El aumento del desempleo, la contracción del ingreso de los hogares, la emigración de familias, el cierre de bancos, el quiebre de empresas, la gurisada con hambre. Ese fue, a grandes rasgos, el panorama que dejó la crisis económica de 2002, que tuvo entre sus efectos que la pobreza alcanzara a 40% de las personas en Uruguay.

En este escenario, la batalla contra el hambre empezó a gestarse en los barrios, por el impulso de iniciativas comunitarias, populares y solidarias, que en muchos casos tuvo a las mujeres como protagonistas. Eran propuestas que, en general, apuntaban a sostener a los sectores más afectados por la pobreza, que fueron las niñas, niños y adolescentes, las parejas con hijos y los hogares con jefaturas de menor nivel educativo, como señala la investigación Uruguay 1998-2002: ¿quiénes ganaron y quiénes perdieron en la crisis? (2004), de las economistas Marisa Bucheli y Magdalena Furtado para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

De hecho, es por esos años que se empezó a hablar de la “infantilización de la pobreza” en Uruguay, es decir, ese proceso de concentración de las situaciones más desfavorables en las generaciones más jóvenes, que venía en aumento pero registró un salto en 2002, de acuerdo con cifras publicadas por el Observatorio de los Derechos de la Infancia y Adolescencia en Uruguay de Unicef en 2005.

“¿Hambre en Uruguay? Era absolutamente inexplicable”, recordó Beatriz Bellenda, una de las docentes de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República que coordinó el Programa de Producción de Alimentos y Organización Comunitaria (PPAOC), al ser consultada sobre esta iniciativa, que nació en 2002. La docente dijo que uno de los “desencadenantes” para crear el programa fue “el llamado de médicas del hospital Pereira Rossell diciéndonos que había que hacer algo por la inseguridad alimentaria, que ya estaba notándose en niños de bajo peso y talla que estaban naciendo”.

Su testimonio se suma al de otras protagonistas entrevistadas por la diaria que en aquella época trabajaron en ollas populares, merenderos, redes de trueque. Todas coincidieron en que las mujeres tuvieron un rol protagónico tanto en estas iniciativas comunitarias como en los hogares, donde eran las encargadas de organizar la economía doméstica y otras estrategias de supervivencia.

No es casual que hayan adoptado estos papeles: en parte, se ocuparon de las tareas que tradicionalmente se asignan a las mujeres, vinculadas con el trabajo reproductivo. “En cada crisis, en las que se debilitan el mercado y el empleo formal, más importancia tiene eso que se hace en las casas, que es toda una economía doméstica, que capaz que con dos pesos tirás una semana porque cocinás vos, porque requechás allá. Hay toda una lógica de trabajo que tienen las mujeres que hace que, si no existiera y si sólo dependiéramos del mercado, el impacto en estas crisis sería mucho mayor”, analizó en ese sentido Anabel Rieiro, doctora en Ciencias Sociales especializada en Sociología y Trabajo, en diálogo con la diaria.

En una línea similar se expresó la asistente social e investigadora Mariella Mazzotti, que en aquel momento estaba al frente de la Comisión de la Mujer de la Intendencia de Montevideo. “El rol que se repite a lo largo de la historia es que, como las mujeres están encargadas de las tareas de cuidados, por sus roles tradicionales, en estas crisis económicas tan graves ocupan un rol central en las estrategias de supervivencia. Eso lo pude ver en los barrios de Montevideo”, aseguró. La también exdirectora del Instituto Nacional de las Mujeres señaló que “ese rol central en la supervivencia no fue exclusivamente en sus hogares”, sino también a nivel comunitario, “en la conformación de organizaciones sociales, de colectivos, de redes, de ayuda mutua, para salir junto con otros de la crisis”.

Beatriz Bellenda, una de las docentes coordinadoras del Programa de Producción de Alimentos y Organización Comunitaria de la Facultad de Agronomía junto a Josefina Baron quien sigue trabajando en la huerta junto con sus hijos.

Beatriz Bellenda, una de las docentes coordinadoras del Programa de Producción de Alimentos y Organización Comunitaria de la Facultad de Agronomía junto a Josefina Baron quien sigue trabajando en la huerta junto con sus hijos.

Foto: Federico Gutiérrez

La semilla permitió la vida

“¿Qué más soberanía alimentaria que poder generar tus propios alimentos?”, se preguntó Bellenda. La docente contó a la diaria que el PPAOC nació en 2002, a raíz de solicitudes de personas que intentaban generar una resistencia ante la falta de acceso a alimentos y entendían que la producción en huertas podía ser parte de la solución.

La articulación de la respuesta no fue sólo desde Agronomía, se sumaron las facultades de Ciencias Sociales, Psicología, Veterinaria, la Escuela de Nutrición y, más tarde, estudiantes del entonces Instituto de Comunicación. El acompañamiento debía estar a la altura de la problemática y debía ser multidisciplinar. En un comienzo, dijo Bellenda, difundieron la producción orgánica, pero en pocos meses se cambiaron a la agroecología porque el componente político de la situación era fuerte. Las académicas -porque en su mayoría eran mujeres- y parte de los integrantes del programa se movían codo a codo y huerta por huerta, donde “todos preguntábamos, opinábamos y dábamos una mano”.

“El rol de las mujeres en el proceso fue muy importante; está estudiado que alimentamos al mundo. Somos quienes conservamos las semillas, con esa sensibilidad más cercana a la naturaleza. Tal vez, es increíble, pero hubiéramos puesto más la mirada de género si hubiéramos estado hoy. De esto no me cabe duda. En 2002 no es que no supiéramos que el enfoque de género era necesario, pero capaz que no era tan visible, incluso para nosotras mismas. Habría que volver y haber levantado a más de una mujer de las que se quedaban en casa mientras a los encuentros [de huerteros, que tenían la característica de ser un ámbito de discusión de índole político-social] iban los varones”, relató Bellenda.

Para poder distribuir las tareas y conservar la característica de ser horizontal, se dividió el trabajo en cinco zonas -que alcanzaron diferentes barrios de Montevideo y parte de Canelones-. Una de ellas abarcaba los barrios Colón y Sayago; allí se conocieron Bellenda y Josefina Baron, una huertera argentina que llegó a nuestro país después de la dictadura y tuvo un rol protagónico dentro del programa, brindando una mano a sus pares. Baron recordó que, durante la crisis, su familia vivió de lo que plantaban y en varias ocasiones tuvo que pedir dinero.

“Mis gurises me decían: ‘Mamá, ¿de qué nos hiciste hoy los buñuelos?, ¿de qué yuyo nos hiciste los buñuelos?’. Yo me las arreglaba bien con la comida, los gurises no pasaron hambre nunca. Ellos me dicen siempre: ‘Vos pudiste sacarnos a flote con la comida’”, contó.

Baron señaló que la huerta, además de brindar cierta seguridad de abastecimiento en alimentos, también funcionó como una especie de terapia. “La gente no sabía qué hacer, estaba desesperada”, narró. Enseguida, Bellenda complementó a su compañera. “Las personas se unían no sólo por subsistencia para tener alimentos, también por el problema de identidad, de participación, de tener libertad. Tiene que ver con juntarse con otros, despejar la cabeza de un problema que de golpe bajó la llave del trabajo, la llave del sueldo, y había que salir”, agregó.

A partir del programa se crearon varios trabajos académicos, incluso de las propias huerteras y huerteros. Uno de ellos es de autoría de Bellenda y se llama “Huertas en Montevideo: agricultura urbana a ‘la uruguaya’”, publicado en la revista Leisa. En el trabajo se exponen los resultados de un censo que realizó el PPAOC a sus integrantes en 2004. Los resultados determinaron que 342 personas eran “trabajadores en las huertas” y que los “beneficiarios directos” alcanzaron la cifra de 673 personas. 43% de las participantes eran mujeres.

Del total de huertas, 75% eran “de tipo familiar”, 29% “comunitarias” y 6% “institucionales o educativas”. En el trabajo se relata que la fecha “más frecuente de comienzo de la experiencia productiva” fue a partir de 2002, ya que “45% de las huertas manifestaron surgir este año”. “Esto permite asociar la emergencia de las huertas familiares con la agudización de la crisis económica y los graves problemas de seguridad alimentaria que se hicieron tan visibles en el Uruguay del invierno de 2002”, se explica. Por otra parte, para 40,6% de los participantes las huertas eran su “sustento económico”.

