Una parte de la sociedad, fundamentalmente las mujeres, nos hemos sentido colectivamente humilladas –una vez más– por los fallos de la “Justicia” en varios casos de abuso sexual en Uruguay y en España. Esa Justicia burguesa y patriarcal que nos parece aberrante es parte fundamental del sistema de opresión. La “Justicia” que hostiga y culpabiliza a las gurisas abusadas y encubre a los hombres es la misma que encierra pobres y protege ricos. Porque el disciplinamiento del cuerpo y de la vida de las mujeres, y las relaciones de producción capitalistas están absolutamente ligadas. Dicho de otra forma: las relaciones de clase, de género y de raza/etnia confluyen de varias y diversas formas para sostener las relaciones de poder asimétricas de la sociedad. Es preciso mencionar, aunque no nos centremos en ello, que el poder patriarcal no solamente humilla y violenta a las mujeres: los hombres débiles o “desviados de la norma” también son blanco de este tipo de violencia, así como los niños. Pero volvamos. Hablemos de la violación. Silvia Federici, en su maravilloso libro El Calibán y la bruja, plantea el desarrollo histórico de la violación en el pasaje de la Edad Media al sistema capitalista.
Según afirma la autora marxista-feminista, la violación fue funcional a la instauración del sistema que sustituyó las relaciones sociales de la Edad Media. A partir del siglo XV se habría extendido la práctica como forma de “retribución” al hombre proletario de su propia explotación y miseria. Como estos debían posponer el matrimonio (que era la forma legítima de obtener sexo) a causa de sus pobres condiciones económicas, se “desquitaban” con el cuerpo de las mujeres pobres y proletarias, a las que violaban con la complicidad institucional.
“Les dio acceso [a los nuevos proletarios] a sexo gratuito y transformó el antagonismo de clase en hostilidad contra las mujeres proletarias”, plantea Federici. Cita además el estudio de Jacques Rossiaud sobre la prostitución medieval y afirma: “Las autoridades municipales en Francia dejaron de considerar la violación como un delito en los casos en que las víctimas fueran mujeres de clase baja”. Otra vez lo vemos claramente: no es correcto separar la opresión y explotación sobre las mujeres de las relaciones resultantes de los antagonismos de clase. Esta apreciación vale para los dos lados: para las feministas que afirman que la lucha por la definitiva liberación de la mujer es con todas las mujeres (burguesas y proletarias o trabajadoras) y sin prestar atención (o negando) a las relaciones de clase, y para quienes afirman que la lucha de clases vendría a ser “lo primero” y la lucha contra el patriarcado un tema más bien secundario. Ambos se equivocan. Desde el inicio del proceso de acumulación primitiva –así lo explica y fundamenta Federici– la mujer tuvo el rol fundamental de reproducir y cuidar la fuerza de trabajo y ser el saco de papas donde los obreros despojados de sus bienes comunes descargan (desvían) las frustraciones que deben dirigir no hacia las mujeres tanto o más explotadas que ellos sino hacia la clase explotadora.
En eso quizás radique el logro más importante para el desarrollo del nuevo sistema capitalista y el viejo sistema patriarcal juntos: el enfrentamiento entre la mujer proletaria y el hombre proletario y finalmente la degradación de la mujer en general. Esta contradicción sólo beneficia a la clase explotadora. El hombre explotado se cree explotador y dueño del cuerpo y la vida de la mujer. Hace lo mismo que con él hace el burgués. Respecto de las consecuencias que trajo aparejadas la violación como práctica de desquite masculina, Federici dice: “Los resultados fueron destructivos para todos los trabajadores, en tanto que la violación de mujeres pobres con consentimiento estatal debilitó la solidaridad de clase que se había alcanzado en la lucha anti-feudal”. De manera general, “creó un clima intensamente misógino” e “insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres, preparando el terreno para la caza de brujas que comenzaría en ese mismo período”.
La violación es una de las distintas formas de crueldad que se ejercen contra el cuerpo femenino –los embarazos no deseados, la imposibilidad de abortar, la imposibilidad de decidir esterilizarse, las esterilizaciones forzosas, la ablación, la trata, la imposibilidad de mostrar su rostro, de salir de su casa, de hablar con otros hombres– y que muchas veces terminan en la muerte, en el feminicidio. Al decir de la teórica feminista Marcela Lagarde, “son usables, prescindibles, maltratables y desechables. Y desde luego, todos coinciden en su infinita crueldad. Son, de hecho, crímenes de odio contra las mujeres”.
En este sentido, y ligado al análisis de Federici planteado al principio, otra teórica de innegable valor, Rita Segato, habla de la función del prostíbulo como mecanismo de instalación de “la pedagogía de la crueldad en los hombres”, y señala que “el acto de ejercer conjuntamente el poder sobre otro cuerpo es un ejercicio que enseña, mediante un rol activo, a tratar a las personas como objeto y prepara al obrero para adoptar el rol pasivo en el trabajo”, según dijo en una entrevista a Resumen Latinoamericano.
Es así que la violación, junto con la creación de prostíbulos municipales en la Edad Media, eran considerados un “mal necesario” por la iglesia y el Estado para aplacar las revueltas populares, luchar contra la homosexualidad y la herejía. Y sobre todo, romper para siempre el vínculo entre mujer y hombre proletarios en su lucha contra la explotación y la miseria. La película La sal de la tierra (Herbert Biberman, 1954), basada en una historia real, aborda magistralmente este asunto, cuando las mujeres deben tomar el lugar de sus maridos proletarios para sostener una huelga minera (hecho que se dio realmente en 1951 contra la Empire Zinc Company en Nuevo México) y ellos deben tomar su lugar en los cuidados de la casa. Las mujeres organizadas adquieren protagonismo en la huelga del sindicato minero y enarbolan sus propios reclamos, otrora bastardeados por sus maridos por considerarlos secundarios. El mensaje de la película es claro y contundente: la familia obrera es la unidad de lucha más efectiva contra los explotadores. La violencia contra la mujer que se da de manera más cruda dentro de la clase trabajadora (basta ver quiénes son las mujeres víctimas de feminicidio) sólo dispersa la fuerza que tiene esa unión.
Así, Esperanza, protagonista de la historia, le espeta brillantemente a su marido en un enfrentamiento a propósito del rol político que ocupa y cómo “desatiende sus tareas domésticas”: “¿Por qué tienes miedo de aceptarme como amiga? […] Es verdad, no lo sabes. ¿Es que no has aprendido nada de esta huelga? ¿Por qué temes que yo luche a tu lado? ¿Aún crees que puedes tener dignidad si yo no la tengo? […] Sí, hablo de dignidad. Los patrones te menosprecian y por eso los odias, te dicen: ‘quédate en tu sitio, sucio mexicano’. ¿Por qué me dices a mí que me quede en mi sitio? ¿Te sientes mejor si hay alguien inferior a ti? ¿A quién tendré que pisotear yo para sentirme superior? ¿Y de qué me servirá? No quiero que nadie se sienta tan inferior como yo; quiero levantarme y luchar para que todos avancemos. Si no lo entiendes eres un tonto, porque no puedes ganar esta huelga sin mí. ¡No ganarás nada sin mí!”.
(*) Verónica Pellejero es estudiante en la Facultad de Información y Comunicación.