“Santa Rosa”, “Caída libre”, “El oro y la maldad”, “Mi pobre final”, “Perdidos en Montevideo” y alguna que otra más: son canciones de La Trampa que de forma opaca o más clara que un mediodía de verano versan sobre la crisis de 2002. Todas ellas están incluidas en el disco Caída libre, publicado a fines de agosto de aquel año, es decir, hace dos décadas. Fueron cultivadas por Garo Arakelian, guitarrista, compositor y fundador del grupo, que había quedado con la exclusividad del rol creador dentro de La Trampa luego de la ida del otro compositor y fundador, Sergio Schellemberg, justo antes de empezar a armar Caída libre.

Un clavadista se lanza al vacío sobre un fondo azul verdoso. La tapa de Caída libre ahora se puede ver más grande que nunca, gracias a que acaba de ser reeditado por primera vez en vinilo, a cargo del sello Bizarro, para conmemorar los 20 años de su lanzamiento original. Y allí están, como siempre, la voz de Alejandro Spuntone, la guitarra de Arakelian, el bajo de Carlos Ráfols y la batería de Álvaro Pintos, que les dan vida a las 12 canciones del álbum. Sobre las dos décadas –del disco y de la crisis– y lo que pasó después, Arakelian conversó con la diaria.

¿Qué recordás del contexto del país y de la banda cuando empezaste a componer las canciones de Caída libre?

Era un período de mucho movimiento. Ahora también, pero recuerdo que cualquier persona de mi entorno sabía los nombres de los ministros, por ejemplo. Y hoy en día, la mitad de la gente del ambiente en el que me muevo sabe apenas el nombre del presidente. Más allá de lo chistoso, eso es una muestra de cuán atento se estaba al devenir político y social. Recuerdo estar al tanto del acontecer político diariamente, y se notaba que no estábamos en un momento de calma ni preparando beneficios para repartir. Después, con respecto a la banda, me acuerdo del alejamiento de Sergio [Schellemberg] y de la confianza explícita depositada en mí como compositor, por más que después Alejandro [Spuntone] dijo: “Ya no voy a ser más el estúpido al que le dicen lo que tiene que hacer...”. Sin embargo, todos gozaron de los privilegios de tener buenas canciones. No son tantas las bandas que tienen buenas canciones. Puede parecer una respuesta bastante arrogante, pero recuerdo trabajar con esa carta a mi favor: en calma, con compromiso, dando todo, pero sabiendo que tenía la derecha de mis compañeros. Trabajar en esas condiciones es algo muy intenso, porque tenés que devolver algo que esté a la altura de la confianza que se te deposita. Para mí era un desafío, porque hasta ese momento gran parte de las canciones eran compuestas conjuntamente con Sergio y otras eran de él o mías.

Pero imagino que, de alguna manera, el hecho de no componer con Schellemberg te liberó, porque no era necesario el ida y vuelta.

Sí, siempre está lo ambiguo; fueron las dos cosas. Me liberó de algunas cosas que con Sergio ya no veíamos con la misma sincronía de comienzos de los 90, pero, por otro lado, era el compromiso de un trabajo que recayó enteramente sobre mí. No era un modelo de canciones que se llevaban apenas perfiladas para trabajar con la banda. Por ejemplo, yo siempre creí que los riffs y los fraseos son parte fundamental de las canciones; no sólo se dice con la melodía y con la letra.

El disco arranca con “Santa Rosa”, una canción que habla explícitamente de la crisis de 2002. En la primera estrofa dice: “Te vas, no aguantás este lugar, / te vas, no aguantás el Uruguay, / que no cambia más”. Está escrita en segunda persona: no te ibas vos sino el escucha.

Exactamente. El Uruguay de hoy es bastante jodido, porque cuando se refieren a que el disco es un testimonio de lo que pasó en 2002, alguno dice: “Eso no lo escribiste antes sino después”. El chicoteo para lastimar méritos ajenos es una de las cosas normales que pasan acá. Pero fue escrito antes, en el verano de 2002. Es la foto de un momento, en el que ya se escuchaba a [Jorge] Batlle con algunos episodios que pasaron a la posteridad.