El programa terminó en 2006, pero ambas coinciden en que se sembró un camino tanto en materia de política pública vinculada a las huertas como en la participación de las mujeres en este tipo de producción. Ambas también coinciden en que aún falta mucho para que la semilla germine en estas temáticas. Hoy, Baron integra el grupo Mujeres Uruguayas de la Tierra. Después de 20 años, observa que la situación también es complicada. “Yo no sé si no estamos casi como en 2002: los sueldos son muy bajos o la gente no tiene trabajo”, señaló.

Comer, entendiendo el porqué de la falta

María del Carmen Leites era la presidenta de la comisión de vecinos El Tobogán en 2002, donde se gestó una de las primeras ollas populares del Cerro. En aquel momento empezaron a ver que la desocupación se estaba haciendo notar y prácticamente nadie tenía trabajo en el barrio. De hecho, el desempleo llegó a alcanzar a 20% en setiembre de 2002. “Vinieron como diez vecinos y nos decían: ‘¿No vamos a hacer nada? Hay que hacer notar la crisis acá’”, relató a la diaria. A partir del impulso, decidieron hacer una olla en un terreno y colocaron una carpa. Hoy, en el mismo lugar, tienen un centro con estructuras firmes y garrafas para cocinar, porque la olla se reactivó a raíz de la pandemia.

Ella todavía recuerda esa primera olla. “Eran 68 familias. Cuando llegué del trabajo se me caían las lágrimas al ver el fuego”, contó. “Con lo que consiguieron los vecinos, se hicieron ollas cuatro días. Entraron a caer gremios, recuerdo que el primero fue el bancario; terminamos con un contenedor lleno y la olla duró tres años. Pero nosotros no queríamos que fuera una olla tan asistencialista, queríamos que el vecino supiera por qué estaba comiendo acá y por qué tenía que juntarse con otros vecinos para paliar la situación. Comenzaron a venir vecinos de otros barrios, hicimos una asamblea grandísima en la calle y salió que iba a ser participativa, todos teníamos que aportar en trabajo”, planteó Leites.

María del Carmen Leites referente de la Olla Popular El Tobogan.

María del Carmen Leites referente de la Olla Popular El Tobogan.

Foto: Alessandro Maradei

Durante tres años, todos los días, se organizaron para tener un plato de comida. Primero iban las mujeres embarazadas, las niñas y los niños; después, el resto. Se dividían en brigadas para repartir tareas: iban a ferias a pedir alimentos, cocinaban, hacían guardias. La militante social piensa que la mujer fue “importantísima” para hacer frente a la crisis porque “era la que llevaba la comida, el conteo, todo lo que era la estructura, además de manejar lo que eran los gurises, conseguir maestros”.

La olla popular respondió a la falta de alimentos, pero también se encargó de gestionar talleres en forma paralela y de fortalecer aún más los vínculos entre las personas de El Tobogán. Participaban en marchas, reclamaban por sus derechos. Así, Leites se convirtió en una referente de la militancia social.

A raíz de la pandemia, en 2020 el trabajo también comenzó a mermar. Un grupo de vecinas del barrio se organizó para abrir de nuevo la olla. Leites explicó que esta vez hubo una diferencia importante: no la pudieron hacer participativa por los peligros de contagio. “La olla empezó a crecer y la demanda de trabajo fue más grande”, planteó. Hoy es manejada por un grupo de mujeres, del que la militante social es parte. Dicen que están cansadas y que el desgaste, tras más de dos años de brindar una solución alimentaria a los vecinos, es importante. Exigen una respuesta del Estado.

Desde los sindicatos

Los sindicatos también actuaron rápidamente en el despliegue de acciones ante la situación de desocupación, pobreza, hambre y miseria que azotó a gran parte de la sociedad uruguaya en el contexto de la crisis. Dentro de las organizaciones, las mujeres tuvieron una participación central. Así lo contó a la diaria Laura Dissimoz, maestra e integrante de la Asociación de Maestros de Paysandú.

Entre las estrategias protagonizadas por mujeres, Dissimoz destacó los comedores que organizaban las maestras todos los domingos para las niñas, niños y adolescentes y sus familias. Además, junto a otras mujeres, llevaron adelante ollas populares y merenderos varios días a la semana, se encargaron del reparto de leche y la entrega de semillas para huertas domiciliarias.

