Daniel Brailovsky es doctor en Educación y docente en distintas instituciones universitarias de Argentina, país donde ha publicado varios libros. Con formación de base en educación inicial y como profesor de música, ha dedicado buena parte de su trayectoria a reflexionar sobre pedagogía. Con actividades organizadas por la Librería Dinámica, el 28 de setiembre estará en la Feria Internacional del Libro de Montevideo: a las 16.00 conversará sobre su último libro, Pedagogía (entre paréntesis) y a las 17.00 dará una charla para estudiantes de formación docente. En la previa conversó con la diaria sobre el –poco– peso de la pedagogía en los debates educativos actuales, sobre el tipo de saberes que debe abordar la escuela y sobre los enfoques curriculares de competencias como el que adoptó Uruguay recientemente, entre otros temas.
¿Cómo evaluás la presencia de la pedagogía en los debates educativos, en un momento en el que varias disciplinas reflexionan sobre la educación?
Desde una visión economicista de la educación, lo más importante son los resultados, la utilidad de lo que se hace en las escuelas; lo que se mira de las escuelas es aquello que es rápidamente medible, evaluable, cuantificable. Hay una especie de obsesión en las miradas educativas contemporáneas que se aferran fuertemente a una concepción muy cuantitativa y muy economicista del aprendizaje. Ya no se habla de los alumnos sino de los aprendices, ya no se habla de los maestros sino de los facilitadores de aprendizajes y a las escuelas se las considera en función de los resultados de aprendizaje que logran. En esta idea de aprendizaje se pierden un poco de vista las razones más profundas, más esenciales por las cuales las escuelas existen en una sociedad y que no tienen que ver sólo con esa posibilidad de generar cuadros potentes para los distintos empleos o para favorecer la competencia en el acceso a los lugares de poder. La escuela cumple una función democratizante, igualitaria, ocupa un lugar en las vidas de las personas que, incluso, va un poco a contramano de las lógicas del mercado.
La mirada pedagógica necesita hacerse un lugar, un poco a contracorriente de los debates educativos, y hay un montón de ejemplos de cuestiones muy importantes que están siendo miradas desde una perspectiva educativa que excluye lo pedagógico.
Un ejemplo actual es la discusión, en la ciudad de Buenos Aires, sobre la regulación del uso de los teléfonos celulares en las escuelas. El Ministerio de Educación no los prohíbe, pero desalienta fuertemente su uso en inicial y primaria y establece unos cuantos límites, restricciones y sugerencias en la educación secundaria. El tema preocupa en general a partir de, por ejemplo, el enorme crecimiento de la adicción a las apuestas entre los adolescentes a través de plataformas digitales y cosas por el estilo. Se puede, por supuesto, pensar si el celular se permite o no en la escuela, si se regula de una u otra manera, pero desde un punto de vista pedagógico uno primero miraría de qué manera conversamos, discutimos, pensamos, imaginamos lugares sociales y culturales para las tecnologías digitales en la escuela, desde la escuela. Estén o no estén dentro del aula, los teléfonos siguen existiendo y la escuela puede contribuir a que se los piense, se los mire, se los considere de otra manera.
Podríamos imaginarnos para el abordaje escolar de asuntos ligados con los desarrollos tecnológicos un devenir parecido al que han tenido otros campos emergentes en los últimos años. La educación sexual, por ejemplo, pasó de ser un área engorrosa de trabajar, llena de tabúes y sesgos, a ser una educación digital integral. Algo parecido pasó con la educación ambiental, que dejó atrás los clichés de juntar tapitas y hacer botellas de amor para asumir, como educación ambiental integral, un enfoque más crítico y más interesante. Del mismo modo, creo, la educación digital podría pensarse en forma integral y ampliarse en la dirección del ejercicio de la ciudadanía digital, las alfabetizaciones digitales críticas y la problematización de cómo los celulares entran en nuestras vidas.
Hablando de tecnología, ¿qué cosas debe tener en cuenta la educación con el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) generativa en la sociedad?
Al pensar en IA estamos bastante sorprendidos y asombrados. Si antes de que se popularizara el acceso a la IA me preguntabas, yo hubiera dicho algo así como que los cambios profundos y paradigmáticos que generan socialmente las tecnologías por supuesto que existen, pero están muy exagerados. Sin embargo, la IA sí es uno de esos desarrollos tecnológicos que producen un cambio paradigmático importante.
