Entre ocho y 40 segundos es el promedio de lo que demora en pegar la pasta base de cocaína. Euforia, placer, desinhibición, estar “para todos lados”, como lo definieron algunos de los usuarios entrevistados por investigadores de la Universidad de la República, son algunos de los efectos que duran apenas unos minutos y enseguida se desvanecen. El cuerpo entonces pide más, necesita más, en un camino compuesto sólo de subidas y bajadas pronunciadas, sin mesetas.
En los años 90 ya se consumían “cocaínas fumables”, como lo definió en diálogo con la diaria el exsecretario nacional de drogas y excoordinador de la ONG (organización no gubernamental) El Abrojo Julio Calzada, que en 2002 trabajaba con población en situación de calle con problemas de consumo. Lo que predominaba previo al nuevo milenio era cemento de zapatero, pegamento, novopren o nafta. “Todas estas sustancias tienen un problema: que tienen tolueno, que es muy destructivo del sistema neuronal”, explicó Calzada.
Estas sustancias son, esencialmente, depresores: no provocan euforia, sino más bien lo contrario. Era una época, además, “en la que había muchos niños en la calle”, que “consumían esos derivados del tolueno porque les daba calor”. Fue en los albores de los 2000 que, según Calzada, “aparece la pasta base de cocaína” por un “fenómeno fundamentalmente geopolítico: el plan Colombia”, una pieza clave de la política exterior de guerra contra las drogas de Estados Unidos.
“Se hace una gran inversión” para bloquear la salida de cocaína desde el Pacífico y el Caribe, “y empieza a pasar que la producción de la cocaína se traslada del norte hacia el sur de América”, y así los laboratorios pasan primero a instalarse en Bolivia, en “diferentes zonas de Perú, luego en Paraguay y, finalmente, en la primera década de este siglo, en el conurbano bonaerense”. Así, la producción de cocaína se instaló con fuerza en el Río de la Plata, y comenzó a comercializarse el resultado de los residuos de la preparación –como la melaza del azúcar, salvando las distancias–, procesados con otras sustancias como ácido sulfúrico y queroseno. “Volverla una sustancia básica (la cocaína es ácida) para que pueda ser fumada es una cuestión de química”, explicó.
Al mismo tiempo, la pasta base se volvió una aliada fundamental para la vida en la calle. De acuerdo a Calzada, si “dormís en la calle, vivís en la calle, tenés que estar alerta en la noche, mucha gente se pregunta por qué duermen de día, es gente muy vulnerable y en la noche te matan, la gente tiene que estar despierta” y, para eso, “la pasta base es ideal”.
Un mercado que cambia
Si bien las ONG que trabajaban en la calle fueron las primeras en advertir de lo “nuevo” que se consumía, al principio no se podía caracterizar bien qué era esta nueva droga que comenzaba a ganar terreno, no sólo en personas en situación de calle, sino en barrios “de la periferia montevideana, barrios populares, y en ciudades como Las Piedras o Pando”, explicó a la diaria Marcelo Rossal, investigador y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.
En testimonios recogidos para sus investigaciones, Rossal contó que hay anécdotas “de gente que fue a comprar cocaína y le dieron pasta base”, y es así como una droga más barata y que genera la necesidad instantánea de consumir más –lo que al final del día la termina haciendo más cara–, comienza a ganar terreno en el mercado de las drogas en Uruguay, fomentado por la “pauperización generalizada de la crisis de 2002”.
Antes, “en general, los usuarios eran usuarios de afuera”, explicó el investigador, lo que “siempre minimiza el conflicto”. Por ejemplo, “un grupo de jóvenes de clase media va a un barrio popular, lleva plata, compra, le dan la sustancia y no hay un entramado de familia, de relaciones de mucho tiempo, de conflictos vecinales, es simplemente una transacción”; sin embargo, con la llegada de la pasta base, “empiezan a haber usuarios del barrio”.
“El transa es un arruina chorros”, contó Rossal que le dijo en su momento un muchacho, preso en la Colonia Berro. El cambio en el mercado de las drogas vino de la mano con “la necesidad de proveerse económicamente” y, de nuevo, la pasta termina siendo cara, y “se produce un mercado que provee económicamente a las personas” y “permite sobrevivir razonablemente, hasta con cierta opulencia para lo que era la forma de vida anterior”, más en un contexto de crisis socioeconómica; esto, a su vez, “produce conflictos” en el barrio, entre quienes proveen, quienes consumen y quienes ven a sus familiares, vecinos y amigos entrar en la fisura.