Las mujeres no sólo desplegaron acciones para garantizar el acceso a un plato de comida de los grupos de la población más golpeados por la crisis. En ese sentido, Dissimoz relató que en los centros educativos, sobre todo en las escuelas, las maestras fueron un pilar en la contención emocional, apoyo y acompañamiento de las y los estudiantes que, al estar en situación de “extrema pobreza” y sin sus necesidades básicas cubiertas, no estaban en condiciones de aprender con normalidad.

Otro aspecto relevante para Dissimoz fue el trabajo que realizaron las mujeres del campo y sus grandes aportes con donaciones de frutas y verduras para ollas populares y comedores. “En las chacras pequeñas, la mujer chacarera trabajaba a la par del hombre en la cosecha, en la huerta, en la producción de alimentos, pero su trabajo era muy poco reconocido y aún permanece en el anonimato”, sostuvo.

Al recordar todas estas acciones dentro y fuera del hogar y las instituciones, Dissimoz resaltó que las mujeres, a pesar de ser uno de los sectores más afectados en contextos de crisis, son las que se rebuscan para garantizar la supervivencia de sus familias y de todo el entramado social. De todas formas, consideró que esto no es inherente a la “naturaleza” de las mujeres por el simple hecho de serlo, sino que, de alguna manera, se corresponde con los “roles de género” o “formas de ser” socialmente construidos y ligados a la figura de la mujer.

“Si bien hemos avanzado como sociedad en el reconocimiento de esas tareas, aún no se valoran”, dijo Dissimoz. No obstante, opinó que en contextos de vulnerabilidad social esas tareas cobran una relevancia y se logra visualizar “un poco más” su verdadero valor. Para la maestra, esto se vio con mayor claridad durante la crisis por la covid-19.

Silvia Caula.

Silvia Caula.

Foto: Natalia Rovira

La Red Global de Trueque

La Red Global de Trueque en Uruguay surgió a fines de la década de 1990. Su impulsor fue Álvaro Antoniello, que tomó la propuesta a partir de una iniciativa similar que funcionaba en Argentina desde 1995. El objetivo central del trueque fue generar “un mercado paralelo” al tradicional bajo las reglas del sistema capitalista. Por eso, una de sus principales características era la ausencia del uso de dinero.

Al ingresar a la red, cada persona recibía 500 créditos y así podía empezar a ir a las ferias e intercambiarlos por productos como artesanías, comida casera, ropa y también servicios, contó a la diaria Silvia Caula, integrante de la red desde mediados de 1999 y una de las fundadoras del Nodo La Proa -los nodos era los espacios donde funcionaban los grupos de trueque-.

En el caso de Caula, ofrecía clases de preparación de exámenes de Historia, otras mujeres ofrecían servicios de peluquería o de modista, vendían comida, ropa, artesanías, mermeladas, productos de limpieza, entre otros, contó Caula. En ese aspecto, para la integrante de la red, no había diferencias con lo que ofrecían los varones.

En los años previos a la crisis, la situación económica ya estaba complicada y el sistema de trueque fue una forma de ayudar a las familias a gestionar sus gastos de manera más efectiva. La ausencia de dinero permitía tener “gastos mixtos” porque las familias aún debían pagar con dinero la luz, el agua, el alquiler y otros servicios, pero en las ferias cubrían otras necesidades, dijo Caula. “Cuando comenzó el trueque éramos entre 15 y 20 participantes. Un tiempo después, pasamos a ser alrededor de 500. En la crisis de 2002 llegamos a más de 10.000 personas y la conformación de más de 50 nodos en todo el país”, relató.

Una vez establecida la crisis, “el sistema de trueque se debilitó” porque “empezó a llegar mucha gente con necesidades inmediatas y sin tener presente las ideas y principios fundadores del trueque”, dijo Caula. Frente a esa situación, comenzaron a detectarse “transacciones mixtas -parte en créditos y parte en dinero-”, “se ofrecían productos en mal estado” y “comenzaron a correr rumores de que había productos robados”. Eso significó que la Red Global de Trueque comenzara a decaer, y en 2003 “se vino a bajo”. Algunas personas que estuvieron desde el inicio en la red trataron de continuar con la propuesta y también allí tuvieron una gran participación las mujeres, apuntó Caula. “Hasta 2005 seguimos algunas pocas, pero era muy a pulmón”, comentó. Pero poco después, la red dejó de existir.