Hace un año que no escribo las crónicas del aula; la última fue sobre la Marcha del Silencio y, como si hubiera sido una premonición, me quedé callada el resto del año. Hoy me encuentro queriendo romper ese silencio con una historia que no responde a ese calendario ni acompaña el tono de este mes, en que marchamos por los que no están, por los que todavía no han podido volver. Esta vez quiero hablar de otra cosa, más trivial y doméstica, pero que se cuela en cada publicidad de mayo. Y, sin embargo, también es un silencio: uno que me ha acompañado durante años y que recién ahora me animo a poner por escrito.
El sábado 17 de mayo, víspera del Día de la Madre, conversando con un grupo de amigos, el tema surgió como surgen los temas verdaderos: de costado, sin buscarlo, como si se esperara a sí mismo. Sentí que quizás era el momento de contarlo; no para destruir ilusiones, y mucho menos las de quienes encuentran en ese día una forma sincera de ternura, sino para decir algo que necesitaba ser dicho, por mí y tal vez por otras madres que lo hayan sentido, pero nunca se atrevieron a expresarlo por miedo a ser tachadas de malas madres. Hay tantos detalles de nuestras vidas que nos convierten, casi sin darnos cuenta, en malas madres ante los ojos ajenos… pero, sobre todo, ante los propios.
Mis amigos me preguntaron si mis hijos vendrían a visitarme. Respondí, con una sonrisa entre divertida y desafiante, que hacía años había abolido el Día de la Madre en mi casa. A nadie pareció escandalizarle la respuesta; incluso alguien asintió, como si también hubiera pensado en hacerlo alguna vez. Y yo supe, en ese instante, que allí había algo que podía convertirse en crónica: algo que, dicho en voz alta, dejaba de pesar como secreto para volverse pensamiento.
Siempre me incomodó la lógica de esa fecha; me parecía arbitraria, impuesta, multiplicadora de culpas. Había que dividirse para saludar a todas las madres del árbol familiar, como si el afecto pudiera distribuirse en cuotas y horarios. Y no era como un cumpleaños, que es de alguien, tiene nombre, rostro, una historia compartida; ni como una fecha religiosa, que se respalda en símbolos comunes y en creencias más o menos profundas. El Día de la Madre no tiene relato en Uruguay: es un mandato comercial disfrazado de amor y virtud, importado de Estados Unidos, donde se oficializó en 1914. Sin embargo, año tras año, yo me encontraba repitiendo el ritual: recibiendo de mis hijos regalos que, en realidad, salían de mis propios aportes al presupuesto familiar, y aceptando saludos que no sabía bien si eran para mí o para esa figura que la publicidad había construido en mi lugar.
Pero hubo un día en particular que se volvió bisagra. Fue en 2007, cuando mi hijo menor aún estaba en jardinera. Ese viernes, la escuela organizó la clásica fiestita previa a la fecha, y yo, que trabajaba como docente en la otra punta de Montevideo, sabía que no iba a llegar a tiempo; pero no podía fallarle. Pedí un taxi que me costó una fortuna, y el chofer hizo malabares para evitar el tránsito. Llegué cinco minutos antes de que terminara el acto. Cuando entré, las otras madres ya estaban aplaudiendo; todas con sus regalitos en la mano: un dibujo, un marcador de libros, una de esas cosas que todavía conservo, sin saber muy bien de cuál año fue cada una. Lo que no se me borró nunca fue la mirada de mi hijo: enojado, endurecido, como si todo lo que albergaba su cuerpo en ese instante le impidiera sonreír al verme, transpirada y aliviada de haber llegado. No me dijo “feliz día”; me dijo, simplemente: “No me viste cantar”. Y agregó que cada compañero le había entregado el regalo a su mamá junto con la maestra.
—El tuyo lo tengo acá. Tomá.
Fue como una puñalada. Tras salir de la escuela (yo con mi sonrisa impostada para responder los saludos bienintencionados de otras madres), en la vereda me di vuelta, lo miré fijo y, apuntándole con el dedo, le dije, furiosa: “¿Este es mi regalo del Día de la Madre? ¿Gastar 1.000 pesos en taxi, llegar con la lengua afuera y que me mires con esa cara de malo?”.
Recuerdo su expresión impenetrable, como si todo lo que le acababa de pasar no pudiera encontrar una salida en palabras, ni en llanto, ni en una disculpa. Esa fue, para mí, la primera vez que abolí el Día de la Madre. Tardé en hacerlo explícito, claro; era mi secreto. Seguí yendo a las fiestas escolares, seguí recibiendo saludos, seguí repartiendo tiempo entre hijos, suegra y madre. Pero algo ya se había quebrado; o mejor dicho, liberado.
El Día de la Madre no tiene relato en Uruguay: es un mandato comercial disfrazado de amor y virtud, importado de Estados Unidos, donde se oficializó en 1914.
Un par de años más tarde, cuando mis dos hijos ya estaban en Primaria, me vi reflejada en otros rostros que terminaron de convencerme. Ese año, las fiestitas para las madres se hicieron en los salones de clase, todas a la misma hora, un rato antes de la salida. Nadie parecía haberse preguntado si habría madres con más de un hijo en la escuela. Y claro que las había. Las recuerdo al cruzarnos en el patio, con esa culpa tan reconocible en la cara: la culpa de haber estado en el salón de una hija durante la primera parte, y tener que irse a la mitad para entrar, a la vista de todo el mundo, justo en medio del festejo del otro hijo. Éramos varias, corriendo por los pasillos con el corazón dividido en mitades mal empalmadas, entrando coloradas a salones atiborrados de mujeres que sí habían llegado en hora.
Cuando mis hijos terminaron la primaria, les anuncié que en casa no se volvería a festejar el Día de la Madre. Ahora, que ya son adultos y no viven conmigo, a veces nos vemos justo ese día, pero por casualidad, como podría haber sido cualquier otro domingo. Y así está bien.
Este fin de semana, mientras reflexionaba sobre estas cosas con mis amigos, sentí que esta historia podía ser parte de las crónicas del aula. Porque mi decisión de abolir el Día de la Madre no nació de un gesto ideológico, sino de mi experiencia como madre en la escuela; de esas vivencias tan concretas, tan cotidianas, donde el afecto se vuelve deber y el deber, tantas veces, asfixia.
Lo cuento, consciente incluso de que esos actos escolares a menudo son lo único genuino que le queda a esa jornada. Consciente también de que esta nota me delata como mala madre, y además confesa. Pero estoy segura de que alguna lectora debe compartir esta pequeña herejía, y saber que no es la única abolicionista quizás le arranque una sonrisa culpable.