1.

Ya José Pedro Varela hablaba, en La educación del pueblo (1874), de la necesidad de educar “a los que están llamados a ejercer influencia en los asuntos públicos, como miembros activos de la comunidad”. Y decía, con la rotundidad de los oradores de su época, que “la escuela es la base de la república; y la educación, la condición indispensable de la ciudadanía”.

El capítulo de donde hemos tomado esas frases se titula “La educación y la democracia” y se basa en el postulado de que el compromiso pedagógico con la escuela pública y obligatoria era también un compromiso político con una joven nación que se quería democrática.

Pero ¿qué era eso de que los niños y los jóvenes “están llamados” a ser miembros activos de la comunidad?, ¿o a ocuparse de los asuntos públicos?, ¿o a ser ciudadanos? ¿Qué educación se derivaba de esa llamada? Y, sobre todo, ¿quién o qué llamaba a los niños y a los jóvenes para que fueran a la escuela?

De todos modos, lo que nos interesa pensar aquí es hasta qué punto sostenemos o ya no esas palabras, esas preguntas, o las abandonamos como antiguallas propias de los tiempos fundacionales. O como credos propios de momentos históricos más ingenuos, más optimistas, menos escépticos, menos descreídos. ¿Cómo reescribiríamos nosotros, 150 años después, La educación del pueblo? ¿Seguiríamos manteniendo la relación constitutiva entre escuela y democracia? Y, sobre todo, ¿qué escuela?, ¿para cuál democracia?

2.

Uno de los párrafos más famosos de ese capítulo de Varela termina con la triple reiteración de un verbo, como si fuese una palabra mágica, imperativa: “Educar, educar, educar”. ¿No tendrá que ver ese triple educar republicano con algo así como el cultivo y el cuidado de la lengua?

Tal vez Varela esté repitiendo, en otras circunstancias y con otras palabras, un tópico griego: que somos hombres y no bestias, porque somos animales políticos, porque vivimos en ciudades y no en rebaños. Y que nuestra humanidad se deriva de que no sólo tenemos voz, como los otros animales, para expresar el placer y el dolor (lo que nos hace sufrir y lo que nos hace gozar), sino que estamos dotados de palabra, de lenguaje, de razón, y por eso somos capaces de discutir sobre lo justo y lo injusto. ¿No somos ciudadanos precisamente porque hablamos y en tanto que hablamos? ¿Y porque hablamos, o intentamos hablar, razonablemente?

3.

Podríamos decir que la democracia está basada en la convicción de que debe ser el diálogo igualitario entre los ciudadanos el que rija la ciudad (y no el poder o el dinero). O que la república consiste en ocuparse entre todos de los asuntos comunes. Algo que ya sabían los griegos, que inventaron la democracia y la escuela. Algo que también sabían los arquitectos de las democracias modernas, como Varela, esos que universalizaron la escuela, la hicieron pública, laica y obligatoria, y le encomendaron, como tarea principal, que enseñara a leer y a escribir. Y algo que era del todo evidente para los que lucharon por la independencia de las jóvenes naciones africanas, o por la libertad y la justicia en muchos países de Latinoamérica, cuando las campañas de alfabetización seguían casi necesariamente a las revoluciones democráticas.

Como si una de las condiciones para que los ciudadanos puedan gobernar es que existan espacios públicos para poder debatir, instituciones democráticas para poder participar en ellas, y una lengua común (elaborada, normada y hecha consciente por la lectura y la escritura) que permita tanto el debate como la participación “en los asuntos públicos”.

4.

En La posdata comunista dice Borys Groys que “el medio en el que funciona la economía es el dinero”, que opera con cifras. Y que “el medio en el que funciona la política es la lengua”, que opera con palabras; porque está hecha con “argumentos, programas y resoluciones, pero también con leyes, órdenes, prohibiciones, decisiones y disposiciones”.

Lo que hace Groys es establecer una distinción nítida entre el lenguaje y el dinero, la democracia y el capitalismo, la política y la economía; para afirmar enseguida que la república (lo que él llama “comunismo”) es “la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio del lenguaje”, es decir, la fundación y el mantenimiento de una praxis social en la que el lenguaje, es decir, la democracia, es decir, la política, sea capaz de imponer reglas al dinero, es decir, al capitalismo, es decir, a la economía.

