En la mayoría de los comentarios públicos, el millonario Juan Sartori aparece como un excéntrico, un caso curioso que no termina de ser entendido. Su interés por ser candidato a presidente de un país tan pequeño parece surgir de un capricho antes que de una inversión redituable, que parece haber sido la lógica que siguió hasta ahora.

Recientemente nos enteramos que ya había contribuido financieramente a sostener a Luis Lacalle Pou, lo que confirma claramente una fuerte orientación de derecha, pero no termina de aclarar el interrogante anterior.

Se ha criticado que “desembarcara” tardíamente en la acción política, y se señaló que los múltiples mensajes que envía lo promueven como si se tratara de una mercancía popular, (por ejemplo, Coca Cola), pero finalmente, casi todos los comentaristas parecen aceptar que las “reglas vigentes” le dan derecho a invertir todo lo que quiera (y pueda), dado que vivimos en un régimen democrático.

Creo que es hora de abordar, desde un ángulo más amplio, el problema que presenta este caso (excepcional hasta ahora entre nosotros, pero no único en el planeta).

Vivimos, ciertamente, en un régimen político que llamamos democrático. Pero, a la vez, vivimos en una sociedad que, económicamente, funciona en un sistema que llamamos capitalismo, porque está fundado en la propiedad privada de los medios de producción, lo que supone que la competencia es la que asegura la mayor productividad posible. Se admite que el sistema es injusto, pero se lo defiende por esa idea de mayor eficacia en cuanto a la rentabilidad global.

La contradicción notoria entre los fundamentos del sistema político (que reposa sobre la idea de igualdad de los ciudadanos y de solidaridad entre ellos) y el sistema económico (que la niega) rompe los ojos, y a lo largo de los años, por acción de diversos gobiernos, se fueron introduciendo regulaciones jurídicas (la llamada legislación social) que intentan atenuar algunas injusticias mayores: extensión de la jornada laboral, licencia anual, etcétera. No se logra en todos los casos, como lo prueba la “informalidad”.

Pero aquí, en el “caso Sartori”, no se trata de corregir un sistema económico injusto, sino de proteger un sistema político, y eso determina una actitud que no puede ya, de ningún modo, ser “reformista”. Colocar un candidato como si se tratara de un producto económico implica negar todos los fundamentos del liberalismo político que se elaboraron antes de la Revolución francesa de 1789.

Resulta necesario e inevitable legislar sobre esta materia, con urgencia y con plena conciencia de que en estos casos no se puede admitir ningún principio que emane de la “libre competencia”, sino que debe surgir de los fundamentales conceptos de igualdad y de solidaridad. No es posible que los cargos públicos se puedan comprar. Y tampoco importa si el 30 de junio se “compraron” muchas o pocas conciencias. Esto último sólo importa para valorar el nivel de desarrollo político que tiene el país.

Roque Faraone es escritor y docente.