1.
La escena fue claramente escolar. La actividad: una salida de campo. La materia de estudio: las mariposas. El profesor: un amante del bosque, de los insectos y de los pájaros, un estudioso, un aficionado en el mejor sentido de la palabra. Las herramientas del profesor: un cazamariposas autorizado y un libro-guía con las fichas de las mariposas de la zona bastante desvencijado de tanto uso. Las herramientas de los participantes: algunos cuadernos, algunas láminas coloridas con las especies más comunes y vistosas, algunas cámaras de fotos. Los alumnos o estudiantes (si no negamos, haciendo como si nos estorbara, el vocabulario escolar): un grupo variopinto de señoras, profesores jubilados, niños de jardinera, recién nacidos envueltos en portabebés, padres cargados de entrepanes, un escolar interesado que presumía de manejar un cierto vocabulario (crisálida, espiritrompa…), y un niño-adolescente de ojos verdes, ya muy grande para ser niño, aunque todavía lo bastante pequeño para que no le diera vergüenza escuchar las explicaciones con un brazo tendido sobre el cuello de su madre.
Antes de verlas volar, supimos que hay mariposas diurnas y nocturnas; que hay orugas que sólo se alimentan de un tipo concreto de planta y se llaman especialistas; que hay otras –las generalistas– a las que les da lo mismo comer una cosa que otra; que las hay que cumplen su ciclo vital dos o tres veces al año, otras cada año y otras cada dos años; que las hay que migran y que hibernan; que algunas “patrullan” por las laderas, recorriendo kilómetros en busca de la ocasión propicia para aparearse, mientras que otras defienden violentamente un mínimo territorio del que nunca salen.
No habíamos dado siquiera dos pasos cuando encontramos dos arnas inmensas pegadas a la piedra fría de la plaza: supimos su nombre, la función defensiva de los ojos pintados en sus alas, el porqué de su temblor y su casi inmovilidad, su estar seguramente ya en el final de su vida. Celebramos la fortuna de aquel encuentro insospechado como si fuera el augurio de una excursión colmada de maravillas. Y así lo fue.
A lo largo de cuatro horas, algo del encanto del descubrimiento nos fue envolviendo, y cada vez que Jordi se separaba del grupo con su cazamariposas, esperábamos expectantes a que volviera, con las láminas en las manos, para intentar ponerle nombre a aquella belleza observando colores y tamaños, formas de plegar las alas, tipos de antenas. A veces alguien arriesgaba un nombre, señalando algún dibujo en el manual y, cuando acertaba, algo como la alegría del descubrimiento se instalaba entre nosotros.
Esa mariposilla blanca que tantas veces habíamos visto volar en los prados ahora tenía un nombre y, con el nombre, una morfología, unos hábitos y una forma de vida. No sólo estábamos admirados por unas apariciones coloridas y fugaces, sino que nos íbamos introduciendo en todo un mundo, el de las mariposas, y, con ellas, en una mejor comprensión de los caminos que recorríamos en nuestros paseos de todos los días. Empezábamos a ver de otro modo, a nombrar lo que veíamos de un modo más preciso, a entender mejor lo que éramos capaces de nombrar. Teníamos la sensación de que empezábamos a “saber” de mariposas.
Nos pasamos así las horas, atentos a cada aleteo entre los arbustos, armados de nuestras primeras clasificaciones, achicando los ojos para percibir los detalles que nos permitieran distinguir, con una alegría inusitada en el cuerpo y en el alma. Había en el aire una especie de conmoción compartida, un júbilo atento y contenido, un estarse juntos a la espera de que el milagro de mirar, nombrar y comprender ocurriera de nuevo. En esa sorpresa de descubrir por nosotros mismos, como si fuera por primera vez, lo que ya estaba en el libro.
