Tenía la cara salpicada de azul, una camiseta blanca, manchada, por supuesto, que decía “Doctores generación 2025”, y una banda redundante que le cruzaba el pecho con las palabras “Soy Doctor”. Sonreía, aunque los ojos le brillaban de cansancio. Me abrazó con una mezcla de euforia contenida y algo que parecía alivio. Tenía esa serenidad que da el recorrido hecho sin testigos y, apenas ahora, al llegar, se permitía quebrarse un instante en una emoción antigua.
Habíamos quedado de encontrarnos en “la fuente”, pero la invitación era ambigua: Parque Batlle, 31 de julio, 12 del mediodía. Nada más. Yo nunca había estado en una celebración de graduación en Medicina, y no sabía bien con qué me iba a encontrar.
Me costó bastante llegar. El parque estaba tomado por una multitud ruidosa: jóvenes disfrazados, música fuerte, humo en el aire, pancartas y pasacalles con nombres y títulos recién estrenados (Doctora Fulana, Doctor Mengano). No había lugar para estacionar y tuve que dejar el auto a unas siete cuadras.
Mientras caminaba, trataba de orientarme entre los gazebos y carpas improvisadas, las pelucas de colores, los humos rosados. Era como un carnaval estudiantil. Cada familia había armado su rincón: guirnaldas, banderas, alguna mesa de picnic. Brillantina y papelitos cubrían el pasto.
En ese caos festivo, Ruben estaba allí, en el espacio que había logrado reservarse frente a la fuente, brindando con su madre y algunos compañeros que llevaban camisetas con la consigna “Team del Dr. Ballesteros Nuñez”.
Nos abrazamos largamente. Hablamos poco, como si el volumen de todo lo que nos rodeaba se hubiera colado en el cuerpo y volviera redundantes las palabras. Me dijo, eso sí, que el último año había sido duro. Que había concursado por uno de los escasos cargos presupuestados, pero no lo logró, y que hizo el internado sosteniéndose únicamente con su cargo docente en la cátedra de Bioética: primero como Ayudante, más tarde como Asistente, cobrando lo poco que eso implica. Que durante el internado había vivido situaciones de autoritarismo, de hostigamiento. Que terminó exhausto. Lo contaba con cuidado, como si no quisiera incomodar con lo vivido.
Mientras lo escuchaba, pensaba en todo lo que no se ve cuando alguien se recibe. En la trayectoria sin adornos, la que no va en el cartel. Especialmente para quienes vienen del interior, como Ruben, que cursó toda la carrera viviendo en una residencia estudiantil, y viajaba de vez en cuando a Rivera para ver a su madre y al caniche que siempre aparece en sus fotos. Pero no era solo eso, no solo lo afectivo. Días antes, me había contado que en Medicina, como en tantas otras cosas de la vida, los sueños no llegan de golpe, sino en etapas que hay que ir sorteando. El primero, decía, es pasar las “materias filtro”, como Biología Celular y Molecular o la temida DREM (Digestivo, Renal, Endocrino, Metabólico, Reproductor y Desarrollo). Después, completar el primer trienio, el ciclo básico: aprender cómo funciona el cuerpo sano. Solo entonces empieza lo que para muchos es el verdadero anhelo: salir del edificio de General Flores y entrar al hospital. Aprender con pacientes.
Nos conocimos tres años atrás, en un curso que di junto a otros docentes en la Facultad de Humanidades, sobre Paulo Freire. Ruben se había anotado porque buscaba otra manera de enseñar. Ya era grado 1 en Bioética y quería explorar algo distinto. Tenía 24 años entonces. Al verlo en la primera clase me pareció muy serio, incluso un poco hosco, pero después se fue mostrando como alguien profundamente sensible, interesado en las historias que circulan en las aulas, en los hospitales, y también en los videojuegos. Decía que los videojuegos podían enseñar. No como una ocurrencia, sino con una convicción ya meditada.
A nuestro alrededor, la música seguía sonando fuerte. Había papel picado en el suelo, burbujas flotando en el aire, gente bailando con cotillón de estética sanitaria: estetoscopios y jeringas de juguete, cofias quirúrgicas multicolores, tubos de ensayo con caramelos. Todo era una fiesta.
No era para menos, después de la travesía que acababa de terminar. Ruben ya me había contado que durante el internado, ese último año, cada rotación por distintas especialidades dura tres meses. A lo largo de cada etapa, son evaluados de forma continua, y al final, según el lugar de práctica, deben rendir una prueba estructurada llamada MiniCEX (Mini Clinical Evaluation Exercise), con pacientes reales. En esos encuentros clínicos, los observan mientras interactúan con un paciente en un entorno real y los califican en cinco áreas: profesionalismo, comunicación y empatía, conocimiento, razonamiento clínico, habilidades clínicas. Pienso que esas evaluaciones deben sentirse como un examen, sí, pero también como un espejo: uno que no solo refleja el desempeño técnico, sino también lo que han llegado a ser.
En ese año entero que dura el internado (más de 1.900 horas) cada día debe vivirse como un conteo silencioso hacia el final. Por eso, en las últimas semanas, empiezan a aparecer calendarios colgados en las salas, como si brotaran solos, por generación espontánea. Cada día se tacha con una cruz bien llamativa. En la cuenta regresiva de julio, el humor hace lo suyo: se imprimen memes de Julio Iglesias adaptados al clima o a la fecha (si hace frío, Julio lleva bufanda; si es 15, se disfraza de quinceañera). Se pegan fotos. Se ríen. El humor, ahí, no es solo celebración; es también una forma de resistir.
Hasta que llega el 31. Y entonces, la bajada del Hospital de Clínicas se vuelve otro de esos rituales. Los nuevos médicos descienden los 19 pisos por la escalera, y en cada andén los esperan profesores, ayudantes, docentes que los acompañaron en algún tramo del camino, todos aplaudiendo al pasar. “Es un día feriado para la Facultad”, me dijo Ruben. “Y a la vez una especie de éxodo. Mis amigos viajaron 500 kilómetros para estar”. Con razón, pensé más tarde, aquella joven que lo abrazaba le hablaba en algo apenas entendible. Creí que era el barullo el que me dificultaba oír, pero no: era portuñol.
Me quedé un rato más, pero me fui apenas empezaron a tirar engrudo. Caminé hasta el auto con la sensación de haber presenciado algo más que un cierre: un cruce invisible, casi un rito. Y me quedó dando vueltas esa camiseta blanca, no tanto por lo que decía, sino por todo lo que no.
Buena suerte en el camino que sigue, doctor. A usted, y a todos los que acaban de cruzar el mismo umbral.