¿Cómo pensar la formación escolar de un lector? ¿En qué medida esta formación es de naturaleza política? ¿Cómo escapar, ya que, en mi opinión, es necesario escapar o, al menos, ir por otro lado, de la perspectiva técnico-tecnicista sobre la formación escolar de un lector, esa perspectiva que recurre permanentemente a juegos de correlaciones sociológicas que certifican ciertas identidades entre lugares de procedencia, habilidades de lectura y escritura y planes o programas específicos para trabajar con quienes no han podido llegar a cierto nivel lecto-escritor, sobre todo cuando estos ingresan a la educación terciaria? Dicho de otra manera: ¿podemos pensar el problema de la formación de un lector de una manera distinta, sin sentir sobre nuestros hombros la fuerza gravitacional del discurso sociológico que grilla la vida social en quintiles, índices o indicadores, factores de diverso tipo?

La formación escolar de un lector tiene que ver con muchas cosas diferentes, algunas de las cuales exceden claramente lo que puede hacer la escuela. Una de esas muchas cosas concierne a la decisión política de transformar la formación en lengua de los maestros en una dirección diferente de la que ha dominado en los últimos tiempos, que ha sido una formación demasiado utilitaria para la dimensión de la tarea que la sociedad les ha encomendado. Pero ¿qué es exactamente formar en lengua a los maestros? ¿Acaso no se los está formando hoy mismo en esta área? ¿Esto quiere decir que egresan maestros con una formación en lengua insuficiente? Hay diversas “pruebas” de esta insuficiencia en la formación en lengua de los futuros maestros. La existencia del Programa de Lectura y Escritura en Español (Prolee) en la órbita de la Administración Nacional de Educación Pública, nacido en 2011, es quizás la “prueba” más elocuente al respecto, porque es una especie de síntesis de lo que quiero discutir aquí.

Lo que está pasando, lo que viene pasando, decía, desde hace bastante tiempo es que la formación en lengua de los futuros maestros es, programáticamente hablando, de baja calidad, puesto que los programas de las asignaturas o los espacios que toman a su cargo esta formación son una especie de mezcolanza en la que entra de todo un poco y, además, de todo un poco para plantear, desarrollar y discutir en muy poco tiempo. No hay, pues, una auténtica formación sistemática, por ejemplo, en gramática, en algunas nociones básicas de semántica, de pragmática, de literatura (incluyo acá la formación en cosas como teoría literaria, estilística, como existe, por ejemplo, en la formación de los profesores de Idioma Español). Además, todo ocurre a una velocidad contraproducente para lo que supuestamente queremos: alfabetizar a los alumnos escolares en una etapa de la educación formal en la que, de no conseguirse este objetivo, se comienza a arrastrar un “déficit” que resulta casi imposible de revertir, por más políticas focalizadas que se elaboren para subsanar un problema que podría haberse evitado si se hubiera pensado la formación docente en lengua de otra manera, con otra paciencia, con otra intensidad, con otros contenidos y otra conciencia de lo que está en juego, de cómo la alfabetización escolar repercute en Secundaria y, llegado el caso, en la Universidad (las políticas focalizadas a este respecto son parte de un consenso acerca de cómo deben enfrentarse estos problemas, consenso cuyos presupuestos que debemos desarmar para reorientar la interpretación que hacemos de la realidad).

No quiero decir con esto, sin embargo, que la formación en lengua de los maestros sea una suerte de vía salvadora de los problemas generales que afectan a la educación uruguaya; sí quiero decir que no podemos esperar resultados positivos, particularmente en lectura y escritura, sin una buena formación magisterial en el área de la que estamos hablando (¿por qué, cuando los maestros ya están “en servicio”, no reciben una formación en gramática que se pueda ir profundizando año a año?). Esto supone, en primer lugar, transformar la propia relación de los maestros con la lengua en general y con los textos en particular, sobre todo con los textos literarios, lugares donde aquella es llevada a sus máximas posibilidades expresivas y, por lo tanto, el pensamiento es capaz de encontrarse con el mundo de una nueva forma, más fina, más compleja, más ambigua, más estratificada. Se trata, entonces, de construir una relación no instrumental con la lengua, una sensibilidad diferente que entienda que la forma del mundo es esencialmente lingüística y estética, a causa de lo cual es o puede ser, también, política.