Lo que sería otra forma de decir, con los antiguos, que el lenguaje no sólo nos hace lo que somos, sino que puede hacernos mejores de lo que somos. Por eso, continúa diciendo Groys:

Sólo cuando el destino es objeto de una formulación verbal y de una decisión política, el humano se convierte realmente en un ser que existe en la lengua y a través de la lengua. El humano accede así a la posibilidad de argumentar y de protestar. Tales argumentos y protestas no siempre muestran sus efectos. A menudo se los ignora o incluso se los reprime, pero en sí no carecen de sentido. Tiene sentido y está justificado reaccionar ante las decisiones políticas en la lengua como medio porque esas mismas decisiones han sido formuladas por medio de la lengua (…). Todo lo que ha sido decidido en la lengua puede ser objeto de una crítica verbal.

5.

La lengua es el medio de la democracia, su atmósfera, su condición, su garantía, su fundamento. Por eso sólo podemos llamar ciudadano a un individuo que participa en las decisiones colectivas a través del uso de la lengua. Por eso la escuela pública moderna se propuso enseñar a todos los niños a leer y a escribir, a hablar y a escuchar, a conversar y a deliberar, a argumentar y a protestar, a decidir y a criticar. Por eso, la educación para la ciudadanía no es sólo una parte de la educación, sino que toda educación que se precie lo es para la ciudadanía. Y, desde luego, no consiste en socializar a los niños en los valores que nos parecen más adecuados, ni siquiera en enseñar a vivir y a con-vivir, sino que, de un modo más fundamental, es un ejercicio permanente para convertir a los niños y a los jóvenes en sujetos cuya existencia (también su existencia política) se da en la lengua y a través de la lengua.

Cuando en una sociedad es el dinero el que manda, y no la lengua, la política deja de ser democrática, o incluso, si somos estrictos, deja de ser política para convertirse en dominación.

Llamar a los niños y a los jóvenes a la ciudadanía pasa por enseñarles a pedir y a dar razones, a que se tomen en serio la propia palabra al tiempo que respetan la palabra de los otros, a decir lo que piensan y, sobre todo, a pensar lo que dicen, a hacerse responsables de lo que dicen y de lo que piensan. Todas ellas prácticas que pasan necesariamente por el alfabeto.

6.

Pero cuando en una sociedad es el dinero el que manda, y no la lengua, la política deja de ser democrática, o incluso, si somos estrictos, deja de ser política para convertirse en dominación. De hecho, podemos llamar democracia a una serie de inventos institucionales que posibilitan que los ciudadanos puedan decidir en común (hablando, es decir, argumentando y protestando) sobre lo justo o lo injusto. Y podemos llamar capitalismo a un modo de funcionamiento social en que el (poder del) dinero siempre triunfa sobre (el poder de) la lengua. De ahí que la erosión de la democracia pase, fundamentalmente, por la degradación de la lengua, por la debilitación de su precisión y de su fuerza, y por la destrucción de su carácter común y comunitario. También Groys:

La pregunta por la posibilidad de gobernar en la lengua y a través de la lengua puede formularse de la siguiente manera: ¿puede la lengua como tal, y en caso afirmativo en qué condiciones, llegar a ejercer una coerción suficiente para gobernar a la sociedad? Esta es una posibilidad que suele ser directamente negada: en especial en nuestra época está muy difundida la concepción de que la lengua es en sí totalmente débil, totalmente impotente. Esta situación refleja correctamente la situación de la lengua bajo las condiciones del capitalismo. En el capitalismo la lengua es, en efecto, impotente.

7.

Sin embargo, al final del libro, Boris Groys sugiere que los intentos de gobernar en el medio de la lengua seguirán siendo legítimos e inevitables, y que nunca se podrá reprimir del todo ese deseo. Ello ocurre porque, aunque su fuerza sea débil, “la lengua es más general, más democrática, que el dinero”, porque “lo que se puede decir es más de lo que se puede comprar o vender”, porque la lengua, y no el dinero, “es el medio de la igualdad”, porque “la verbalización de las relaciones de poder en la sociedad le da a cada individuo la posibilidad de contradecir al poder, al destino, de criticarlos, acusarlos o maldecirlos”.

A condición, desde luego, de que siga habiendo escuela. Y de que la escuela siga entendiendo su tarea como un cuidado y un cultivo de la lengua que, desde luego, son imposibles sin el alfabeto.

8.

