1.
En 2023, tras la reforma educativa de la educación secundaria, se reformularon los planes y programas de las asignaturas de literatura y, como consecuencia, se modificó la selección de los textos obligatorios o sugeridos que se dan a leer en las aulas de nuestros liceos. Esto provocó la destrucción del canon pedagógico característico de la formación humanística uruguaya y condujo a la construcción de endebles currículos en los que los textos literarios pasaron a ser utilizados en el interior de una razón tecnocrática basada en medir competencias y la literatura a comprenderse como una herramienta comunicativa como cualquier otra.
¿Por qué hemos dejado que se llevaran por delante nuestras lecturas más queridas sin poner casi ningún reparo? ¿Por qué nos cuesta tanto defender o valorar un texto?
2.
En un artículo titulado La canonicidad, Wendell V Harris dice que toda construcción de un canon literario parte de una idea de autoridad, siempre variable y en disputa, que atribuye a determinados textos cierto valor intrínseco (y, por tanto, cierto valor en su lectura) que hace deseable su inclusión en un programa escolar. La construcción de los llamados cánones pedagógicos presentes en los programas escolares depende de aquello que una generación decide conservar y pasar a la generación siguiente o, en palabras de Hannah Arendt, constituye aquella parte del mundo que sólo podrá ser salvada de la ruina si es entregada a los recién llegados por medio de la educación.
3.
Hay algo que rescata Harris en su texto y que se llama “estimación real” que, a diferencia de la “estimación personal”, se basa en la comprensión de que existen ciertos criterios valorativos que son dados por la autoridad del texto mismo y que, por tanto, no dependen de los gustos personales y escapan de toda tendencia al perspectivismo. De hecho, todo el planteo de Harris se basa en una crítica clara a la incapacidad de establecer ciertos criterios de valor que permitan una cierta canonización, una selección fundamentada de los textos. Una incapacidad que se sustenta en la hermenéutica de la sospecha: una lectura de la historia cultural como un melodrama construido a partir de la defensa de ciertos intereses y al servicio de ciertas ideologías.
Es más, la tendencia contemporánea, dice Harris, es a criticar todo intento de canonización a partir de la revelación de los supuestos “elitistas”, “capitalistas” y, nosotros agregaríamos, “neocoloniales” o “heteropatriarcales” de los textos. Como si revelar estas tramas en las que están insertos y que, de alguna manera, explica su canonización produjera una suerte de “exorcismo mágico” que nos dejase tranquilos y, de alguna manera, cerrase toda conversación posible sobre el mayor o menor valor de lo que se da a leer en nuestras instituciones públicas de enseñanza.
Pero lo cierto es que para construir y defender determinados cánones pedagógicos es necesario hacer ciertas valoraciones con arreglo a ciertos criterios (recordemos que la krinein griega, de la que deriva criterio, pero también crítica y crisis, no es más que la capacidad de juzgar). Y parecería que tanto la valoración como el juicio se han hecho problemáticos.
4.
En Algunas reflexiones sobre la noción de valor, Simone Weil escribe lo siguiente:
Todo artista sabe que no puede haber criterio que permita afirmar con certeza que tal obra es más bella que tal otra. No obstante, todo artista sabe que hay una jerarquía de los valores estéticos, que hay cosas más bellas que otras, que hay cosas que son bellas y otras que no lo son. Si no lo supiera, no haría el esfuerzo necesario para llevar a cabo una obra, no corregiría, no seguiría adelante. Esta condición del artista, obligado a tender sin cesar a una belleza que ignora, pone un matiz de angustia en todo esfuerzo de creación artística. Toda situación humana puede ser objeto de un análisis análogo. Todo lo que es susceptible de ser tomado como fin escapa así a toda definición. Los medios –tales como el poder o el dinero– pueden definirse con facilidad, y por eso tantos hombres se orientan exclusivamente hacia la adquisición de los medios. Pero caen en otra contradicción […] Porque el espíritu es esencialmente, siempre, de cualquier manera que esté dispuesto, tensión hacia un valor; no puede considerar la noción misma de valor como incierta sin considerar como incierta su propia existencia.
