Las mujeres, que representamos la mitad de la producción a nivel mundial, estamos de paro. Otro 8 de marzo nos encuentra peleando por lo más básico: que las mujeres y los varones tengamos los mismos derechos y las mismas oportunidades.

Creer que toda la vida tuvimos los derechos que hoy tenemos es desconocer la historia. El trabajo remunerado, el voto, el divorcio, los anticonceptivos y el aborto son algunas de las conquistas emblemáticas de los movimientos feministas. Este proceso, que en Uruguay cuenta con menos de 100 años de historia, estuvo marcado por la lucha colectiva. A pesar de los avances, la desigualdad sigue marcando la vida de las mujeres.

Nuestro rol activo en la democracia empieza en 1927 en Cerro Chato, donde la mujer hizo uso del ejercicio democrático por primera vez votando en un plebiscito local. Pero no fue hasta 1938 que pudimos votar en las elecciones nacionales. Fuimos el primer país de América Latina, y el sexto en el mundo, en consagrar el derecho al voto femenino. Recién en 1948 –hace tan sólo 70 años– la Declaración Universal de los Derechos Humanos convierte el sufragio en un derecho para todas y todos a nivel mundial. Hace un año, luego de meses de reuniones, entre planos, esquemas y cronogramas, un grupo de mujeres intentábamos reunirnos en la plaza Cagancha para activar nuestro plan de logística y seguridad (autocuidado), minuciosamente organizado al detalle.

La multitud y la saturación de las redes apenas nos permitieron intercambiar algunas palabras y gestos antes de salir corriendo a cortar las calles para evitar que los autos pasaran entre las columnas de gente que llegaban en masa a ocupar 18 de Julio. Pusimos el cuerpo, como lo hacemos siempre. Pocas veces fuimos tan poco conscientes como ese día. No tardaron en crearse cordones espontáneos que organizaban el tránsito mientras ríos humanos confluían en todas direcciones. Fuimos ínfimas frente al colosal fenómeno del 8M. Un caos hermoso, autogestionado, con su inercia propia. Una verdad emocionante y desconcertante a la vez nos atravesaba: esta marcha se hace sola, esto no es de nadie, la realidad nos trascendió a todas.

Este momento histórico, conocido como la tercera ola feminista, nos muestra en cada 8 de marzo su expresión más masiva y revela que este es un fenómeno que sobrepasa, por lejos, a la suma de las coordinaciones que lo organizan y a las voluntades individuales y colectivas de quienes, de alguna manera, formamos parte de esta lucha.

Esta realidad nos plantea la necesidad de ser creativos y abrir la cancha a las nuevas formas de organización y a las nuevas formas de hacer política. Se ponen en jaque las formas que supieron ser vanguardia en los últimos años. Les muestra que capaz que el momento es otro, que empiezan a perder vigencia y que deben (re)pensarse para adaptarse a este nuevo escenario.

Procesos que se vienen gestando hace años le permitieron al movimiento feminista estar a la altura de este desafío. La voluntad de muchas personas de sostener una sinergia en la diversidad disparó una deconstrucción fundamental que abrió el espacio a nuevas formas de articulación. Esta nueva articulación se permite a sí misma prescindir de la definición de un todos, porque lo asume preexistente, a la vez que reconoce el peligro de diluir identidades y abandona el fetiche del consenso. No tiene miedo a las diferencias ni a la discusión, porque son el motor que sostiene el ánima de la sociedad organizada.

Se empieza a delinear así una nueva forma feminista de hacer política. Una con autocrítica, con mucha más valentía a la hora de cuestionar las propias prácticas que son parte de la estructura que se denuncia y se intenta combatir. Las organizaciones más institucionales empiezan a ser capaces de revisar sus formas tradicionales de movilización, como son la existencia de un estrado y una proclama. Por otro lado, surgen movimientos con ganas de afrontar el desafío de reconocer al Estado como actor, sin que eso signifique perder su autonomía. Las mujeres y todas las identidades disidentes se organizan, de forma independiente, en las plazas, en las casas y en los liceos. Acompañan sin vacilar los reclamos de las más vulneradas; las que no pueden parar, las de intensas jornadas de trabajos no remunerados, las que no pueden marchar porque están encerradas en cárceles y manicomios, o en sus propias casas.