No sabemos si hemos llegado al final de ese arco temporal que se abrió en Grecia hace 25 siglos con algunas ideas revolucionarias permitidas, justamente, por la invención y la generalización del alfabeto. Esas de que los seres humanos existen en la lengua y a través de la lengua; de que todo lo que existe puede ser verbalizado y, por tanto, criticado y reformulado; de que las palabras son el medio mayor que tienen los hombres para adueñarse de su vida, de su mundo y de su destino; de que enseñar a leer y a escribir es iniciar a los nuevos en una lengua precisa y hermosa, hacerlos capaces de palabrear el mundo, de pensarlo, hacerlo consciente y, por tanto, de configurarlo y reconfigurarlo.

Son muchos los que dicen que estamos entrando en una época posalfabética, posletrada, poshumanista (y también posdemocrática). Y tal vez tengan razón. Pero nunca ha sido fácil, y nos toca a nosotros, escolares, ciudadanos, republicanos, decidir si todavía podemos y queremos ser filólogos (es decir, amigos y amantes del logos, de la palabra), si todavía podemos y queremos ser filósofos (amigos del pensamiento), y si todavía creemos en la capacidad de ambos, de la palabra y del pensamiento, para iluminar el mundo, para nombrarlo, para formarlo y transformarlo. Nos toca decidir, en definitiva, si aún podemos y queremos ser letrados y demócratas (aunque la sociedad empiece a no ser ni lo uno ni lo otro).

9.

En uno de los ensayos incluidos en Elipses, el dramaturgo Juan Mayorga lo dijo así:

No se me ocurre que pudiera ofrecerse en nuestros colegios e institutos una asignatura más útil que aquella que ayudara a los chavales a pensar cómo usamos las palabras y cómo somos usados por ellas. Una asignatura que les diese a conocer la historia de unas cuantas palabras importantes (Verdad, Razón, Ciencia, Belleza, Justicia, Bien, Mal, Dios, Libertad, Progreso, Democracia, Nación, Historia…) y los diversos intereses a que han servido a lo largo de los tiempos. Una asignatura, sí, donde meditar sobre la relación entre la palabra Tiempo y todas las demás palabras. Una asignatura en la que examinar cómo esas palabras se abrazan o se enfrentan, cómo esconden o se esconden, cómo devoran a otras o son engullidas por otras. Una asignatura donde preguntarse qué tienen que ver el lenguaje, el dinero y la guerra. Una asignatura en la que indagar quiénes y por qué eligen las palabras con las que pensamos, las palabras en las que vivimos. Esa asignatura tendría entre sus primeros asuntos el significado del verbo educar. Se ofrecería en cada curso y en las mejores horas de cada curso, porque ninguna exigiría tanto de profesores y alumnos. Y al acabar el bachillerato, todos tendríamos que seguir estudiándola, porque nunca se nos aprobaría. A una asignatura así, la más urgente, podríamos darle el nombre de aquella otra que el Ministerio de Educación ha decidido arrojar al trastero de cachivaches inútiles. Podríamos llamarla Filosofía.

O, quizás, si es verdad que la política democrática pasa por la “verbalización” de todo y por la crítica permanente a esa verbalización, podríamos llamarla también educación para la ciudadanía. Algo tan antiguo como Varela. Y tan antiguo como la filosofía. Porque fueron los filósofos griegos los primeros que trataron de responder, también en sus reflexiones sobre educación, a la pregunta por las condiciones de posibilidad para que los vivientes dotados de palabra pudieran gobernar y gobernarse a través de la lengua (y no del poder o del dinero).

10.

¿Qué significa, entonces, el verbo educar si aún queremos ser demócratas, si aún creemos que los niños y los jóvenes están llamados a ser ciudadanos? ¿Sigue significando, quizá esencialmente, como en el origen de nuestra república, como en la Antigua Grecia, enseñar a leer y a escribir?

De hecho, el mismo Boris Groys dice, al final de su libro, que “instalar un gobierno por medio de la lengua” es instalar “un gobierno de filósofos”. Algo que no significa el gobierno de los que saben lo que es justo, sino el de los ciudadanos que son capaces de discutirlo, porque saben hablar, es decir, argumentar y protestar. Aunque sepan también que esa discusión es interminable y que, muchas veces, será ignorada o reprimida.

Jorge Larrosa y Soledad Poggio Bousses son profesores.