Ayer millones de mujeres salimos a las calles a manifestarnos, a expresar las múltiples caras de nuestras emergencias. En muchos países la huelga feminista se extiende también a hoy sin pedir permiso: las mujeres paran como medida de lucha, como denuncia urgente.

Para los que creían al feminismo una fuerza monolítica y burguesa, entre proclamas, canciones, abrazos, llantos, baile, pancartas y gritos de resistencia las calles les muestran una fuerza popular, múltiple y violeta que crece y late.

La potencia del feminismo inquieta a los poderes disciplinadores porque es radical e insubordinada; queremos transformar el mundo tal y como lo conocemos.

No hay retorno, la marea se expande a pesar de la contraofensiva antifeminista que gesta la reacción conservadora.

La potencia del feminismo inquieta a los poderes disciplinadores porque es radical e insubordinada; queremos transformar el mundo tal y como lo conocemos. Pero ¿por qué? Aún hay quienes se lo preguntan.

Los datos sobre la violencia de género en nuestro continente son espeluznantes: todos los días se denuncian crímenes de género que indican como responsables a parejas, padres, hermanos, tíos, vecinos, curas, políticos, jueces, ministros, policías, militares, artistas, maestros, deportistas y “padrinos”. El solo hecho de lo que acontece a nuestro alrededor tendría que alarmar a cualquiera, pero, por el contrario, todavía existe una profunda incomprensión del motivo de nuestros reclamos, de por qué cada vez más mujeres se sienten interpeladas por un movimiento político como este.

En más de una ocasión he sido testigo de discusiones en las que se denuncia al feminismo y su acelerada influencia intergeneracional en producir tensiones en las subjetividades noveles de niñas y adolescentes: “les enseñan a estar enojadas, a confrontar, parecen resentidas”, “ya no se puede decir nada”, mientras se explica por qué “naturalmente” a las niñas les gusta jugar con muñecas. Somos las “aguafiestas”, como dice Sara Ahmed, que no duda en impugnar, en los espacios cotidianos, la violencia sexista que nos rodea. Al habitar el porfiado intento por desmantelar los espesos muros del patriarcado, arruinamos la cómoda cotidianidad de las opresiones.

Las desigualdades estructurales representan un espacio de conflicto; no sólo no podemos obviarlo, sino que tenemos que denunciarlo, habitarlo y solucionarlo.

Habitar el conflicto implica comprometerse con la transformación, pues las opresiones naturalizadas destruyen nuestros lazos comunitarios. Parece mentira, pero son tiempos en que hay que repetir lo que parece obvio: la Tierra no es plana y es tiempo de resistir el modelo de “ciudadanía censitaria” como marco de referencia de un supuesto deber ser: ser hombre cis, propietario, nacional, heterosexual y blanco.

Los opresores prefieren el silencio, no les gusta el conflicto, no les gusta que apelen a la Justicia, que les retiren sus privilegios. Pero nosotras no bajamos ni bajaremos los brazos, y la Justicia se avergüenza.

Nuestras emergencias son múltiples y de distintas dimensiones, hay una voz dolorosa que sale de las entrañas de cientos de madres que exigen justicia por los femicidios de sus hijas, las voces se expanden por los territorios exigiendo saber dónde están nuestras hermanas secuestradas y desaparecidas, denunciando las complicidades del silencio.

Exigimos otra forma de relacionarnos, de amar, de transitar las ciudades y los territorios, de vivir nuestras vidas.

Nuestra voz, nuestro cuerpo, nuestro pensamiento, nuestra palabra y nuestra acción corren riesgo, corremos riesgo de ir a la tumba de forma anticipada, al silencio, al ostracismo, a las violencias que se ensañan con particularidad con nuestros cuerpos.

Para quienes habitamos Uruguay este no es un marzo cualquiera, es un marzo furioso e inquieto; la oligarquía se ha instalado en espacios de decisión a partir de propuestas y acciones impulsadas en los últimos días por el flamante gobierno, y es posible identificar la manera en que se buscan imponer con fuerza y a caballo las agendas punitivistas, empresariales, militaristas y eclesiásticas. Este impulso ha tenido expresiones antidemocráticas e inconstitucionales, como la propuesta de reformas estructurales que plantea la ley de urgente consideración.

La causa contra el militarismo es una causa feminista, contra la mercantilización de la vida, contra la captura corporativa de nuestras democracias, contra la impunidad, el prevaricato y las prebendas. Contra el racismo, la xenofobia, la criminalización de la pobreza, la censura y la protesta social.

Pero no estamos contra todo: estamos a favor de la vida, del encuentro, del poder de una comunidad que hace del cuidado su centro vital, de la laicidad, de la libertad, de la vivienda accesible y adecuada como precondición para el ejercicio de cualquier derecho, de los bienes comunes, de la autonomía de la educación pública, de los Consejos de Salarios y la negociación colectiva, de maternidades libres y felices, de la memoria, la justicia y la verdad.

Queremos un Uruguay con más democracia, con menos protocolo, sin pleitesía.

La hipocresía que guardan los mensajes de orden y progreso busca disciplinar cuerpos y disidencias.

Callar pone en riesgo la posibilidad de habitar un mundo más justo, ¿por qué callar? ¿Por qué conformarnos?

Valeria España es abogada, magíster en Derechos Humanos y Políticas Públicas y socia fundadora del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos.