La historia es más o menos así: una mujer que asiste a clases de primaria para empleadas domésticas le pregunta a la maestra si no sabrá de algún trabajo para su hija, que no consigue nada porque tiene más de diez hijos. Azorada, la maestra hace cálculos, mira a la mujer que pregunta, trata de imaginar qué edad puede tener esa hija que le ha dado más de diez nietos, y no hay caso, la cuenta no le cierra. Sin embargo, es verdad: la hija que ha sido madre una docena de veces apenas supera los 30 años. Para hacerla corta digamos que la maestra, con todo el respeto y la prudencia de la que es capaz, pregunta, para entender, cómo es que una mujer tan joven tiene tantos hijos. Si no sabe que se puede cuidar. Y sí, le responden, sabe. Lo que pasa es que el marido no la deja cuidarse. A ninguna de ellas, aparentemente, le permiten cuidarse. Porque cuidarse, dicen ellos, es cosa de putas. Las que no son putas y tienen marido lo que tienen que hacer es criar hijos. Todos los hijos que vengan, todos los que la vida les mande, todos los que una vida fértil y una pareja estable les hagan tener.

La anécdota no es mía y no vale la pena que me pidan datos más precisos. No sé cuántas mujeres había en el grupo, ni de qué edades eran ni en dónde habían nacido. Pero sé que eran empleadas con cama y que varias eran migrantes. Y puedo inferir que habría algunas muy jóvenes y algunas otras bastante veteranas, porque para las tareas domésticas no hay edad. Se arranca temprano y se termina cuando el cuerpo dice basta.

El asunto, entonces, es que en ese grupo de mujeres ninguna (excepto la maestra) se sorprendió por lo que estaba pasando. Todas sabían (excepto la maestra) que la fertilidad de ellas, su vientre hinchado, sus bebés colgando del pecho, la larga fila de niños prendidos de la pollera son, menos que una carta de decencia y buena conducta, un certificado de virilidad y éxito para sus maridos.

Imaginemos ahora a los maridos. Migrantes, como ellas. Si no extranjeros, sí ajenos a los barrios burgueses como el de la historia. Hombres curtidos o por curtir, pobres, trabajadores de la construcción o de servicios, rodeados siempre de otros hombres como ellos, igual de aplastados por la jornada extenuante y el salario insuficiente. Amenazados siempre por la miseria, por la falta de trabajo, por la prepotencia de un sistema que, en el mejor de los casos, les ofrece una limosna en forma de ayuda social. Tengamos en cuenta que vivimos en un mundo sin clases (la clase no es una franja en la gráfica de los ingresos: es un concepto que exige funcionar en el esquema simbólico de la vida) y que sabemos, porque se nos dice todo el tiempo, que somos lo que podemos, y que tendríamos que poder más.

Reconozcamos la impotencia. Admitamos que, para todo lo que se nos ofrece como posible, como deseable, no hay cómo. No se puede. Así que lo poco o mucho que se puede hay que mostrarlo. Probar la virilidad es probar la hombría, y lo que digo no es tautológico. La hombría, en este mundo y en este tiempo (y en todos los que hemos conocido, aunque no en los que podríamos conocer), es una cuestión de poder, de acumulación y de éxito. El que puede acumula autos caros y el que no, acumula hijos. Así que las campañas educativas para las mujeres, para que sepan cuidarse y asuman el control sobre sus cuerpos y sus vidas, son imprescindibles. El aborto seguro y gratuito es imprescindible y habrá que defenderlo con uñas y dientes y seguir dando todas las batallas que hagan falta para que esa necesidad no se dé contra los muros oportunistas o moralizantes que las rendijas de la ley habilitaron en Uruguay. Habrá que pelearlo para todas las mujeres y en todas partes. Pero hay que tener siempre presente dónde está el poder. Dónde están las líneas que dibujan la idea que tenemos de lo que queremos ser.

Si nos propusiéramos empapelar el planeta con las páginas que se han escrito sobre la construcción de la mujer y de lo femenino en la literatura, el arte y los medios de comunicación, probablemente nos faltaría espacio. Hasta en las revistas tilingas y en los programas de chismes se habla de abuso, sexismo y empoderamiento. Se acuñó la bella expresión techo de cristal. Hemos medido la inequidad y la violencia, tenemos nombre para los crímenes, podemos datar prácticas e identificar estilos. Hemos analizado (aunque nunca lo suficiente) el discurso. Los discursos. Y claro que sabemos del matrimonio entre el machismo y el desarrollismo, entre el productivismo y la explotación. Pero hay que ver con qué facilidad se nos filtran las paredes.

Ojalá hoy todas las mujeres estemos en la calle, mostrando cuántas somos y cómo ya no nos vamos a dejar pisotear. Ojalá haya, también, muchos hombres marchando por una vida menos carnicera, menos brutal. Pero sobre todo, ojalá todos tengamos, al día siguiente y todos los días por venir, la energía y el coraje para decirle basta a un modelo que nos está exprimiendo y que no nos va a aflojar la presión si no lo hacemos saltar. Estamos preñadas, y hay que parir un mundo mejor.