Atravesé corriendo la Plaza Independencia porque llegaba tarde al encuentro. Toña me cito en su lugar de trabajo para conversar “cinco minutitos”. La única referencia que tenía de El Encanto de Perú era que estaba casi frente al casino.

La calle Ciudadela tiene eso que escribió Jean-Luc Nancy sobre la virtud de algunas ciudades de mezclar y removerlo todo, de separarlo y disolverlo. En la misma cuadra se tocan y se rozan distintas realidades, pero no hay encuentro.

La cortina del restaurante está a “media asta” y dos hombres beben cerveza en la puerta. Son las cuatro de la tarde, pero adentro podría ser cualquier hora del día. Por un momento no me siento en Uruguay. Perfectamente podría estar en un boliche de Callao en el litoral peruano. Toña sale de la cocina y nos sentamos a conversar en la mesa más cercana a la puerta. La música nos obliga a acercarnos, a levantar la voz. La conocí hace un año el día que murió Sofía. Fue un domingo de agosto en Bartolomé Mitre casi Piedras, en el restaurante de Miguel. A Sofía Chávez le dio un derrame cerebrovascular en el almuerzo. Cuando pedimos una ambulancia, mandaron dos patrullas y, en lugar de brindar asistencia inmediata, los policías nos exigieron varias veces su cédula de identidad. La ayuda llegó tarde y esa mujer nacida en Ayacucho, con más de 25 años de residencia en Montevideo, murió en el Maciel como NN. Poco después de la muerte de Sofía El Encanto de Perú fue clausurado y luego reubicado en Ciudadela casi Rincón. Quedamos entrelazadas porque fuimos testigos de una muerte anticipada, porque sin conocernos lloramos por la misma pérdida, por la misma impotencia. Toña nació hace 32 años en Huancayo, la ciudad más importante de la Sierra Central de Perú. Unas caravanas cuelgan de sus lóbulos gruesos. Una pinza rosada detiene sus trenzas negro azabache; algunas amalgamas enmarcan su sonrisa. Mientras conversa mantiene sus manos debajo de la mesa cubriéndolas con su delantal. Hace ocho años salió de Perú por primera vez. No estaba entre sus planes convertirse en migrante, pero la oportunidad la cautivó. Casi sin pensarlo abordó un ómnibus con la ilusión de llegar a Italia. La propuesta le vino por medio de una prima que vivía en Lima. A ella y a otras 15 mujeres más les ofrecieron viajar a la bella Italia, con trabajo y papeles asegurados, un cambio de vida completo por sólo 3.000 dólares. El proyecto soñado quedó trunco porque no llegaron a destino. Después de siete días de viaje sin ver la luz, el Mediterráneo seguía lejos. Despertaron en Montevideo y no conocían a nadie. El único contacto era “el pasador”; se llamaba Gloria, pero al llegar a este país nunca más volvieron a saber de ella. Estaban solas con muy poca plata, sin papeles ni trabajo; eran sólo fantasmas recorriendo una ciudad desconocida. ¿Cómo entraron? ¿Qué fronteras atravesaron? ¿A qué autoridades corrompieron sus traficantes? ¿Quiénes miraron para otro lado? ¿Cuántos viajes como ese han ocurrido en los últimos diez años? No se sabe. La mayoría de los casos se disuelven en el anonimato, pero las prácticas son reconstruidas a partir de testimonios que rompen el silencio, aquellos que sustentan las afirmaciones de especialistas y organismos internacionales que dicen que Uruguay es un país de tránsito, origen y destino de la trata de personas. La academia y los acuerdos legislativos se han encargado de establecer parámetros para distinguir el tráfico y trata. Según el Protocolo contra el Tráfico Ilícito de Migrantes, el tráfico es “la facilitación de la entrada ilegal de una persona a un Estado […] con el fin de obtener, directa o indirectamente, un beneficio financiero u otro beneficio de orden material”. Mientras que la trata, de acuerdo a lo señalado por el Protocolo de Palermo, no sólo implica el transporte y traslado sino también “la captación, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño […] con fines de explotación”. El tráfico de migrantes puede transformarse en trata de personas pero tal “escalonamiento” no es fácil de documentar. La realidad no respeta la claridad conceptual. La cadena delictiva que se forma es porosa, difícil de rastrear y reconstruir. En la historia de Toña los eslabones se diluyeron y hoy ella es una migrante más en Uruguay. Las redes que estuvieron detrás de su venida al país son sombras que siguen reptando y se mueven, que hacen que muchas personas muerdan el polvo. Son sólo un resplandor de oscuridad en la tierra. El tiempo hizo de un posible delito una historia borrosa, de lágrimas secas. Del resto de las mujeres con las que viajó poco se sabe. Según Toña, sólo ella se quedó en Uruguay, algunas se fueron a Argentina y unas pocas, incluida su prima, lograron llegar a Italia, pero “no recuerda” a qué se dedican. Para ella el mote de “chica trans” la aleja de la mujer que quiere ser. Parafrasea a Simone de Beauvoir sin conocerla: “Yo no nací mujer, me hice”. Luego de una pausa, dice convencida: “Soy así desde niña”. Cuenta que sus padres la aceptaron “como es”, aunque confiesa que a su padre le costó un poco más que al resto de su familia y la molestaban en la escuela hasta que dejó de ir. Creció en una familia de siete hermanos cerca del Valle de Mantaro. Trabaja desde que tiene ocho años. Manda todos los meses plata a su familia y contribuye así a los miles de millones de dólares que recibe Perú anualmente por concepto de remesas. En Montevideo sólo ha trabajado como cocinera en restaurantes pequeños con una gran afluencia de pescadores y trabajadoras domésticas. No ha tenido problemas con la vivienda porque en los lugares donde ha trabajado siempre le prestaron un cuartito. Ella sonríe como si los problemas del mundo fueran un holograma. En su relato no aparecen historias de violencia o discriminación. Aunque reconoce que nunca la aceptarían para trabajar en una casa de familia y que le han llovido ofertas para ejercer la prostitución, principalmente en un local de Carrasco. Entre la comunidad peruana tiene fama porque es buena cocinera. Su comida termina siendo punto de encuentro para las polladas y los vacilones. Su vida transcurre entre las hornallas ardiendo, el aceite de las papas quemando, los tazones gigantes sazonando el pescado, el pollo, el lomito salteado y las historias de altamar que le cuentan los “boyeros”, esos pescadores en tierra que esperan a ser embarcados.