Además, dominando el ritmo y el suspense, Jordi anunció que al final del paseo nos contaría de una mariposa “increíble” que vivía en prados de media altura, la “formiguera gran”. Ni siquiera renunció a “mandar tarea” y recomendarnos que subiéramos a lo alto de un roquedal próximo porque era la época del año precisa para ver la bellísima danza de apareamiento de otra de las mariposas de la zona, la “papallona reina” o Papilio machaon, cuyo nombre científico, además, según nos dijo, tiene una curiosa relación con un personaje de la guerra de Troya.
Cuando le preguntamos por los nombres populares de las mariposas nos dijo que el nomenclátor catalán es reciente, que hasta hace pocos años se las llamaba distinto en distintos lugares, que por mor de la comunicación entre estudiosos es necesario unificar las taxonomías y las nomenclaturas. Y, por un momento, no pudimos dejar de envidiar a esa comisión de biólogos del Instituto de Estudios Catalanes que había tenido el privilegio de bautizar los centenares de especies que viven en ese territorio lingüístico.
2.
Unos días antes, en Barcelona, habíamos asistido a la exposición, comisariada por Didi-Huberman: “En el aire conmovido”. El título, tomado de un verso del “Romance de la luna luna”, de Federico García Lorca, trataba de sugerir la relación entre un elemento material (el aire) y un elemento emocional o anímico (la conmoción), ese no se qué que se instala en ocasiones en un grupo de personas, emocionándolas, haciendo que un proceso de transformación subjetiva sea posible.
La muestra se basaba en una cierta elaboración de la noción lorquiana de “duende”. Trataba de dar cuerpo a ese aire conmovido a partir de piezas heterogéneas (textos, fotografías, pinturas, videos, fragmentos de películas) que contenían, por ejemplo, cantaores flamencos en sus primeras respiraciones antes de arrancar el cante, supervivientes de los campos de exterminio quebrados por rememoraciones terribles, niños mirando fascinados su primera película, cuerpos alegres participando en revueltas populares o transidos de dolor en lamentos de duelo, dibujos hechos por niños en plena guerra o en campos de refugiados, la primera sonrisa de una niña recién nacida filmada con el móvil tembloroso de una joven madre en la ciudad bombardeada de Alepo.
Una de las secciones de la exposición se titulaba “Pensamientos”, tenía como lema “¿qué misterioso pensamiento conmueve a las espigas?”, y estaba precedida por un texto que diferenciaba dos actitudes opuestas frente a esas conmociones “que nos afectan ante ciertos seres, ciertos gestos, ciertos textos, ciertas cosas”. La primera intenta explicarlas “sometiéndolas a reglas” (a “una gramática, un alfabeto, un diccionario”). Y la segunda intenta comprenderlas directamente, tal como se manifiestan, “analfabetas”, en el mundo. A partir de ahí, las piezas se distribuían en dos líneas, la de la “alfabetización” y la de la “emancipación”.
Para nuestra sorpresa, la tesis era la siguiente: hay movimientos que ordenan las cosas del mundo, que las nombran y las clasifican; y hay otros que irrumpen en ese orden generando distorsiones, desviaciones, formas distintas (¿emancipadas?) de ver y de sentir. En la primera línea había filósofos, pedagogos y científicos. En la segunda, otros filósofos, pero sobre todo artistas, poetas y músicos. Y parecía que lo del aire conmovido estaba reservado para la segunda línea. Repitiendo ese tópico de que sólo hay emoción cuando se interrumpe una tradición, un sistema, un modo dado de ver y de nombrar. En palabras de Didi-Huberman, cuando hay una experiencia, entendiendo por tal “un puro momento que parece carecer tanto de antes como de después, y que aparece como una sorpresa, en la acepción más radical de esta palabra”.
3.