Me crucé hace poco con un trabajo práctico que hizo mi papá en su escuela secundaria, cuando él tenía 17 o 18 años, en 1960. Con cualquiera que yo comparto este trabajo tenemos la sensación de que en estos 60 años la capacidad de pensar, de escribir, de producir de los chicos de esa edad disminuyó drásticamente. Nos llama mucho la atención la disminución del nivel de discusión, del nivel de pensamiento, que se da en la mayoría de los jóvenes, de los adolescentes. Esto no se aplica sólo a los adolescentes: los académicos también nos leemos cada vez menos, estamos siempre apurados por publicar papers, pero pocas veces entramos en discusión crítica, profunda e interesante con lo que escriben los demás.
Al introducirse la IA, que nos proporciona muchísima información muy organizada sobre la base de unas interfaces muy sencillas de utilizar y que hace por nosotros tareas que habitualmente llevarían más tiempo, parece instalarse la idea de que también puede pensar y saber por nosotros. Desde el punto de vista educativo, eso es preocupante porque, precisamente, en la escuela las cosas uno no las hace porque no las pueda hacer una máquina incluso mejor que nosotros, sino porque el acto de hacerlas tiene un sentido formativo. Vamos a la escuela para darnos un tiempo de hacer algunos ejercicios, algunas lecturas, algunas conversaciones, algunos juegos que nos transforman profundamente.
La IA, de hecho, es capaz de redactar textos mejor que muchas personas, esto es cierto e innegable. También lo es que muchas personas –que serán mayoría entre quienes eligen el oficio de la educación– son capaces de redactar mucho mejor que la IA. Esta certeza pone a la IA en el extraño lugar de garantizar el acceso de cualquiera a textos razonablemente bien escritos, aunque con una desigual capacidad crítica respecto de ellos. Garantiza, digamos, cierto derecho a la mediocridad. Pero más allá de la competencia entre humanos y máquinas y de los bordes más políticos del asunto, lo que la IA no puede hacer es tener algo para decir desde la experiencia. No puede porque no sabe. No puede porque no es sensible a nada en especial. No puede porque no estuvo allí.
Esta cuestión de la IA también me gusta pensarla en función de todas las cosas que concedemos y dejamos en manos de otras entidades digitales. Por ejemplo, con Ángela Menchón, mi amiga y colega, filósofa, hacemos un podcast sobre estos temas llamado Sueñan los androides y analizamos la siguiente hipótesis histórica. A fines del siglo XIX, en la mayoría de los países de la región, el Estado le expropió a la iglesia un montón de funciones de control social: los nacimientos, los matrimonios, las defunciones las solía registrar la iglesia y, a partir de distintas reformas y leyes, el Estado se hace cargo y le expropia a la iglesia esas potestades. Daría la impresión de que ahora vivimos una época en la que son las grandes compañías informáticas y las plataformas las que le están expropiando al Estado el control de un montón de otras cosas. Por empezar, las identidades. Si bien seguimos teniendo documentos de identidad de plástico y los exhibimos en un viaje, lo más habitual para chequear la identidad es verificar un código en el celular o mostrar versiones digitales de los mismos documentos emitidos por el Estado.
En materia de educación pública como proyecto social se están empezando también a confundir los términos. Hay algo del orden de cómo se produce, se conjuga, se distribuye el conocimiento en una sociedad que plantea este tipo de problemas, de dilemas o de preguntas, por lo menos. Hay autores que hablan de tecnofeudalismo, hay otros que hablan de capitalismo cognitivo. Se expresa en cuestiones que van más allá de si se usan mucho o poco los aparatos dentro de la escuela, sino más bien de cómo decidimos mirarlos y nombrarlos.
Has hablado de una demanda creciente por la utilidad de lo que se enseña en los centros educativos, que muchas veces se fundamenta en captar de mejor manera a quienes son expulsados del sistema educativo. ¿Qué cosas es importante tener en cuenta desde un enfoque crítico para que más estudiantes permanezcan en el sistema educativo?
Está muy instalado y hay una aceptación prácticamente unánime de que la escuela tiene que enseñar sólo o principalmente cosas útiles, aplicables. Entonces, es mejor enseñar robótica que enseñar poesía y es mejor enseñar cálculo que cuestiones estéticas. Si bien en la experiencia de cualquier persona el aprendizaje de algo útil y de su posterior empleo en la vida es una experiencia que parece incontestable, creo que es igualmente incontestable el hecho de que la mayoría de las cosas que nos convierten en quienes somos son experiencias que no dejaron esa herramienta en nuestras manos, sino que dejaron un residuo más difícil de definir, pero que profundamente nos constituye.
Si uno tuviera que decir qué le aportó a uno en su vida todo lo que aprendió en la escuela, creo que las cosas útiles pierden en cantidad y en densidad frente a las cosas que tuvieron un efecto formativo más general. Cuando un niño aprende la fotosíntesis no se convierte en mejor biólogo si decidiera serlo en el futuro, sino que se convierte en una persona cuyos horizontes de vida se amplían un poco, cuya curiosidad aparece en forma más interesante. Cada vez son menos las cosas que le dan igual o que le son indiferentes y cada vez más son las cosas que empiezan a formar parte de su mundo y que podrían avizorarse como ventanas de su destino.
Uno va a la escuela, precisamente, para tener tiempo separado del tiempo práctico, del tiempo útil de la vida fuera de la escuela en el cual conversar, jugar, pensar, escribir, leer, en el cual esa conversación del aula tiene un poder transformador mucho mayor del que suele pensarse.
La conversación del aula es auténtica, en el sentido de que todos los que conversan buscan rodear amorosamente, con curiosidad, con interés, con rigor, sin prejuicios, con honestidad intelectual un asunto, y eso no pasa en otros lugares. No se conversa así en la sobremesa, no se conversa así con los amigos; puede suceder eventualmente, pero las conversaciones de la escuela y de las universidades son conversaciones sostenidas en el tiempo, sistemáticas, que transforman profundamente nuestra manera de estar en el mundo. No la transforman sólo ni principalmente en el sentido de brindarnos herramientas prácticas y útiles. Por supuesto que también la escuela provee algunas herramientas útiles, como lo son la alfabetización, el dominio de las nociones básicas de la matemática, hay un montón de cosas que uno las aprende por necesidad, porque necesita orientarse en el mundo, y ¿quién podría orientarse en el mundo sin saber leer o escribir?
Además de las cosas que uno aprende por necesidad, hay muchas otras cosas que se aprenden por placer y hay otras que se aprenden solamente porque hace falta poner algún pretexto para abrir este tipo de conversación. Creo que los aprendizajes escolares pertenecen sobre todo a esta última categoría, la mayor parte de las cosas que aprendemos en la escuela las aprendemos porque hace falta un bello, necesario e imprescindible pretexto para abrir esa conversación transformadora, que no se puede abrir sin poner algo sobre la mesa, como dicen los pedagogos belgas Jean Masschelein y Marteen Simons. Las imágenes que mejor ilustran lo que hace la escuela en forma disruptiva de esta certeza de utilidad que predomina en la sociedad son imágenes como la de balbucear juntos las lenguas del mundo.
En Uruguay estamos en un proceso de cambio curricular, virando hacia un currículo orientado por competencias. ¿Cuál es tu mirada sobre ese tipo de enfoques?
En los últimos tiempos el enfoque de competencias ha ido sustituyendo en los diseños curriculares al concepto de contenido y, entonces, en lugar de contenido se habla de habilidades, de capacidades, de competencias o a veces de saberes. Son conceptos, son discusiones acerca de cómo vamos a llamar a las cosas y por detrás de esas discusiones no hay sólo denominaciones, sino que hay filosofías diferentes de cómo se piensa el hecho educativo.
El concepto de competencias, que ya está viejito, parte de una discusión de los 80 y de los 90, y por efecto de todos esos debates se ha vuelto bastante polisémico. La idea de las competencias nace como una manera de volver más evaluable aquello en lo que las personas supuestamente se vuelven competentes. Recibe un montón de críticas, es acusado de ser un concepto neoliberal, entonces, nacen versiones por izquierda, versiones más blandas o más abiertas de la idea de competencias, como aprovechando el impulso que la denominación generó. Cuando el discurso es apropiado por las corrientes más gerencialistas de la educación y hablan de las competencias del siglo XXI, de las competencias del mañana, de las competencias imprescindibles para triunfar en profesiones que aún no fueron inventadas, de las competencias que el sujeto requiere para tener una trayectoria exitosa y no fracasar, se asocian a una cosmovisión de la educación más bien economicista.
Así como acerca de los saberes se presume una necesidad de utilidad, también se presume que todo aprendizaje debe poder ser evaluado y a lo mejor la sustitución de los contenidos por las competencias, las habilidades o las capacidades va un poco en esa dirección. Pienso que en eso también hay un corrimiento del mundo hacia el sujeto, porque el mundo tiene contenidos: la Revolución Francesa, los aztecas, los anticiclones son cosas del mundo. En cambio, las competencias son conceptualizaciones muy centradas en el sujeto, igual que las capacidades o las habilidades. El sujeto es competente, es capaz, es hábil. Me parece que ese olvido respecto del mundo y ese centramiento en el sujeto puede verse, desde una perspectiva filosófico-pedagógica, como un síntoma de esta cosmovisión más gerencialista.