De todas formas, se generó un fenómeno de “gente que estaba preocupada de que los hijos habían entrado en esta cosa”, para más tarde terminar “haciendo el dos al transa, porque esa necesidad es más fuerte, porque hay una demanda y esa demanda gestionada ilegalmente produce un mercado”. Con la intervención estatal, violenta, el Estado “comienza a estrangular el mercado”, pero “la demanda sigue”, explicó Rossal, y “se corre de lugar”.
“Hay otros actores, empiezan a ir presas las mujeres, empiezan a ocuparse gurises más chicos, empiezan a manejarse otras formas de comercialización, pero si sigue estando la demanda, sigue estando la oferta”, añadió, y marcó la paradoja de que, “junto con la crisis que termina de matar a algunos mercados, consecuentemente, florece este otro”.
Aunque si bien “es inequívoco” el impacto de la crisis en el aumento del mercado de la pasta base, es en los siguientes años que se da “un crecimiento que, de alguna manera, se estanca a los diez años de desarrollo y se mantiene”; esto tiene que ver con la edad temprana a la que se inician este tipo de consumos y cuándo comienzan a visualizarse.
Crisis y edades tempranas
Según un estudio realizado por Rossal, junto con otros investigadores e investigadoras de la Facultad de Humanidades, titulado Fisuras II: Dos estudios sobre uso de pasta base en Uruguay, “al comienzo” de las “barreras estructurales profundizadas por la crisis” se presenta en las poblaciones más vulnerables “un uso temprano de sustancias como alcohol (14,4 años), marihuana (14,7 años) y más tardíamente pasta base (18,4 años)”. Esto quiere decir, según el estudio, que la presencia de la pasta base “afectó en tiempo real a un segmento importante de esta población” con un inicio del consumo entre 2002 y 2004.
Asimismo, de acuerdo al relevamiento, 41,9% de quienes consumían pasta base en 2018 eran menores de 14 años durante 2002, 26,6% tenía entre 15 y 22 años y 31,5% era mayor de 22 años.
“La conjunción entre la aparición masiva de la PBC [pasta base de cocaína] y la crisis económica profundizó las fracturas socioculturales preexistentes que se hicieron más notorias con la apertura democrática y que surgen como consecuencia de la inexistencia de políticas sociales para la población de alta vulnerabilidad”, explica el texto, que entiende que “la democracia vino acompañada de un liberalismo promotor de la expansión del consumo (y consumismo) que no alcanzaba a todos los sectores de la población (pero sí se lo promovía en forma obscena)” y que volvió “cada vez más inaccesibles para algunos sectores” el acceso al trabajo y la educación.
Así, niños y adolescentes que comenzaron con el consumo de pasta base durante la crisis eran individuos “hiperadaptados” a las reglas de consumo, sostiene el texto, y los cataloga como seguidores de “la máxima que planteara Luca Prodan: ‘no sé lo que quiero, pero lo quiero ya’”.
La respuesta estatal
“Los primeros casos aparecieron en forma muy aislada, pero la preocupación vino justamente por los niveles de adicción que generaba, la necesidad de repetir las dosis y el deterioro rápido que sufrían los usuarios de pasta base”, contó a la diaria el entonces secretario nacional de drogas, Leonardo Costa. “Básicamente, lo que hicimos fue implementar políticas de reducción de daños”, explicó; esto también de acuerdo a una ruptura con “la política que venía del gobierno anterior del consumo cero, partiendo de la base de que eso era una hipótesis que no era viable como política de prevención”. Fue entonces que se trabajó bajo este paradigma.
Para Costa, “Uruguay claramente no estaba preparado” para lo que supuso la llegada de la pasta base, pues un fenómeno de este tipo “requiere una aproximación terapéutica totalmente diferente a lo que puede ser el consumo de otras drogas, con lo cual exigen naturalmente dispositivos que tienen que ver, por un lado, con atención primaria y, por otro, vinculados a la atención en salud mental”.
Así, “el trabajo con las ONG fue la base para intentar paliar por lo menos algunas de las situaciones, porque tenían mucha penetración territorial, cosa que el Estado no tenía y, para los recursos que teníamos, era una política muy acertada”, consideró Costa, más teniendo en cuenta que, “notoriamente, había un corte en los sectores de menores ingresos con situación de mayor marginalidad, que se daban en los barrios básicamente de la periferia”.
En esos años, según recordó Calzada, se instaló un vagón en Casavalle con dinero de la Junta Nacional de Drogas, donde tenían “un proyecto de trabajo” que fue el primer intento de generar una “reducción de riesgos de tipo barrial”. Quienes asistían “eran personas deterioradas por la pobreza, la criminalidad”, y cuando “empezó a aparecer la pasta”, comenzaron las escenas de violencia: “Es una sustancia que te pega para arriba”.