Si bien la interna del movimiento de mujeres no es notoriamente más complicada que la de otros movimientos, el fantasma machista de “todas peleadas con todas” dio pie a esta nueva forma feminista de hacer política que se empieza a vislumbrar. La coherencia, la autocrítica, el cuidado de la otra y la responsabilidad afectiva ganan terreno en el discurso y en la práctica.

La inercia viva del 8M, su capacidad convocante y su riqueza en diversidad y cohesión son un baluarte que estamos dispuestas a potenciar y defender, más allá de nuestras diferencias. Porque sabemos que juntas somos poderosas y tenemos muy claro que si paramos las mujeres, paramos el mundo.

La movilización del año pasado marcó un antes y un después en la lucha feminista y nos plantea en un escenario histórico. La emergencia feminista dio lugar a la creación de nuevos colectivos y a la irrupción de nuevos actores y actrices en la política, un lugar que a veces nos resulta tan poco nuestro.

También provocó que cada vez más personas puedan decirse feministas. Aunque cuesta, por la violencia que provoca. Porque parecería que declararse a favor de la equidad de género es activar la violencia. Es pasar a ser la gorda puta, la torta peluda, la retrasada mental, la que no coge. Lo que salta a la vista ante las agresiones es que lo que está en debate no es la igualdad de oportunidades sino el desprecio por el otro, o por la otra, mejor dicho. El desprecio hacia las gordas, las lesbianas, las trans, las afro, las discapacitadas y las putas. El desprecio hacia las mujeres; todas. Tenemos que cuestionarnos por qué se genera tanta violencia, a qué le tienen tanto miedo, y si de verdad creen que pueden amedrentar a alguien con sus deseos y amenazas. Ya no podemos –ni queremos– parar esta lucha.

Las feministas somos diversas, para sorpresa de nadie. No venimos de Venus, venimos de madres y padres con distintos niveles de presencia. Nos gustan los varones o no. Nos gustan las mujeres o no. Tenemos hijas e hijos o no. Mantenemos los criterios estéticos hegemónicos o no. Tenemos parejas duraderas, tenemos sexo ocasional. Trabajamos, estudiamos, nos dedicamos a las tareas no remuneradas. No queremos ser referentes de nadie, no queremos tener la verdad absoluta. Queremos ser libres, no valientes.

En tiempos de confusiones voluntarias, es necesario aclarar también que la “ideología de género” no existe. No aparece en ninguna teoría feminista. Esta nomenclatura es aportada por otros; por esos que no quieren que seamos menos desiguales. Mienten los que dicen que el feminismo es extremo. Proponer la igualdad de oportunidades para varones y mujeres no tiene nada de radical. No vamos por todo, vamos por lo que nos corresponde e históricamente nos fue limitado por nuestro género. No queremos violencia; justamente de eso nos quejamos, no queremos de ninguna manera que pasen por lo mismo que pasamos nosotras.

Esta lucha marca el terreno para los que vienen. Las nuevas generaciones logran reafirmar su identidad política con mucho menos culpa. Ya son más libres, discriminan menos, van a criar hijas e hijos más felices. Nos van a hacer bien a todos, así como hace menos de un siglo nos pasó cuando las mujeres entraron a la cancha a exigir lo que les correspondía: sus derechos, y los que hoy son de todas y todos.

El día internacional de los varones es todos los días, porque acceden a los espacios, porque salen a hacer sus cosas mientras sus parejas cuidan a sus hijos, porque pueden transitar la vida con menos miedos. Este es un día para que pensemos entre todos cómo podemos vivir mejor. Si no necesitáramos del 8M ya ganaríamos lo mismo que los varones, tendríamos mejores niveles de participación política y nos reventarían menos.

Hoy es el Día Internacional de la Mujer.

No nos feliciten, acompañen nuestra lucha, que también es la suya.