Ahora, puestos a hablar de la evaluación –otra palabra que se ha vuelto polisémica–, uno puede pensar a la evaluación como una especie de inventario de los logros del sujeto, pero uno también puede pensar esa mirada interesada en los efectos que produce la enseñanza no tanto como una taxonomía que redunda en calificaciones, sino como una especie de relato analítico de la experiencia y que esté situada no tanto en el sujeto como depósito de resultados y de logros, sino en la relación que tiene lugar en el aula. Allí donde las pedagogías escolanovistas de principios del siglo XX criticaban a la escuela tradicional porque era magistrocentrista y proponían una mirada paidocentrista, es decir, centrada en el alumno, lo que vale la pena mirar ahora es una concepción centrada en la relación. No hablar tanto de qué capacidades, habilidades, competencias medibles adquirió el sujeto, sino pensar el saber como una forma de relacionarse con el mundo y, dentro de la escuela, con los compañeros, con el maestro, con la maestra. Si uno piensa la valoración de los efectos de la escuela de esta manera, no mira al sujeto que aprende como alguien que se vuelve más competitivo y que necesita ser coacheado, sino como alguien que amplía su mundo de tal manera que el aprendizaje se vuelve más un acontecimiento.
También has hablado de que todo parece centrarse en el estudiante y el docente queda un poco excluido de los discursos. ¿Cómo ves a los docentes en este escenario en el que cada vez tienen más demandas?
Es cierto que las pedagogías a las que hoy se tilda de tradicionales tenían un poco olvidado al alumno y hubo una revitalización de la mirada sobre el niño que tiene larga data y que se remonta a los movimientos escolanovistas, a las pedagogías críticas, a la psicología constructivista, que mira el aprendizaje como una construcción del alumno y no como algo que el alumno recibe. Pero también es cierto que la tergiversación de muchas de esas racionalidades paidocentristas convierten al alumno ya no en el centro del aula por los intereses de la escuela, sino un poco en cliente. Si se quiere, creo que tergiversan un poco esta concepción. Eso pudo haber tenido el efecto de olvidar la relevancia del lugar del docente. Hoy creo que hay una furiosa campaña antidocente, por lo menos en Argentina lo veo con toda nitidez. Cada vez menos gente elige la profesión docente y los profesorados se están vaciando de estudiantes y de presupuesto. Si uno abre cualquier diario en sus versiones de papel o digitales y busca notas vinculadas con los docentes, casi en su totalidad se publican notas vinculadas con las protestas docentes pidiendo aumentos salariales o mejores condiciones de trabajo y hay una discusión que suele reducirse a si los docentes son más o menos vagos porque hacen más o menos huelga. Hay un enorme déficit en cuanto a la posibilidad de discutir qué es un docente, qué hace un docente, por qué es valiosa la tarea de un docente.
En este punto, mirar el trabajo docente como una artesanía, como propone Jorge Larrosa, o mirar el trabajo docente como el obrero de la cultura, como lo miraba [Domingo Faustino] Sarmiento en algún momento. Mirar el trabajo del docente como aquel que acompaña, que cuida, que traduce, como aquel que ayuda a mirar y a entender el mundo a los cachorros humanos que necesitan esa experiencia de acogida, de transmisión, de formación. Es una forma necesaria de mirar al docente que aparece virtualmente ausente en los debates públicos.
Hacer pedagogía es un gesto de resistencia, las escuelas no pueden existir sin maestros. No hay sistema informático o de IA que pueda suplir una relación, un vínculo. Hay aspectos de la enseñanza que pueden potenciarse o incluso pueden sustituirse por tecnologías digitales, como es la función de archivo o ciertas cuestiones prácticas, pero los chicos van a la escuela para pasar tiempo juntos, junto a alguien que le dé un significado formativo a ese tiempo. Hay una frase muy linda de María Zambrano que decía que el maestro no es alguien a quien preguntarle, sino junto a quien preguntarse. Esta idea resume bastante bien el carácter imprescindible de los maestros y su función de alteridad, que no se reduce a la transmisión, aunque tampoco la puede excluir. Tenemos un problema en relación con eso y vale la pena poder pensarlo pedagógicamente.