En tal sentido, podemos preguntarnos: un maestro, ¿tiene que recibir una formación relativamente profunda en gramática, conocer la fonología, la morfología y la sintaxis del español con algún tipo de profundidad?, ¿cómo hace un maestro para intervenir sobre los textos de sus alumnos cuando les pide, por ejemplo, que, de acuerdo con la actividad marcada, desarrollen más una idea? Esto es, desarrollar más una idea, expandirla aquí o allá, en esta parte del texto o en esta otra, ¿no es sobre todo expandir la estructura sintáctica de las expresiones por medio de las cuales se efectúa la descripción, expansión que implica diferentes maneras de modificar, por ejemplo, a un sustantivo (ver lo que está entre paréntesis al final de este párrafo)?, ¿qué estrategias gramaticales, por así decirlo, están envueltas en ampliar la descripción de un personaje, un objeto o un paisaje en una narración? (Supongamos el texto sobre el que el maestro interviene y una dirección posible de su intervención: En la esquina de su casa había [un árbol] > En la esquina de su casa había [un árbol lleno de hojas] > En la esquina de su casa había [un árbol que ellos mismos habían plantado] > En la esquina de su casa había [un árbol lleno de hojas cuya textura se parecía a la textura de la lengua de un gato], etcétera) (en negrita aparecen los sustantivos a expandir o expandidos y, en cursiva, los elementos que concretan la expansión).

Esto es apenas un ejemplo que ilustra con claridad, creo, en qué medida el conocimiento de la gramática está comprendido y comprometido en la enseñanza de la lengua. Sin embargo, la formación en lengua de los futuros maestros no ofrece en la actualidad las “herramientas” conceptuales suficientes para afrontar este desafío en ninguno de los años o grados escolares. ¿Por qué, entonces, no se piensa y se diseña una formación en gramática y en otros aspectos de la lengua y del discurso con el fin de que, a través de ellos, los maestros puedan llegar a tener otra relación con la lengua y con su didáctica escolar?

¿Por qué no se piensa y se diseña una formación en gramática y en otros aspectos de la lengua y del discurso con el fin de que, a través de ellos, los maestros puedan llegar a tener otra relación con la lengua y con su didáctica escolar?

En este marco de la reflexión, muy sucinto, por otra parte, nunca falta algún mesías que quiera dejar su huella o su impronta personales en el diseño de la formación docente en general y de la formación en lengua en particular; que quiera pasar a la historia de la educación como aquel que ha intervenido técnica y/o políticamente de tal manera que, finalmente, ha podido concretar determinados cambios en algún camino posible; cambios que, por lo general, empeoran (porque han empeorado) las condiciones formativas de aquellos a quienes están destinados. Así y todo, a sabiendas de que los cambios no son esos (no quiero atribuir intenciones de otro tipo), parece que todos estamos esperando que los maestros generen resultados satisfactorios en el “desempeño lingüístico” de sus alumnos cuando, en rigor, son lanzados al ruedo con un escarbadientes: poco tiempo para reflexionar sobre aquello que van a enseñar después; poco tiempo para construir una relación verdaderamente sensible, crítica, con la materia de estudio y de enseñanza: la lengua española en sus diversas dimensiones, entre las que la gramática debería tener otro lugar (la defenestración de la gramática es largamente conocida); poco tiempo para pensar las distintas implicancias de la enseñanza de la lectura y la escritura y de su no enseñanza, de los problemas que se producen cuando los alumnos no logran aprender a leer y a escribir “en tiempo y forma” en un cierto nivel mínimo que, eventualmente, les permita ampliar sus capacidades y comenzar a moverse con mayor autonomía en las otras áreas del saber (historia, geografía, biología, etcétera), en las que también se enseña a leer y a escribir (no debería separarse la lectura y la escritura en clases de lengua y clases de otra disciplina, o debería enseñarse a leer por igual en todas las asignaturas).

Digamos una obviedad, pero que solemos olvidar con cierta regularidad: nadie puede enseñar bien lo que no sabe bien. Hay que saber 100 para enseñar 10.

El problema, como se ve, tiene su complejidad. Apostar por una buena formación teórica nunca es contraproducente, aunque ella sola no conduzca linealmente a la obtención de los resultados deseados. Sin embargo, las prioridades parecen estar pasando por otros lados, algunas de las cuales responden a una urgencia inaplazable; otras, en cambio, son prioridades que deberían pasar a un segundo o tercer plano, si no fuera porque la formación docente es un territorio codiciado, muchas veces de forma silenciosa, por la política partidaria, cuando no es, o después de haber sido, un territorio lisa y llanamente olvidado.

Santiago Cardozo González es maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español y doctor en Lingüística, y se desempeña como docente en la Universidad de la República.