Walter Cucuzú Brilka está parado sobre el tablado del Liverpool en puntas de pie, prolongando un diálogo pícaro con Rafael Antognazza, el director de Momolandia, la murga en la que está saliendo. Como todas las noches de ese febrero, acaba de meterse al tablado en el bolsillo con solo aparecer de galera colorada y nariz de payaso, para imitar a Jorge Batlle en El cuplé del Payaso Jorgito, uno de los más celebrados del año. Además de ser gracioso, con el cuplé se podría explicar la esencia antropológica del carnaval a un extraterrestre: al empezar, la murga le recuerda al público que estamos en febrero y se invirtieron los roles respecto del presidente de la República (“él bastante se rio / todo el año / ¡venga que le toca a usted! / ¡venga y riasé!”).

El recuerdo es del carnaval 2003, el momento destinado a la catarsis del terrible 2002. No es de extrañar que la murga que reivindica el legado de La Soberana quiera sacarle jugo a Cucuzú como cupletero-imitador, ni que le dé duro al Payaso Jorgito, “una increíble mezcla / de clown y marioneta”. Tampoco son de extrañar los aplausos de una tribuna compuesta por desocupados, endeudados y parientes de emigrados, ante cada dardo envenenado de los letristas.

Y, sin embargo, es improbable que un murguero recuerde ese carnaval como el de la crisis. No porque el tema no apareciese, sino porque es difícil que resalte lo que está siempre a la vista. La integración de la realidad política y social a un libreto de murga es tan orgánica, tan constitutiva del género, que seguramente lo que haya quedado en el recuerdo no sea la crítica habitual, sino el atractivo de los conjuntos de esa época, particularmente rica en buenos espectáculos.

La era de Contrafarsa y los Diablos

De hecho, el período 1998-2003, que cualquier economista identificaría como la crisis económica en su definición más extendida, es para un murguero una etapa muy reconocible: la de la alternancia de Contrafarsa y Diablos Verdes en los primeros premios, que fue también un duelo de estilos, y un momento de diversificación de los recursos artísticos de las murgas. Si bien Contrafarsa había tenido una irrupción gloriosa con el primer premio del Carnaval 1991, fue en el cambio de siglo cuando forjó su leyenda de arreglos sutiles, musicalidad exquisita, retiradas largas y aprovechamiento de la mejor amplificación de los tablados para construir la identidad de su coro, que despeina al público en un minuto y le susurra en el siguiente.

Los Diablos tuvieron también un sello, el de los arreglos de Andrés Atay, las letras de Leo Preziosi y el cuidado en la puesta en escena, con Charly Álvarez como cupletero casi circense. Quizá la ortodoxia de la época diría que ni Contrafarsa ni los Diablos eran los espectáculos más murgueros, pero a la gente le encantaron y ambos estilos alimentan el instrumental básico de la murga actual. También fueron los años en que los espectáculos comenzaron a tener un hilo conductor explícito y por eso a tener nombre, además de año. “El tren de los sueños” del 2000 es el más emblemático; el de los Diablos Verdes de 2003 era “La caldera de los diablos”.

Aunque más relegado en el concurso, el espectáculo de A Contramano 2003 fue quizá lo mejor que pasó aquel año en murgas y otro ejemplo de espectáculo conceptualmente unificado. Los murguistas, vestidos de blanco y sometidos al “Manicomio de los siglos que vendrán”, contaban con un Coco Rivero, Alejandro Balbis y Albino Almirón totalmente encendidos y un libreto que tenía de todo. Apuntes sobre cómo tratamos la locura, sobre cuán loca es nuestra época, sobre cómo los locos quedan solos, pero también sobre la escasez (“Si la mutualista / ya no me da mis pastillas…”) o la migración, porque miles se estaban pirando en la otra acepción de la palabra (“Si te pirás / no te olvides de todo lo que dejás…”). Al mismo tiempo, Falta y Resto hablaba sobre los discursos de la inseguridad y el gatillo fácil con “El baile de los milicos”.

Así las cosas, no queda claro si las murgas estaban hablando todo el tiempo sobre la crisis o no. Quizá porque para sus contemporáneos la crisis no fue un corte temporal sino la intensificación de muchas cosas que venían sucediendo.