Variando el razonamiento de Weil, podríamos decir que todo profesor sabe que no existen criterios claros que puedan establecer con certeza que un texto literario es más valioso que otro. Sin embargo, también todo profesor sabe que hay una jerarquía en el valor formativo de las obras. Si no lo supiera, no buscaría y rebuscaría año tras año en el océano de cuentos, novelas y poesías disponibles cuál es el texto más bello, con mayor fuerza, el que mejor es leído por sus alumnos, el que más cosas deja resonando en el aire, el que mejor se ajusta a un ideal de ciudadanía libre y responsable; no agregaría textos nuevos, no compartiría sus opciones curriculares con sus colegas en busca de complicidades y de nuevas ideas para el próximo curso. Es mucho más fácil, eso sí, definir los medios: cuáles son las capacidades humanas necesarias para la comprensión de estos textos, qué operaciones se derivan de su lectura. Es por eso, entre otras cosas, por lo que los organismos públicos que legislan la educación obligatoria suelen caer en este facilismo, abandonando claramente la reflexión sobre los fines.
5.
Ahora bien, intentemos establecer algunos criterios, animémonos a decir alguna cosa. Por ejemplo: el primer criterio valorativo del que nos habla Harris es la capacidad de un texto para proveer modelos, ideales e inspiración. Si partimos de la base de que la secundaria de un país es el último paso de la educación obligatoria que un Estado de derecho garantiza y requiere de sus ciudadanos, ¿cuáles son estos modelos e ideales que debe promover?
Parece que nuestros estados hubieran olvidado su propia historia. Para observar estas diatribas en torno al canon basta con asistir a las grandes discusiones sostenidas por los intelectuales de los estados americanos en la época de sus centenarios. Encontrándose en pleno proceso de construcción civilizatoria sostienen interesantes alegatos sobre la incorporación de unos textos y la purga de otros de los programas escolares. Basta como ejemplo el caso de Jorge Luis Borges y sus escritos sobre el Martín Fierro en 1941, en la revista Sur. Dice Borges en un artículo titulado “Sobre los clásicos”:
Nuestra república hasta ahora carece de libros canónicos. Los pedagogos quieren improvisarlos, porque suponen que las operaciones mentales son imposibles sin una tradición. A base de los remedos ocasionales de algunos escritores de Buenos Aires o de Montevideo, han inventado la “literatura gauchesca”. Han abundado en controversias en glosarios, en glosas, en biografías, en definiciones críticas. Adoran con particular devoción el _Martín Fierro. […] Nos propone un orbe limitadísimo, el orbe rudimental de los gauchos. Sus glosadores son apenas (lo temo) una especie más pobre de cervantistas: devotos de refranes, de coplas, de barbarismos ínfimos, de mediocres enigmas topográficos. […] No les importa lo importante: la ética del poema._
Para Borges, el modelo de comportamiento y el mundo que abre el Martín Fierro es limitadísimo y pobre, no es capaz de guiar éticamente a los ciudadanos de la nueva república como sí lo hacen Goethe, para los alemanes, o Dante, para los italianos. Lo que orbita en torno a la literatura gauchesca no posee la fuerza y la profundidad que sí poseen los clásicos de la literatura universal. Y por eso considera apresurados los procesos de canonización y de incorporación a los currículos de representantes de esta literatura.
Incluso, podríamos decir que, desde esa perspectiva, la literatura gauchesca enaltece los “valores bárbaros” en desmedro de los “civilizados” que tanto desvelaban a los forjadores de estas naciones recién nacidas (recuérdese, por ejemplo, el célebre y tan discutido “Facundo, o civilización o barbarie en las pampas argentinas”, de Sarmiento, publicado en 1845).