¿Y las mariposas? ¿Qué hay de esa alegría infantil de la clasificación, el orden y el nombramiento del mundo que nos conmovió a todos en ese caminito pirenaico una mañana de sábado? ¿Qué hay de esa emoción que surge del aprender y del comprender? ¿Y de la que surge del enseñar, del compartir lo que se sabe y lo que se ama? ¿Por qué esa imposibilidad de ver pasiones y pasiones compartidas, aires conmovidos, en las actividades propiamente escolares? ¿Cómo se ha producido ese tópico de que no hay emoción en el conocimiento, en la repetición, en la tradición? ¿Por qué los artistas, los poetas y los músicos se presentan como los únicos capaces de emocionar, de producir conmociones “emancipadoras” y “transformadoras”?
En nuestra salida de campo hicimos “ejercicios escolares” que no son otra cosa que gimnasias de la atención. Utilizamos las “clasificaciones escolares” como instrumentos de conocimiento. Estuvimos “gramatizando” el bosque, si entendemos por “gramatización” la práctica escolar elemental que permite el paso de lo continuo a lo discreto, de las mariposas en general a los diferentes tipos de mariposas, de una visión analfabeta y puramente sorprendida a una visión más detallada y entendida, según un atlas o un diccionario.
Pero esas maneras escolares de hacer las cosas no impidieron que nuestro paseo estuviera lleno de emociones. Y de emociones colectivas, como si la fascinación atenta que se veía en algunas caras fuera contagiosa y, entre todos, estuviéramos creando una atmósfera concentrada y estudiosa, pero no por ello menos asombrada. Nuestras mariposas, trabajosamente estudiadas y reconocidas, también conmovían el aire. Porque ahora, además de sorprendernos, nos hablaban. Y alguien del grupo, justo antes de disolverse, dijo que nos pasaba lo que nos pasaba porque somos bichitos escolares, de esos que encuentran un placer verdadero en aprender de la mano de alguien que sabe y que pone todo su empeño en compartirlo; la emoción de recorrer un camino de montaña con alguien que señala lo que sale al paso, lo va nombrando, y te va enseñando a distinguirlo, a reconocerlo, a saberlo, a saborearlo y a apreciarlo.
¿Qué hay de esa emoción que surge del aprender y del comprender? ¿Y de la que surge del enseñar, del compartir lo que se sabe y lo que se ama? ¿Por qué esa imposibilidad de ver pasiones y pasiones compartidas, aires conmovidos, en las actividades propiamente escolares?
Hubo seis frases de Jordi que, seguramente, son las que motivan este artículo. La primera, cada vez que alguien hacía una pregunta: “Todo tiene un por qué”. La segunda, cuando dudaba antes de responder: “Cuanto más sabes de algo, más consciente eres de todo lo que ignoras”. La tercera, cuando mostraba su preocupación y su tristeza por la rapidísima disminución de la biodiversidad en la zona y, más concretamente, por la mengua de las poblaciones de mariposas: “Para conservar hay que amar, y para amar hay que conocer”. La cuarta, cuando nos recomendaba bibliografía y páginas especializadas: “Ahora, con las nuevas tecnologías, saber es mucho más fácil que antes”. La quinta, cuando nos animaba a seguir estudiando: “Hay muchísimas cosas hermosas e interesantes cerca de casa, no hay que ir a la otra punta del mundo para verlas, basta atender a lo que hay y que normalmente no vemos, basta demorarse un poco y dedicarle tiempo”. La sexta, después de contarnos las increíbles estrategias de supervivencia de algunas especies: “Somos unos recién llegados a este planeta y, aunque nos creamos los mejores, deberíamos estudiar más, y aprender más de la naturaleza”.
Nos estaba diciendo que los colores del mundo son bellos, claro, pero que también hay belleza en que haya en ellos un orden y un por qué; que cualquier materia de estudio es infinita y que el estudio nunca termina; que nuestro estar en el mundo pasa también por la comprensión y el cuidado; que tenemos que ser más humildes respecto de lo que continúa dándonos lecciones; que la naturaleza nos habla de ella misma, pero también de nosotros en relación con ella, de nuestra estupidez, nuestras carencias y nuestras limitaciones; que la única excusa para ignorar la belleza de lo que hay ahí afuera, cerca de casa, es nuestra falta de interés, nuestra indiferencia, nuestra prisa, nuestra desgana, nuestro narcisismo.