Más allá de la que empieza el disco, que es la más literal, varias canciones de Caída libre pueden interpretarse para el lado de la crisis, como la homónima, sumado a la portada del clavadista, que también se nombra en la canción. ¿La idea de hacer algo conceptual estuvo desde el principio?

No, llegó después de tener las canciones. Pero también está “Luna de marzo”. Todas estas cosas pintaban una escena bastante decadente de lo institucional, la confianza y la sociedad como la entendíamos, y sin embargo fue en marzo de ese mismo año cuando Sara Méndez confirmó que los estudios de ADN decían que Simón Riquelo era su hijo. Se le bajó el perfil, como a todo, y no se le dio la dimensión que eso tenía; después tuvimos el voto rosado [plebiscito sobre la ley de caducidad, en octubre de 2009] y también se le bajó el perfil. Entonces, son historias que están concatenadas.

En “Luna de marzo” la referencia no es explícita. ¿Cómo manejaste eso?

Al principio había probado la posibilidad de que en vez de hablar de dos personas que no fueran reconocibles se refiriera explícitamente a Sara y Simón, pero después se desechó. Fue una gran decisión.

Quizás algunos seguidores de La Trampa no la interpretaron para ese lado.

Acordate que eran una o dos generaciones más jóvenes que yo, y el desconocimiento que había sobre el pasado reciente era tremendo. Si hoy parece que hubieran pasado 200 años de cosas que pasaron hace 30, imaginate con una dictadura de por medio, y con una posta que no se transfirió de generación en generación. Sí, hubo un tiempo muy grande en el que muchos no entendieron de qué hablaba, pero lo más importante es que muchísima gente se interesó por el tema y conoció parte de una historia, si bien las canciones no están hechas para ser un manual de Schurmann y Coolighan. El tema es para qué hacíamos las cosas. ¿Para los demás? No, creo que eran las canciones que queríamos tener. Y eran cosas que en ese momento no estaban bien. Eso es lo más importante. Que en aquel momento una banda de rock como la nuestra pusiera una clave de candombe era algo muy mal visto, no había ninguna devolución positiva, a no ser del público que te seguía y comprendía algunas cosas a la fuerza. Pero después, del entorno, la crítica, los periodistas y los propios colegas, todas las devoluciones fueron nefastas. Hoy están buenas o se ha transado por conveniencia con las fusiones, y también se ha transado, por beneficio propio, con cantarles a temas que pertenecen a la agenda política en panfletos hechos canciones. Esto [“Luna de marzo”] me parece que dista muchísimo de esos ejemplos, que son los que abundan hoy.

20 años después: ¿creés que hay mucha diferencia en cómo se ha tratado políticamente el tema de los desparecidos?

Claramente. Esa canción está a medio camino entre el voto verde [referéndum sobre la ley de caducidad, de abril de 1989] y la papeleta rosada: está parada arriba de una esperanza. Parte del mundo que reconozco como mío se encargó de destruir esa esperanza. Y parte de mis colegas, al otro día de que el mundo de ellos destruyó esa esperanza, salieron a hacer canciones sobre esto como si fueran esperanzadoras. La verdad, me parece una porquería. Y las canciones que hablan sobre el tema de la lucha de madres, abuelas y todo eso, de las que he escuchado, con el mayor de los respetos, creo que ni [Ricardo] Arjona lo plantea en esos términos.

La canción “Caída libre” puede tener una interpretación un tanto oscura. ¿Cómo lo manejaron a la hora de diseñar el arte del disco?

La canción tiene un espíritu existencialista, medio sartreano, de enfrentarte a tu devenir, con un lenguaje coloquial. Estás condenado a tu propio futuro, tarde o temprano vas a caer en ese destino, entonces, en vez de evitarlo, generás un personaje con una épica gloriosa. Pero en lo discursivo en ningún momento se acerca al suicidio ni nada de eso. Entonces, retomamos la imagen del clavadista; fue un trabajo meritorio de Santiago Guidotti. La iconografía del disco para resolver esto fue fundamental. El mundo de lo simbólico ya había empezado a decaer en Uruguay: lo explícito fue ganando terreno y hoy estamos con canciones prácticamente de panfleto.

Foto del artículo 'Garo Arakelian: “Era el fin del mundo tal cual lo habíamos conocido”'

Foto: Federico Gutiérrez

Más allá de las letras, ¿cómo encaraste la decisión estética sonora, al no estar más Schellemberg y su teclado?

Fue acción-reacción, causa-efecto. El tema de prescindir de un instrumento armónico como el teclado reducía mucho las posibilidades de lograr armonías complejas o de varios renglones por sumatoria. La decisión de tener una sola guitarra en ese momento fue acertada, pero limitaba la complejidad armónica. Se perdió una cosa y había que lograr la dimensión por otro lado. Entonces, fui por lo riffero y el sonido de la guitarra más antiguo –no noventero–, que era apropiado para esas canciones.

“Muerte serena”, que es de las pocas canciones del disco que no tienen relación con la crisis, ya que habla de amor, tiene un riff con cierta influencia del fraseo final de “War Pigs”, de Black Sabbath, ¿no?

También en la coda de “Arma de doble filo”, del primer disco de La Trampa [Toca y obliga, de 1995], tomo una pequeña frase. Pero una cosa es una melodía y otra es una frase. Esa frase puesta sobre diferentes armonías funciona como una melodía diferente. En “Muerte serena” son tres notas que van y vienen, pero la armonía cambia, de forma descendente en la cadencia andaluza, y por supuesto que en Black Sabbath la armonía es diferente, blusera. Son las tres notas, sí. Esos discos de Sabbath son los que más escuché en mi vida, pero no entra ni cerca dentro del terreno del plagio. Esa canción tiene como una recreación del amor sufrido clásico español, de Miguel Hernández o Federico García Lorca.

El disco salió a fines de agosto de 2002, en la fase más aguda de la crisis. ¿Recordás si la gente enseguida lo interpretó por ese lado?

Es muy difícil ver con objetividad lo que estás pisando y viviendo. Hay un diario del lunes que puede estar a fin de año; en ese momento la confusión era absoluta. Recuerdo que había mucho estrés del que no te deja pensar bien. Era el fin del mundo tal cual lo habíamos conocido, como la canción de R.E.M. Era muy triste. Hoy en día estamos los que salimos bien parados de aquello. Eso se reconoce en cómo tienen los dientes y el pelo tus hijos, en la alimentación, y en cosas relacionadas con cómo pudieron sobrellevar una crisis tus padres o los que estaban contigo hace 20 años. La respuesta: al principio creo que ni nosotros entendíamos esto. Yo no puedo decir de ninguna manera que el disco estuvo pensado para interpretar esa crisis porque sería un disparate, una megalomanía reprobable. Pero sí el sentimiento y la percepción de la precipitación del mundo. No puedo decir que era un disco que nosotros esperamos que se reconociera de una manera que tenía que ver con la crisis, porque nosotros no entendimos la crisis como la podemos ver ahora, con objetividad, 20 años después.

Hay quienes hacen un paralelismo entre Caída libre, que capta el zeitgeist de la crisis de 2002 como lo hizo Montevideo agoniza (1986), de Los Traidores, de la posdictadura. ¿Pensás que se pueden emparentar?

No. Montevideo agoniza es un disco de una dimensión increíble, tremendamente formativo para mí también, pero una cosa es el sentir y otra la descripción, son cosas bien diferentes –ninguna es mejor que la otra–. Montevideo agoniza tiene más el sentimiento de ese mundo nuevo, la promesa del advenimiento de la democracia y también de la caída de ciertas utopías, es como despedirte de lo que nunca tuviste.

¿Y ves alguna similitud entre el rock posdictadura y el de principios de 2000?

No tienen nada que ver y de ninguna manera pienso que uno de los dos tenga más relevancia. Es muy difícil comparar episodios culturales sucedidos en momentos diferentes. Aquello [el rock posdictadura] fue una cosa que no contó con prácticamente nada, en la que no se repetían modelos que podían ser exitistas –después el rock uruguayo empezó a tener su propia identidad y a ser parte de la industria–, no tuvo relación con marcas del Estado, como Antel.

Pero la Intendencia de Montevideo organizó algún festival.

El Montevideo Rock. Se le da una dimensión que entiendo que la tuvo, pero eso no hace que una cosa sea trazable. Cuando hoy tenemos una reedición de Montevideo agoniza es por sus significados, más que porque hubo un trabajo del Estado, de empresas o de la industria para que eso llegara a nuestros días. No creo que Los Traidores hayan tenido el beneficio de una industria que mordió de ellos y que por eso hoy nos llega una cosa dimensionada. Eso habla muy bien de ese período del rock uruguayo.

Cuando salió Caída libre, La Trampa se hizo muy popular y empezó a sonar en todos lados.

Sí, pero no necesariamente son todos méritos propios, porque lo que ahora reconocemos como crisis generó una pausa por un tiempo indeterminado de la importación de artistas. O sea que el artista nacional era una forma de que lo que se entendía como industria de espectáculos en ese momento pudiera seguir funcionando. También creo que las canciones de las bandas empezaron a hacer eco en una generación que por primera vez sintió que había caído en desgracia. La mayor parte de los que empezamos a tocar en los Pilsen Rock –nosotros no fuimos de los primeros en tocar– ya veníamos con canciones hechas de antes, que pasaron a otra categoría en cuanto a la relación con esa mezcla de generaciones que había. Nadie se inventó a partir de un Pilsen Rock. No era “nadie me conoce, me invitan a un Pilsen Rock y me van a conocer”. Eso es un pensamiento absurdo e infantil; sin embargo, sigue existiendo. A lo que voy es a que nadie que no haya trabajado antes, cuando no había promesa de nada, llegó a capitalizar lo que fue un Pilsen Rock. Nadie que no tiene canciones logra ir a un lugar y que la gente cante sus canciones.

¿Cómo viviste tener Caída libre en vinilo por primera vez? ¿Tenés el fetiche del formato?

Me encantó, sentí tremenda alegría, porque me parece un discazo, le tengo muchísimo afecto. Y más que nada también porque recuerdo cómo eran los vínculos en la banda en ese momento. No era una casa de muñecas sino un grupo de cuatro varones con sus personalidades bastantes definidas, pero se trabajaba mucho por el nombre de la banda. Eso lo recuerdo con muchísima satisfacción. Fue un buen momento, en el que las cosas no estaban bien alrededor, pero sabíamos que nosotros estábamos haciendo las cosas bien –o por lo menos yo pensaba que era así–, sin provecho propio –que no fuera compartido con mis compañeros–. Y el disco trascendió más allá de la banda: fue observado por periodistas, editoriales, etcétera, y eso también contribuyó a que hoy se haga una reedición. Y lo del fetiche: el vinilo sigue siendo mi forma preferida de escuchar discos.

La Trampa volvió en 2017, luego de siete años de inactividad, a toda pompa: tocaron cinco veces en el Teatro de Verano, sacaron dos canciones nuevas e hicieron algún show más, pero al año se terminó todo. ¿Qué pasó?

Justamente, tiene que ver con lo que acabo de decir: el recuerdo que tengo de Caída libre es trabajar por La Trampa. Creo que en el último período no estábamos trabajando todos para lo mismo. Yo, sin ninguna duda, estaba trabajando para La Trampa. Cuando tenés un proyecto no lo podés vaciar de alma, porque lo tocás y se desarma. Ya no era el mismo espíritu de hace 20 años, que recuerdo con tanta alegría.

¿Qué les decís a los seguidores más fieles de La Trampa que quizás quedaron desilusionados con esa vuelta y todavía esperan otro regreso?

Que compren el vinilo.