Intuimos que Borges desdeña de los representantes gauchescos valores como la “viveza criolla” (ese andar siempre al borde de la ley, o incluso saltándosela u observando sus intersticios para poder esquivarla), la “maña” en contraposición al método, el nomadismo ladino e idealista contra el asentamiento ordenado y “progresista” de los migrantes europeos recién llegados. Podemos no estar de acuerdo con los dichos de Borges, pero no podemos negar que abre seriamente la conversación.
6.
Si observamos los nuevos programas liceales uruguayos, veremos de qué manera estos criterios valorativos se disgregan en una papilla técnica que no permite enaltecer ningún modelo sobre otro, ningún mundo abierto sobre otro. En el programa del último año de bachillerato observamos juntas y concatenadas (como posibles lecturas sugeridas) las obras de Claudia Amengual Puceiro, María Inés Bortagaray, Gloria Helena Corbellini, María Esther Correch, María Rosa Di Giorgio, Armonía Somers, Alicia Migdal y Susana Soca.
¿Es que da lo mismo el mundo que abre la literatura audaz y luminosa de Marosa di Giorgio que la lúgubre y surrealista de Armonía Somers? Pareciera que la jerga competencial de las nuevas corrientes pedagógicas permitiera que la estimación personal de los redactores ocasionales de los currículos tuviera una primacía sobre la estimación real o, aún peor, que da igual lo que se lea.
A la comprensión de la literatura como subsidiaria de las técnicas de la comunicación, se suman las expresiones de las competencias y logros que se esperan a través del tratamiento de los textos. Las obras de estas autoras deben ser capaces de formar un sujeto que “integra y adecua a través del análisis del discurso femenino en la literatura uruguaya el avance y los procesos comunicativos” y que “participa del debate e intercambio de ideas en relación con la creación femenina a través del tiempo…”.
El texto no deja de ser entonces un artefacto que promueve una u otra competencia, pero cuyo valor intrínseco es indistinto. Si en lugar de unas autoras pusiéramos otras, daría lo mismo, porque lo que importa no es el valor literario del texto en sí, sino las habilidades que permite desarrollar a partir de su lectura y que son, en definitiva, meras habilidades comunicativas.
Todos los enamorados de la literatura deben estar sumidos en un mar de tristeza al observar estas operaciones: Goethe, Dostoievski, Onetti o Mishima tratados como meros artefactos comunicacionales, como meras mediaciones para la adquisición de competencias de comprensión lectora (entendida como mera decodificación) o de técnicas de expresión (entre las que la escritura es una más, y no más importante).
Pareciera que la jerga competencial de las nuevas corrientes pedagógicas permitiera que la estimación personal de los redactores ocasionales de los currículos tuviera una primacía sobre la estimación real o, aún peor, que da igual lo que se lea.
7.
Aquellos valores intrínsecos de la obra (su belleza y su particularidad formal), ese mundo que abre para sus lectores parece que da igual. En “Sobre los clásicos”, dice Borges que:
Un goetheano es una persona interesada en el universo, interesada en Shakespeare y en Spinoza, en Macpherson-Ossian y en Lavater, en la poesía de los persas y en la conformación de las nubes, en hexámetros, en arquitectura y en metales, el clavicordio cromático de Castel, y en Denis Diderot, en la anatomía, en los alquimistas y en los colores, en los graciosos laberintos del arte y en la evolución de los seres.
¡Qué lejos quedan ya las preocupaciones de Borges en torno a la canonización de nuestras discusiones sobre las lecturas en el liceo! ¡Qué lejos queda ya, incluso, cualquier discusión seria sobre el canon!
Ahora bien, ¿qué hemos echado por tierra al olvidarnos de todo posible intento de canonización? Nada más y nada menos que la discusión inteligente, fundamentada, y a veces valiente en torno al valor de los textos literarios en tanto que tales. Y la discusión seria y fundamentada de cuáles son los valores que soñamos para los ciudadanos de nuestras repúblicas, cuáles sus virtudes y disposiciones, cuáles sus maneras de entender sus propias vidas, y entender también el proyecto colectivo que permite sostener una vida digna y buena.
Jorge Larrosa y Soledad Poggio Bousses son profesores.