Si camina por la calle, si sube a un ómnibus, verá las interacciones de los otros, los uruguayos que tienen sus modos y un país para sí mismos. Transita los espacios de esta comunidad pero no forma parte. Su mundo sigue siendo Perú. Como migrante en ninguno de los recorridos institucionales que hizo para regular su situación migratoria respetaron su identidad de género. Cuando le dieron su cédula, gritaron el nombre con el que la registraron sus padres. Como sentencia cruel aparecía su rostro junto al nombre de quien no es. Sueña con que su nombre esté consignado en algún papel oficial. Las estadísticas que revelan el dato de la feminización de las migraciones no la contemplan. Quizá esa invisibilización muestra las dificultades que existen entre los funcionarios “que atienden personas” en abordar la temática de la diversidad sexual, de las minorías, de trabajar la interseccionalidad. ¿Cómo se interpretan de forma transversal leyes que abordan distintos temas pero que se complementan? ¿Cómo se garantiza “el reconocimiento del derecho a migrar y el acceso a iguales derechos sin distinción alguna”, consignado en la ley 18.250, y “el derecho al libre desarrollo de [la] personalidad conforme a [la] propia identidad de género, con independencia de cuál sea su sexo biológico, genético, anatómico, morfológico, hormonal, de asignación u otro”, que contempla la ley 18.620? Lo siguiente lo escribo con toda la fuerza de mis dedos: la frontera invisible del progresismo legislativo sigue siendo la condición de extranjero. Poco después de mi encuentro con Toña tuve un hallazgo: en un libro del escritor mexicano José Gómez encontré un breve relato de otra Toña, una mujer que vivió en México, en la capital de Guerrero, donde se asentó la familia de mi madre. Es un bello y triste retrato de época que en tres páginas da cuenta de la historia de una mujer trans que tuvo que padecer en los 60 los tristes avatares de un pueblo plagado de prejuicios y odios. El autor le da la voz al “chusma” del pueblo y le sugiere ante la duda de cómo iniciar la historia que empiece contando lo principal: “La Toña era un joto azotado, la primera loca que se recuerde en Chilpancingo”. Era finales de los 50 y en aquella ciudad aún no había llegado la televisión, no se habían consolidado las luchas por la identidad, no existía la palabra transfobia, pero los insultos, los abucheos, el acoso y la violencia sí. Cuando podía, ella se defendía de las injurias exclamando: “Tú qué sabes de amores si nunca te han besado”. Esa frase la había tomado de una novela radiofónica de la que era seguidora, esa frase pronunciada en ese contexto lograba constituirse como una reivindicación, una demanda urgente que detenía el tiempo y pronunciaba una libertad para amar sin patologizaciones, acoso, amenazas de violencia ni criminalización.