El hambre en las cuartetas

La más elemental de esas cosas fue el hambre. No hay un tema más tentador para el panfleto lineal, pero las murgas venían buscando nuevos recursos. Como en aquel recordado cuplé, de aire más onírico que panfletario, en el que Marcel Keoroglián interpretaba a un presidente de cierto país que despierta y está solo porque emigró la población entera. Un país que queda al lado de Argentina y tiene unos banqueros llamados los Moirano (porque tampoco hay que ponerse muy críptico en el tablado).

Pasa el tiempo y el presidente quiere comer, y unas voces le hablan (“¿Tiene hambre, presidente? / Un papel que se invirtió / Por arte y magia de un cuento / Que la murga imaginó”). Entonces, claro, Contrafarsa no se priva del golpe bajo de empujarle la cabeza hacia un plato con pasto, para que pruebe lo que algún niño había comido en 2002, pero todo eso sucede dentro de un marco musical y escénico complejo y bello, con el tablado a oscuras y los murguistas con faroles, fungiendo de narrador que desconcierta al presidente y al mismo tiempo representa su voz interior.

Más directos fueron los Diablos. El personaje de El Pecador (un Charly Álvarez de enorme despliegue histriónico) estaba sometido a pasear por el infierno de aquel Uruguay dantesco, con círculos como el “merendero del infierno”, donde cada plato estaba vacío y había que imaginar la comida, con la música de la ópera Carmen (“no hay huesitos / para el perrito / porque la abuela / ya se los morfó”). Más tarde no tenía mejor suerte en “El banco del infierno”, donde quería depositar un billete de cinco pesos. Ese año los Diablos salieron primeros y la actuación se recuerda hasta el día de hoy, aunque sobrevivieron más las músicas con aire de troupe que abrían y cerraban el espectáculo que las menciones al hambre y el sistema financiero.

Ya te vas a mejorar

En cualquier caso, no se puede criticar 45 minutos sin parar. Toda estructura narrativa tiene un arco, y se resuelve de algún modo. Por ejemplo, en la esperanza, que para algo están las retiradas. Así fue en la de Contrafarsa 2003, gracias a la pluma de un Álvaro García al que traicionó su formación de economista. Se imaginó el futuro del país (en el lejano… 2016) casi desde indicadores de comercio exterior (“había un puerto abarrotado / de naranjas y pescado / trigo y arroz / salían barcos con zapatos / bicicletas, vinos, autos / y girasol”). En la retirada de Falta y Resto lo mismo, pero con el tema de la unidad latinoamericana; también era la época de esos renaceres.

Para más heterogeneidad, hubo en las murgas de la Unión un vínculo más sentimental entre esperanza y retirada. Al letrista de Colombina Ché se le había ido la hija al exterior, y por eso el recitado previo a la despedida recordaba que “el e-mail es una máquina moderna que me deja saber de vos… pero no que te abrace”. Memorable, quizá no en el mismo sentido que otras letras, pero en todo caso ilustrativo de cuánta diversidad cabe en los intentos de poética murguera. Mucho más con la inclusión de un estilo que lo cambiaría todo, el de murga joven.

Acá está la juventud

Los jóvenes de la época estaban tanto o más golpeados por la crisis que cualquiera. Cuando no eran alguno de los nuevos 100.000 desocupados de 2002, eran el grupo etario que con más probabilidad tenía más amigos volando, quizá para siempre, a Barcelona o Nueva Jersey. Pero las murgas jóvenes tenían muchas cosas para decir además de todo eso, porque también estaban impugnando algunas partes del discurso del carnaval y reinventando varias facetas del género.

Mientras el saludo de Demimurga 2003 pedía que “vayan poniendo otro plato en la mesa / que aunque no nos inviten / hoy volvimo’ al Carnaval”, La Mojigata de ese año avisaba que “Vuelve y no entiende / A quién le vino a cantar”. De hecho, la murga había llegado hacía un par de años al carnaval mayor y ya tenía varias de las señas de identidad que le reconocemos hoy: la obsesión con los discursos sobre la identidad nacional, la autobservación de su lugar en el carnaval, la identificación de un conflicto generacional latente.

Entre el cuplé del “Patri patri patri patrimonio / qué lindo qué fantástico que sos” hasta la acidez de “Por suerte aún podemos chistarle al guarda / Cómo me gusta a mí chistarle al guarda / Aunque el país se haga pedazos / Y ya no quede ni un alma / Yo me quedo aquí para chistarle al guarda”, hay varias granadas enterradas para quien quiera repasar esa actuación en YouTube.

Pero 2003 fue sobre todo el año del desembarco de la Catalina, el de “El tablado amateur”, en el que Edison Campiglia comenzaría a ser un personaje popular y “La Travesaña”, el cuplé gracioso que hoy sería más motivo de debate que de risa. La Catalina había salido en Murga Joven en la primavera de 2002, y aprovechó casi todo el libreto para seguir de largo hasta febrero. Pero pasaron cosas: “Bensión, nos cagaste a todos / Bensión, lo jodiste a él / Bensión, me rompí el ojete / reformando este cuplé. / Yo perdí 14 quilos / con la dieta de Bensión. / Si yo hago la de Atchugarry, / voy derecho pa’l cajón”. A veces los ministros duran menos que una cuarteta de cuplé y hay que hacer ajustes.

La crisis no es una palabra

El impacto del 2002 en el carnaval no fue sólo discursivo sino también material, porque las murgas no suelen estar sobradas de dinero. Si se complica para comprar los trajes, pensó La Gran Siete en 2003, arranquemos la actuación sin ellos, sólo con el cuerpo pintado. Con “No más reflejos dorados / no más lamé ni alharacas / disfrazados de sudacas / salimos a la milonga / y los puntos que nos pongan / nos importan un joraca”, resolvía en un mismo movimiento ahorro, creatividad y desaprensión explícita a las reglas del concurso oficial, el mismo que la llevaría más tarde a sumarse a la organización alternativa Más Carnaval.

Y, como siempre en la murga de Guillermo Lamolle, hay continuidad entre lo que pasa en el carnaval y lo que pasa afuera. Hablar de (la ausencia de) los trajes llevó a “Basta de alcahuetería / que ya tenemos bastante / con los dignos gobernantes / de esta cocolichería / que se gastan en orgías / de mentiras humillantes / todo el contante y sonante / que en operación rastrillo / extraen de los bolsillos / de los pobres laburantes”.

Por cierto, en una paradoja muy propia del carnaval del siglo XXI, esos mismos laburantes podían vérselas complicadas para escuchar las letras que protagonizaban. Por suerte aquel año, en un carnaval que ya comenzaba a concentrar sus principales tablados en la costa, hubo 11 tablados populares, con la entrada a sólo 15 pesitos. Así que hubo carnaval para bolsillos en crisis, desde el tablado de Jardines de Manga hasta el del Arbolito, o el del Centro de Artesanos de la calle Aparicio Saravia. E incluyendo como tablado popular la Plaza 1º de Mayo, hoy uno de los principales tablados comerciales.

Volverá

En el recuerdo del tablado del Liverpool, Cucuzú sigue con el público en el bolsillo, avanzando hasta el final del cuplé. No será su personaje el que aporte la sutileza en este carnaval; mucho menos cuando propone ir a buscar a Néber Araújo para armar “el dúo de payasos Jorgito y Soronguito”. Pero cualquier repaso deja claro que en 2003 hubo lugar para una mayor heterogeneidad estética y discursiva que la que solemos asociar a los momentos de drama y panfleto. La gente estaba enojada y desesperada, pero quería ver en el tablado el reflejo de otras dimensiones de su vida y de su relación con la murga. Y los letristas debieron escribir sus espectáculos en un momento exigente y cambiante del género, lo que los obligó a encontrar formas creativas de purgar algo de la tragedia social del país, que no era otra que la de los propios murguistas, sus familiares, sus amigos.

Un recuerdo final. Unos meses antes del carnaval 2003, en las páginas de Brecha, el escritor argentino residente en Uruguay Carlos María Domínguez contaba que al caminar por las calles devastadas de Montevideo escuchaba un ensayo de murga tras otro y no podía creer cómo todo se iba al carajo y estos tipos aún se juntaban a cantar. Era curioso, y a la vez no. Detrás había un siglo de sólida continuidad murguera, que aún no conocía de covid alguno que la detuviera. Así, tras el carnaval 2003, el 2004.

Apareció el milagro de La Matineé y ganaron los Curtidores de Hongos, con un espectáculo de tema abstracto (“El alma”), la celebración de las experiencias íntimas y universales (“mi padre construyendo / un camioncito de madera / y sus ojos en los ojos / de sus nietos”) y las referencias al Uruguay entrampado en sus deudas sociales (“Tamos todos muertos de hambre / tamos pasando tan mal / que hoy el flaco Lissidini / es nuestro peso… promedial”). Otra vez carnaval.

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