El Día del Activismo por la Diversidad Sexual en Argentina recuerda a Carlos Jáuregui, uno de los pioneros del activismo por los derechos civiles de las sexualidades no heteronormativas, que falleció un 20 de agosto, pero de 1996. Carlos entendió que no se podía pelear por los derechos de gays y lesbianas sin comprometerse con los derechos humanos. “Nuestra comunidad, como toda minoría en tiempos dictatoriales, fue víctima privilegiada del régimen”, escribió en referencia a la última dictadura. Carlos escribió un artículo en el que menciona por primera vez a los desaparecidos LGBT. Fue publicado en la revista NX en marzo de 1996. Este fue el artículo escrito por Carlos.
El 24 de marzo de 1996 se cumplen los primeros 20 años del golpe de Estado más cruel y sangriento que padeciera nuestra nación a todo lo largo de su historia. No resulta sencillo para nadie que bordee peligrosamente el filo de los 40 poder recordar sin inmutarse ese 24 de marzo de 1976. Sin embargo, el sano ejercicio de la memoria nos permite convocar los fantasmas del pasado (de un pasado que todos queremos que no se repita jamás), para poder confrontarlos con nuestros miedos de este presente, por lo menos bastante incierto.
Nada fue demasiado improvisado. El plan (casi como en una novela de Umberto Eco) no dejaba ninguna faceta al azar. En función del modelo económico sustentado por [José Alfredo] Martínez de Hoz y sus varios secuaces (acompañados por los “protohistóricos” ancestros de los capitanes de la industria), se montó un operativo represivo que abarcó al país entero. La república toda fue dividida casi en términos feudales entre los entorchados generales (o almirantes, o brigadieres), que se erigieron en señores de la vida y de la muerte de los ciudadanos. No decimos nada nuevo ni nada más: 30.000 es y será la cifra más dolorosa que registra la aritmética de la patria.
La represión fue, por supuesto, acompañada por una censura feroz y patética. Nada ni nadie se salvó de las persecuciones inquisitoriales montadas por una cohorte de purpurados (dignos aliados de la espada) y monigotes de uniforme. Obras de teatro y hasta salas de teatro, películas nacionales y extranjeras, novelas, canciones y cantantes, actrices y actores, periodistas, lentamente fueron engrosando con sus nombres los “Index” del régimen. Una especie de “Quién es quién” del “espantoso” libre pensamiento. Los criterios utilizados nunca fueron sobradamente claros. En los primeros años de la dictadura, la censura apuntó, claro está, a todo lo que fuese subversivo para el régimen.
Nuestra comunidad, como toda minoría en tiempos dictatoriales, fue víctima privilegiada del régimen. El fallecido rabino Marshall Meyer, miembro integrante de la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas, creada durante el gobierno radical, expresó en 1985 a quien esto firma que en su nómina de 10.000 personas denunciadas como desaparecidas la comisión había detectado 400 homosexuales. No habían desaparecido por esa condición, pero el tratamiento recibido, afirmaba el rabino, había sido especialmente sádico y violento, como el de los detenidos judíos.
En otro orden, tras el golpe, fueron clausurados aparatosamente, tanto en la Capital Federal como en el Gran Buenos Aires, los pocos boliches que habían sobrevivido a la época de [José] López Rega. Quizás el último gran operativo haya sido en febrero de 1977 cuando, por sugerencia del obispo de San Martín, la Policía de la provincia de Buenos Aires allanó y clausuró el bar La Gayola, de Caseros, llevándose detenidos a los 200 concurrentes. Hasta ya entrados los años 80, los boliches no reaparecieron abiertamente en Buenos Aires. Hasta ese momento, como escribiera Carlos Mendes en NX 27, “la libertad era extraña, clandestina, atrayente y peligrosa”.
No acababan allí nuestros padecimientos. Los lugares de paseo y levante, la plaza Dorrego en San Telmo, la avenida Santa Fe (aunque entonces era en el tramo Callao-Suipacha), eran patrullados sistemáticamente por la cana, que muchas veces (y en esto tampoco han cambiado mucho) se entregaba a la inmunda e ilegal práctica del chantaje o la coima.
Tras Malvinas, la dictadura se despidió de nosotros con una seguidilla de 17 asesinatos en la Capital Federal, nunca esclarecidos. No resultó nada arriesgado entonces, ni tampoco ahora, pensar en una banda parapolicial dispuesta a restablecer el “orden y la moral pública” que habían imperado durante los años del mal denominado “proceso”.
Yo ya vivía en Buenos Aires cuando se realizaron las elecciones del 30 de octubre de 1983. Sin embargo, continuaba manteniendo mi domicilio en La Plata. Tuve que viajar para votar. Ansioso como siempre, lo hice casi de madrugada, acompañado por mi hermano. Ambos votaríamos por primera vez. Salvo unas pocas semanas, un año antes, tras regresar del exterior, no estaba en la ciudad desde 1979. En la cola de la votación, una hora antes de que abrieran las puertas, me encontré con la mamá de Fernando, mi amigo del barrio de toda la vida. Yo ya sabía que él estaba desaparecido desde 1977. Ella me abrazó llorando. “Estoy con las Madres”, me dijo. “Estoy tan sola ahora”, agregó. “Pero lo único que puedo hacer es seguir adelante buscándolo”, terminó. Y en eso no ha defraudado a nadie. Cuando, hace unos días, veía en televisión la represión salvaje a los estudiantes en La Plata, entre las corridas y los gases, allí estaba ella. 20 años más vieja (¿pero acaso no lo están también [Jorge] Videla, [Emilio] Massera y los otros asesinos indultados?).
¿Qué tenemos? Tenemos memoria. Es cierto, y, sin embargo, no nos alcanza. 20 años después, estamos enloquecidos por hacer justicia. Quizás si la obtuviésemos, nuestro presente como nación no sería tan incierto ni tan riesgoso.