La lectura del artículo escrito por la profesora Leticia Albisu, titulado “Bajo desempeño en lectura y escritura en formación docente”, me provocó a reflexionar sobre las evaluaciones del desempeño en lectura y escritura de los estudiantes ingresantes al nivel superior, en diversos contextos de nuestro sistema educativo. En su artículo, la profesora Albisu cuestiona acciones de evaluación y de enseñanza de la lectura y la escritura que las consideran habilidades generales y abordan las capacidades de los estudiantes desde el ángulo de sus carencias y no desde sus potencialidades, lo que se conoce en los estudios de alfabetización como teoría del déficit. Partiendo desde la misma perspectiva crítica desarrollada por Albisu, pretendo colaborar con esta discusión problematizando la implementación de evaluaciones de lectura y escritura en el inicio de las carreras terciarias y el diseño de cursos relacionados con estas.

Estudios de los últimos 30 años muestran que la lectura y la escritura no suceden sólo en las escuelas o universidades, sino también en los negocios, la política, la iglesia, los sindicatos, el deporte, el entretenimiento, la familia, etcétera. Por lo tanto, distintas personas tienen habilidades particulares para leer y escribir funcionalmente en cada contexto, aunque esas estrategias no siempre sirvan o sean reconocidas en las instituciones educativas de nivel superior. Lo mismo ocurre a la inversa: leer y escribir como lo hacemos en la educación formal puede ser inadecuado para otros propósitos o contextos. Incluso se ha observado que no todos los docentes e investigadores que actúan en el nivel superior leen y escriben del mismo modo o el mismo tipo de textos. Mientras que un experto en química es hábil en leer críticamente tablas y gráficos que resumen los resultados de experimentos, un experto en antropología lee con facilidad extensos ensayos descriptivos y analíticos. Este entendimiento nos lleva a afirmar que la lectura y la escritura ocurren “a través del currículum”, es decir, en las clases donde se enseñan contenidos específicos, no antes de ingresar a la universidad, sino en el camino.

Leer y escribir es gran parte de lo que se hace en las instituciones educativas de nivel superior. Principalmente, los estudiantes dedican muchas horas a leer para aprender los contenidos que corresponden a la especialidad de sus docentes en cada materia. Luego, suelen escribir textos para demostrar ese aprendizaje en diversos tipos de tareas. Por eso es tan común que los docentes se preocupen por las capacidades de lectura y escritura de sus estudiantes. Sin embargo, esta preocupación parece haberse exacerbado durante los últimos 30 años, en los que la cantidad de estudiantes en la educación superior ha aumentado y personas de orígenes socioeconómicos y culturales más diversos han llegado a las aulas. En ese marco, se volvió común escuchar que muchos estudiantes “no saben leer ni escribir” y que los profesores de las disciplinas universitarias no deberían ser responsables de enseñarles a hacerlo.

Como respuesta a este supuesto déficit en lectura y escritura, y con el objetivo de mejorar las oportunidad de éxito de los estudiantes, diversas instituciones educativas de nivel superior han creado pruebas que se aplican al inicio de las carreras para identificar a quienes no leen y escriben en el nivel esperado, y ofrecerles cursos para “remediar” esa dificultad. La aplicación de estas pruebas y el diseño de cursos remediales son soluciones lógicas a simple vista, pero a la vez políticas educativas complejas basadas en inevitables definiciones sobre qué se entiende por leer y escribir académicamente y cómo eso se enseña. A su vez, poner en práctica estas evaluaciones implica establecer el nivel mínimo de desempeño necesario para aprobarlas y asegurar la medición precisa y equitativa del desempeño de todos los estudiantes. En cuanto a los cursos para quienes tienen bajo desempeño, se debe establecer el programa, la metodología y la duración.

Evaluar el desempeño inicial en lectura y escritura en la educación superior puede ser problemático si no se discute su auténtica utilidad, las respuestas previstas y sus posibles impactos en los estudiantes.

Mi preocupación respecto de este tipo de evaluaciones no reside en su calidad y ecuanimidad, pues, en general, su diseño acarrea el saber experto y la responsabilidad necesarias para asegurar resultados confiables. Lo que entiendo problemático son sus consecuencias sociales, pues, muchas veces, se invierte tiempo y conocimiento en crear tests confiables, mientras que se presta menos atención a otros aspectos, como definir qué tipo de lectura y escritura académica es adoptada como criterio, cuestionar cuál es la real capacidad de los cursos remediales posteriores para enseñar esos conocimientos y, más importante aún, evaluar si los tests y los cursos atienden las verdaderas necesidades de los estudiantes y no tienen efectos adversos.

A mi entender, una evaluación de inicio de carrera en lectura y escritura requiere una investigación consistente sobre las prácticas de lectura y escritura en los cursos que los estudiantes habrán de realizar en el futuro, a fin de asegurar que las habilidades evaluadas reflejen los requerimientos reales del trayecto universitario. De lo contrario, podríamos acabar invirtiendo esfuerzos que no atienden a la auténtica necesidad de los estudiantes. Algo similar puede decirse de los cursos remediales; si no sabemos si están adecuadamente alineados con las prácticas de lectura y escritura académica necesarias ni tenemos claro que cursarlos asegure su aprendizaje, podríamos suponer que son poco justificados.

También es importante que tanto las pruebas como los cursos remediales pueden afectar a algunos estudiantes en vez de beneficiarlos. En una sociedad que asocia la lectura y la escritura con la cultura y la inteligencia, ser identificado como un lector o escritor de bajo nivel al inicio de la formación puede disminuir la autoestima y la motivación del estudiante. Asimismo, ser asignado a un curso remedial puede transmitirle la idea de que es “incompetente” o “inadecuado” para el contexto universitario o propiciar una percepción negativa sobre su capacidad para aprender a leer y escribir. Si bien estos no son los únicos resultados posibles de las pruebas o los cursos, y es posible que algunos estudiantes encuentren motivación y aprendizajes en estos espacios, su plausibilidad debe ser considerada críticamente.

Lo que aún está en discusión es qué habilidades de lectura y escritura académica necesitan los diferentes estudiantes del nivel superior y cómo generar oportunidades reales para que las aprendan. Sin embargo, a la luz de la fuerte conexión de las prácticas de lectura y escritura y los contextos en que ocurren, y del entendimiento de la formación terciaria como un proceso educativo, la mejor línea de acción está en lo que propone la profesora Albisu: diseñar “dispositivos de acompañamiento al estudiantado a lo largo de todo el ciclo de formación”. En ese sentido, entiendo que la respuesta adecuada es menos evaluar el desempeño de los estudiantes iniciantes y más trabajar para mejorar la calidad de sus aprendizajes a lo largo de las carreras. Mi interés no es condenar toda forma de evaluación diagnóstica en lectura y escritura académica o la realización de cursos remediales, sino señalar sus posibles efectos no deseados, teniendo como norte una noción de responsabilidad social y ética. En tiempos en que las autoridades de diversas instituciones de educación superior han de revisar sus planes y proyecciones para los próximos años, someter sus políticas a una discusión reflexiva puede ayudarnos a mejorar las trayectorias educativas de quienes ingresan a la educación superior.

Damián Díaz es profesor de Educación Media, magíster en Lingüística Aplicada y doctorando en Lingüística Aplicada en la Universidad de Massachusetts-Boston. Es docente de la Facultad de Información y Comunicación y de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar).