Durante la última edición de la versión argentina del reality Gran hermano se popularizó entre influencers, streamers y panelistas la expresión “creadores de contenido” para referirse a la actuación de algunos/as participantes. Este es un formato televisivo que me parece fascinante para ver no sólo hasta qué punto se puede glorificar a la fama como objetivo en sí misma, sino también para ritualizar mecanismos como el debate no ya para la puesta en común de ideas, sino para la mera escenificación de conflictos ficticios. Y también para la naturalización de expresiones como a la que me refería, asociando “crear contenido” a generar una reproducción de momentos superfluos con el fin de entretener a una audiencia a la que se entiende como un conjunto de consumidores permanentes de estos choques fabricados.
Sí, sabemos que es un juego, por más que el formato lleve como etiqueta “realidad” escrito en inglés. Pero al mismo tiempo, fuera de esa casa televisiva y lejos de las luces, en las calles de Buenos Aires manifestantes eran reprimidos por las fuerzas de seguridad, en el marco de las masivas protestas por los ajustes del presidente Javier Milei. La respuesta gubernamental frente al conflicto, siempre presente en nuestras democracias, era la represión: porque no todas las respuestas son desde el pluralismo, el debate y el diálogo en una democracia formal. La realidad no es un reality.
Desde hace algún tiempo, vengo reflexionando sobre la idea de audiencia asociada a lo que considero una reducción paulatina de lo que entendemos como democracia. Una degradación que parte de suponer una forma mínima de democracia, que prácticamente la reduce a la expresión electoral de un mercado de votantes y que ahora degrada aún más esta figura de “votante” asimilándola a la de “audiencia”. Esta noción de audiencia es muy distinta de la de público, que implica, por el contrario, un papel profundamente político en un sentido amplio y sustantivo del término. Instituciones como las universidades (o como ha sido en nuestro país el teatro independiente, entre otros movimientos artísticos) han tenido como objetivo precisamente formar públicos, no como reproductores acríticos de contenidos, sino como activos protagonistas. Para participar en la discusión pública hay que tener elementos, y esto necesita de una base que se construye. Y tiene que ver con la calidad de la democracia que todos/as podamos participar en esa conversación en igualdad de condiciones.
La audiencia, en cambio, se construye, pero se entiende desde un lugar pasivo, como un conglomerado de consumidores, un mercado más. Su rol también es profundamente político, pero en un sentido distinto. Si miramos, por ejemplo, el auge en el mundo de liderazgos de los extremismos asociados a la derecha, en varios casos se trató de personas que pudieron capitalizar exitosamente su pasaje por medios masivos de información hacia la vía electoral. Las redes sociales, a su vez, plantean un nuevo escalón en este proceso, con la posibilidad de segmentar audiencias y conectar directamente con quienes se quiere interactuar. La vinculación entre exposición mediática, democracias debilitadas en lo sustantivo y personalización de la política, en medio de una crisis de legitimidad de los partidos como instituciones, parece ser un fenómeno que confluye en el cambio de escenario. Y utilizo esta última palabra con intención: el reality se puede transformar en un tipo de realidad.
Renovación, cambio, novedad
“El público se renueva”, solía decir como justificativo la conductora Mirtha Legrand cada vez que repetía un tema que ya había sido tratado en sus almuerzos, usando “público” como sinónimo de “audiencia” y entendiendo la renovación como un recambio de individuos que iban a asumir el mismo rol que los anteriores. Un concepto de renovación no tan alejado del que reproducimos cuando analizamos ciertos fenómenos políticos de hoy, como el recambio generacional en los partidos. Recambio y renovación se emplean como sinónimos que, a su vez, entienden lo novedoso como algo que se da en este proceso automáticamente por la vía de los hechos.
En política hay conceptos poderosos, que movilizan más allá de lo racional: la noción de cambio es uno de ellos, que explica, por otra parte, muchos de los movimientos que vemos en las orientaciones de las y los votantes. En los procesos recientes de América Latina, generar un cambio explica gran parte del comportamiento electoral, que se entiende más como una reacción de hartazgo frente a lo que sucedía que como un apoyo a un partido concreto. Capitalizar “el cambio”, “lo nuevo” o “la renovación” es un elemento importante, con réditos concretos.
En esta campaña ya estamos viendo una disputa por estos sentidos. Desde la oposición se argumentará que el cambio es respecto del modelo del gobierno, ya que los partidos de la coalición desde esta óptica representan la continuidad. El costo de gobernar y las insatisfacciones que puedan haberse generado pueden tener como contrapartida una esperanza en que el cambio lo encarne una opción distinta. Por su parte, el discurso de los partidos de la coalición consiste en reinterpretar estas nociones, señalando que el cambio comenzó con el gobierno actual y que ahora se busca profundizarlo (un “segundo piso” de transformaciones, como plantea el candidato nacionalista, Álvaro Delgado).
A nivel de las candidaturas, quien ha buscado imponer la renovación como su etiqueta particular ha sido el candidato colorado, Andrés Ojeda, asociándola con el recambio generacional y con un relacionamiento distinto con los medios, con las redes y con el tipo de mensaje que busca transmitir. Y aunque no se trata de un candidato que venga desde fuera del sistema de partidos, construyó su popularidad en el ámbito profesional y en el vínculo con los medios por diversos motivos, en donde características como su relativa juventud forman parte de un estatus diferencial que en este escenario le hacen ser parte de lo valorado. En este marco, su fuerte apuesta ha sido movilizar esta exposición para generar opinión en la audiencia. Un proceso que ha tenido eco en sus votantes: según un reciente relevamiento de la Usina de Percepción Ciudadana,1 el aspecto considerado más importante para haberlo seleccionado en las pasadas elecciones internas fue asociarlo a la renovación. En el caso de Delgado, era lo opuesto: vincularlo a la continuidad con el proyecto del gobierno. En cuanto al candidato del Frente Amplio, Yamandú Orsi, lo más valorado fueron las propuestas. Y en el Partido Colorado, por segunda vez consecutiva en las internas, su electorado elige al candidato que representa la mayor ruptura con lo que se entiende como su elenco político más estable: en 2019 ya lo había hecho al elegir a Ernesto Talvi, líder del entonces recientemente creado sector Ciudadanos. Incluso podríamos remontarnos más atrás y ver el apoyo a Pedro Bordaberry en internas anteriores como parte de esta apuesta por apoyar a quienes disputan los liderazgos frente a la dirigencia más tradicional colorada.
Ojeda ha intentado además correr el eje de la ideología hacia una oposición que interpreta desde este código binario: lo nuevo versus lo viejo. Hay, en esta visión, una idea del pasado como algo estático, que no entra en conversación con el presente. Podemos ver aquí cómo entran en juego tres dimensiones de la representación que intersectan política y estética, parafraseando al filósofo Ernesto Castro: la más convencional, vinculada a aspirar a encarnar el rol de representante de un electorado; la más subjetiva, relacionada con cómo las tecnologías de la comunicación alimentan un sentido común que pondera ciertas características y representa una forma de realidad, con la que puede identificarse tanto a un candidato como a su audiencia; y la ausente, que alude a un pasado que ya no forma parte del presente, es decir, no se (re)presenta.
En este sentido, me pregunto si no hay aquí una línea de continuidad directa con la interpretación que se ha hecho desde la dirigencia de este partido fundacional sobre sus raíces históricas, como lo ejemplifican las batallas recientes en torno al legado batllista con los dirigentes Fernando Amado y José Franzini Batlle, porque han buscado reinterpretarlo en la actualidad.
¿Es el pasado una esencia pura a preservar?2 Si es así, entonces no hay forma de mantenerlo vivo en el presente. El desconocimiento que ha mostrado Ojeda respecto de ese pasado3 es parte de una lectura sobre lo nuevo que no dialoga con la memoria como parte de la conversación que lo construye. Por eso, hay tanto una ruptura como una continuidad con algo que ya existía en su colectividad. El quiebre se da en que implica descartarlo: “soltar”, en términos actuales. Porque si la historia no es fuego, es ceniza.
Marcela Schenck es politóloga.
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Columna de la Usina de Percepción Ciudadana en la emisión del 7 de julio de 2024 en el programa La letra chica (TV Ciudad). ↩
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Sobre este punto en relación con la filosofía política, recomiendo la lectura de El tiempo perdido, de Clara Ramas (Arpa, 2024). ↩
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https://www.m24.com.uy/ojeda-no-pudo-responder-preguntas-basicas-sobre-el-partido-colorado-y-fue-criticado-por-acosta-y-lara/ ↩