No pudimos sino recordar, una vez más, lo que dice Hannah Arendt de la escuela, que tiene que ver con el amor al mundo, con el cuidado del mundo, con la salvación del mundo; y eso a través del saber, del aprender y del estudiar. Y pensamos que son los estudiosos los únicos que salvarán las mariposas, si es que tienen salvación, porque las aman con un amor más atento, más responsable y duradero que el de los que simplemente se emocionan al verlas, consumen por un instante su belleza y les dedican poemas admirados.
4.
También hay aire, y aire conmovido, en otro poema de Lorca escrito seguramente para niños. El poema se titula “Mariposa del aire” y dice así:
Mariposa del aire, / qué hermosa eres, / mariposa del aire / dorada y verde. Luz del candil, / mariposa del aire, / ¡quédate ahí, ahí, ahí! No te quieres parar, / pararte no quieres. […] / ¡Quédate ahí! / Mariposa, ¿estás ahí?
No cabe duda de que también conmueven el aire, el vuelo efímero y la belleza fugaz y luminosa (como una luz de candil que aparece y desaparece) de esa mariposa que no se quiere parar, que a veces es como si se escondiera y que los niños persiguen jubilosos y excitados. Pero el poema alude también a un anhelo de los niños por detenerla y asegurarse así de su existencia, de que está ahí, de su realidad podríamos decir, esa realidad que es más real cuando es compartida.
Tal vez con la ayuda de un profesor que sepa atraparla con un paño suave, agarrarla con cuidado entre los dedos, meterla en un bote con tapa de lupa, para que agrande los detalles y se la entregue después a los niños para que vayan pasando el frasco de mano en mano, poniéndolo delante de los ojos, en el centro del corro, comparando lo que ven ahí con la ficha que tienen en su manual colorido; y que el profesor les vaya contando al mismo tiempo el porqué de esos dorados y esos verdes, de esos revoloteos irregulares y de las increíbles historias de sus vidas. ¿No hay también ahí conmoción del aire, y conmoción verdadera?
5.
Didi-Huberman también entiende la experiencia como “algo adquirido del pasado y que supone no la temporalidad puntual de la sorpresa, sino la temporalidad, técnica y ritualizada, de una duración”. ¿No fue exactamente eso lo que nos pasó esa mañana de sábado en primavera? ¿La mezcla de la sorpresa y de la duración, del acontecimiento de descubrir lo que ya estaba ahí, como esperándonos, pero aún no lo sabíamos? El duende lorquiano, dice Didi-Huberman, es un cruce de temporalidades que “trata de apelar a una memoria para dar forma a un deseo”. ¿No es eso, exactamente, la dialéctica de la transmisión, el cruce entre la conservación y la renovación del mundo, la entrega de un mundo que ya está a las nuevas generaciones? ¿No es esa la maravilla que se produce todos los días cuando alguien enseña y alguien aprende?
Lo sabía don Gregorio, el maestro de La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas, como lo saben todos los buenos profesores y todos los buenos estudiantes. Releamos pues, para terminar, una parte de esa página maravillosa y, desde luego, no dejemos que nos arrebaten la emoción de ir o de haber ido a la escuela: “Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco”.
Lo sabía también Jordi, nuestro profesor de esa mañana de primavera, cuando ya cansados, sentados a la sombra, en los bancos de piedra de una fuente, con los niños ya correteando por ahí, dijo que había que tomarse en serio a los niños, que había que enseñarles bien, para que supieran, para que estudiaran, porque sólo se ama lo que se conoce, sólo se cuida lo que se ama, y en sus manos tenemos que poner tanto nuestro mundo como su futuro. También para las emociones sobrias y contenidas del enseñar y el aprender están, o estaban, las escuelas. Y las salidas de campo que formaban parte de ellas.
Soledad Poggio y Jorge Larrosa son profesores.