaje?
Un filósofo de la tecnología dice que cada prótesis es una mutilación. En la Revolución Industrial delegamos a la máquina la fuerza física: ya no hay que cargar la piedra, sino que la camioneta o la grúa la cargan por ti. Con lo cual perdimos la fuerza física. Con el paso de la artesanía a la industria perdimos también algunas cosas. Las prótesis cognitivas no son corporales sino mentales. Lo que delegamos a la máquina es el pensamiento. Es verdad que la máquina piensa y calcula más rápido que nosotros, pero delegas a la máquina una cierta forma de entender el pensamiento. Con lo cual la pierdes tú. ¿Qué pasa cuando delegas a la máquina lo que seguramente nos hace humanos, que es la lengua? Es la máquina la que habla, lee y escribe por ti. Eso no es cualquier cosa y me parece que tiene que ver con lo que significa ser humano. No tengo dudas de que las máquinas componen y tocan música, pero aprender a tocar la guitarra es lindo y desarrolla habilidades corporales y mentales. Una maquinita también escribe poemas por ti, pero escribir es lindo y tiene que ver con una forma interesante de colocarse en el mundo.
Que la máquina lo haga no es ningún argumento para que yo lo deje de hacer. Tiene que ver con mi cuerpo y con mi pensamiento. Me parece que delegar la lengua y el pensamiento a las máquinas no es cualquier cosa. Eso quiere decir que el pensamiento y la lengua pueden funcionar sin nosotros, seguramente pueden hacerlo.
¿Qué tipo de reflexiones pedagógicas deberían darse sobre este tipo de fenómenos?
Estaría bien empezar a delimitar qué reflexiones son pedagógicas y cuáles no; son económicas, sociales, de otro tipo. Para eso tendríamos que tener ciertas ideas claras sobre qué es lo escolar. Uno recorre por ahí universidades, auditorios y colegios y en muchos lugares encuentra una pancarta que dice: “Defendamos la escuela pública”. A lo mejor tenemos que dedicar un rato a ver qué quiere decir “escuela” y qué quiere decir “pública”, no sea que no tengamos muy claro lo que estamos defendiendo.
Dediquemos un rato a ver cuáles serían los criterios pedagógicos –no económicos– para valorar algunas cosas y decir si nos convienen o no. Sugiero uno: supongamos que la escuela tiene que ver con la atención, que los ejercicios escolares son gimnasias de la atención, que de alguna manera sus procedimientos luchan contra la distracción, que tratan de disciplinar, capturar y mejorar la atención a las cosas del mundo. Ahí hay un criterio ya pedagógico, las maquinitas que cultiven la atención serán bienvenidas y las que produzcan formas de atención degradadas, distraídas y tontas, no serán bienvenidas. Claro que la atención no es el único criterio, pero vayamos añadiendo.
A lo mejor la escuela tiene que ver con el amor al mundo, con el entusiasmo por las cosas, con las ganas de aprender. Entonces, las maquinitas o las tecnologías que nos parezcan a nosotros que contribuyen al amor y a las ganas de aprender serán bienvenidas y las que no, no serán bienvenidas. Es interesante volver a reiterar qué es lo pedagógico, porque si no nos lo define gente que no tiene nada que ver con el amor al mundo, con la escuela y con la educación. En definitiva, lo está definiendo el enemigo.
Has hablado de que lo duradero pasa por lo bello, lo justo y lo verdadero. ¿Puede ser que en los últimos años la escuela haya descuidado el abordaje de lo bello?
Sí, se ha enfocado demasiado en lo útil. Nosotros seguimos al pie de la letra un enunciado de Hanna Arendt que dice que la educación tiene que ver con un doble amor, con el amor al mundo y el amor a los niños. Cuando uno empieza a tomarse en serio qué es esto del amor pedagógico y el amor al mundo, lo de la belleza aparece. ¿Qué amar si no lo bello?
Cuando alguien estudia historia, filosofía, matemática, geografía, música o cine, yo me imagino que es por amor, pongamos esa palabra cursi. Le parece que hay algo que vale la pena ahí, hay algo que le produce emociones interesantes. Cuando esa persona que ha estudiado música, cine o geografía se convierte en profesor, uno podría imaginar que eso tiene que ver con compartir el amor: esto vale mucho la pena, no se lo pierdan ustedes. No se pierdan el cine, la música, la raíz cuadrada de -1, no se pierdan algunas cosas que no están mal. Tiene que ver con compartir una cierta belleza que uno ha encontrado.
En una cita de [Jorge Luis] Borges que encontré hace poco, le preguntan en la Universidad Nacional de Córdoba –él era profesor de Literatura Inglesa– sobre qué hace falta para que haya maestros y discípulos. Borges dice: uno sólo puede enseñar el amor, yo enseño literatura, pero lo que enseño es el amor a la literatura; como la palabra literatura es demasiado amplia, lo único que puedo enseñar es el amor a algunos libros y autores. En esa cita, Borges termina diciendo que lo único que se transmite es la belleza que uno ha sentido. Me parece que hay algo de eso, a lo largo de la vida uno se hace sensible a ciertas formas de belleza, que no tienen por qué ser lo lindo en el sentido decorativo de la palabra. Eso es lo que hace que uno llegue a casa y diga: “Hoy aprendí cosas lindas, bonitas de saber”.
No sólo el privilegio de lo útil, sino el hecho de que la sociedad entera y, por lo tanto, la escuela también se haya hecho tan altamente competitiva. Cuando uno está en la secundaria ya está pensando en la universidad y después en la maestría en el exterior y en cómo competir. Es como si hubiera juegos más ligados al ascenso social, a la competencia. Siempre han estado ahí y está bien, pero a lo mejor no estaría mal mirar hacia otras cosas también.
Has reivindicado lo colectivo del salón de clases y no sólo lo individual. ¿Qué herramientas tiene la escuela para fomentar otro tipo de valores más colaborativos?
Cuando decía que cuando se convierte en entorno de aprendizaje desaparece la sala de aula, es porque la sala de aula por definición es un espacio público. La escuela no es un profesor y un estudiante, es un profesor y un grupo de estudiantes. Por lo tanto, las cosas que la escuela presenta, sea la raíz cuadrada de -1, la música de Mozart o el delta del Río de la Plata, son presentadas en público, son hechas públicas. Hay una dimensión muy bonita de la situación escolar que tiene que ver con la desprivatización de los saberes, con que la escuela es tan generosa que pone algunas cosas a disposición de todo el mundo. El que haya espacios públicos es esencial para que siga habiendo cosas como la democracia. Lugares donde la gente se reúne para hablar y razonar de las cosas comunes, de las cosas de todos.
Yo fui alumno de un helenista que ya es muy viejito, Emilio Lledó, que cuenta que iba a la escuela primaria en un pueblito próximo a Madrid durante la Guerra Civil, por el que cada día pasan los aviones que van a bombardear Madrid, en el que seguramente hay soldados en la retaguardia, en el que mucha de la gente del pueblo tiene amigos o hijos o eso que están combatiendo. Él contaba que su maestro se llamaba don Francisco, que una vez por semana les hacía leer una página de El Quijote, y había tres imperativos: lean esto, escriban lo que la lectura les ha sugerido y hablemos un poco de eso. Muchos años después fue a hacer el doctorado a Alemania, con [Hans-Georg] Gadamer y era lo mismo, le decía: lea usted esto, escriba lo que la lectura le ha sugerido y hablemos un poco de esto. Lledó dice que se pasó la vida explorando la magia de eso. Que una página escrita en el siglo XVII sea capaz de sugerir algo a niños de Vicálvaro en un mundo en guerra y que luego puedan dedicarse un poco a hablar de eso es magia pura.
Don Francisco estaba convencido él mismo de que haciendo eso estaba luchando por la república, intentando crear una sociedad en la que la gente supiera leer, escribir y conversar, eso hacía que la sociedad fuera un poquito más justa, un poco más bella, un poco más decente y un poco más verdadera. Estoy convencido de que encarnaba el espíritu republicano y antifascista tanto como los soldados que estaban en el frente defendiendo a la república. Además, cuando entró Franco acabó con todos esos maestros que enseñaban a leer y a conversar y transmitían un cierto espíritu cívico, y así acabó con todos. Algo hay ahí que merece ser conservado y tiene que ver con la justicia, con la verdad y la belleza, tiene que ver con un mundo en el que sea un poquito más decente vivir.
Has hablado de la necesidad de repensar viejas palabras. ¿Cuáles son las que principalmente habría que recuperar y reflexionar sobre su sentido?
Atención es una de ellas. Público sería otra. Pensar que la escuela es una institución republicana no está mal, es una institución que forma parte de la arquitectura básica de la república. No está al servicio del gobierno sino de la república. La república requiere división de poderes, un parlamento y exige ciudadanos que sepan hablar, que sepan argumentar. Hay que seguir dándole vueltas a qué queremos decir cuando hablamos de escuela pública, no significa sólo que sea de titularidad estatal o que sea gratuita, significa que trabaja para la república. Es una función pública que la sociedad uruguaya considera fundamental para seguir siendo decente. Respecto de las cosas que la escuela hace, a lo mejor seguir dándole vueltas a qué es el amor al mundo tampoco estaría mal: no se trata de poner el mundo a tu servicio, sino de ponerte tú al servicio de alguna cosa del mundo. Entregar la vida a algo que no soy yo, es de otra época, porque ahora estamos en la época en el que el yo es lo más enfático: “Profe, esto no me gusta, esto no me interesa”. Siempre hay que preguntarle a la gente lo que quiere, es el yo el que siempre entra barriéndolo todo. Eso del amor es una cosa muy rara porque destituye al yo.