No tuvo cuna, sino caja. La dejaron en una caja de zapatos. En un barrio rico de Minas Gerais. La encontró Gerosina, la empleada doméstica de la casa rica donde ella limpiaba. No quiso llevarla a la Policía, ni que le hagan preguntas. La escondió debajo de la cama. Tapó el llanto de la bebé con música fuerte. El fin de semana la llevó a su casa. Sus primos la burlaban diciéndole que la habían dejado en un tacho de lata. No sólo la burlaban. La abusaban. Su vulnerabilidad no terminaba de salir de la caja en la que entró al mundo. No tenía documentos. No podía estudiar. A los 12 fue a la escuela por primera vez. A los 13 le dijo a su mamá que quería trabajar e irse de su casa (esa casa grande, de tías y primos, en donde los límites no estaban claros y las palabras se escabullían de su boca). Todavía era una niña. Si alguna vez fue una niña. Pero empezó a ser niñera (babá, en Brasil) para cuidar a otros chicos y poder cuidarse. A los 15 no tuvo fiesta, pero le regalaron un registro de inscripción de su nacimiento. Bueno, un registro. No decía que la habían dejado en una caja. Ni que su mamá de crianza no era su mamá biológica. Pero decía que ella era alguien y eso era algo.

Su mamá se murió cuando tenía 20 años. Sus tías le terminaron de contar su historia: ella había sido dejada en una caja de zapatos. Su mamá la recogió. La escondió debajo de la cama donde trabajaba como empleada doméstica. Ella empezó a trabajar como niñera a los 13 años, un año después de ir a la escuela por primera vez. La historia asfixia. Pero el presente da esperanzas. Flávia Tambor no quedó encerrada. Es cientista social, baila danza afro y forma parte de la Rede Negras Candidatas. Ella es una de las figuras más emblemáticas que nacieron desterradas (ni siquiera desde la cuna) sino desde que nació y tuvo que ser escondida debajo de la cama. Hoy ocupa un lugar central en la recuperación de los derechos de las mujeres negras.

Flávia Tambor es, a partir de la asunción del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, jefa de Gabinete del Ministerio de Igualdad Racial. La ministra es Anielle Franco, la hermana de Marielle Franco, concejala socialista, lesbiana, negra, feminista, favelada, asesinada el 14 de marzo del 2018, y su llegada al poder es una forma de alentar a que las mujeres sigan peleando y se pueda contrarrestar la violencia política. Anielle tuvo que postergar su asunción por los grupos de ultraderecha armados que intentaron frenar la llegada al poder de Lula. El 11 de enero, Anielle Franco se convirtió en ministra y reivindicó: “Desde el 14 de marzo de 2018, día en que se llevaron a Marielle de mi familia y de la sociedad brasileña, he dedicado cada minuto de mi vida a luchar por la justicia, defender la memoria, multiplicar el legado y regar las semillas de mi hermana”. Anielle agradeció a las mujeres que la acompañaron en la lucha como Vilma Reis, Taliria Petrone, Conceição Evaristo, Angela Davis, Benedita da Silva, entre otras y, a Flávia Tambor, por aceptar la misión de ser jefa de Gabinete del Ministerio de Igualdad Racial.

Flávia se define en Instagram como sapatão (lesbiana, bollera, torta, según el país en el que se diga) una forma brasileña que proviene de las botas militares (o borcegos) y de ahí también lo de salir de la caja de zapatos, es decir, dejar la caja y empezar a caminar y a pisar fuerte el propio camino. O decidir sobre su cuerpo y su pelo cuando uno de sus primeros jefes le pagó para que se haga un corte afro de moda y ella se rapó. Él la echó por eso y ella no agachó la cabeza. También fue coordinadora del mandato de la ex diputada negra Aurea Carolina y consejera de mulheresnegrasdecidem.

Mira con sus ojos enormes a los que se le notan la crudeza y samba, con los pies sobre la tierra, las piedras o la arena. Ella se sienta a contar, por primera vez, su historia. Ella que no habló durante diez años de su vida, que no fue a la escuela hasta que la mayoría de las niñas terminan su primer ciclo de aprendizaje, ella cuenta su historia, con la traducción sensible de la activista negra (y jefa de Gabinete de la legisladora trans de San Pablo, Erika Hilton) Cinthia Gomes, y anuncia: “Vamos a llorar”. Lo dice y reímos. Hay una alquimia en donde el llanto y la risa se mezclan. Se bailan como baila ella que es profesora de danza afro y hace de los tambores parte de su identidad no solo simbólica. La que mueve su sangre, la que mueve su rabia, la que mueve su alegría. La que convirtió la música en identidad. Es Flávia Tambor. Quién sabe cuál sería su apellido, qué rastro hay de las genealogías exactas en una mujer que se construyó a sí misma, se parió para vivir y revivir en tantas muertes a las que ella les puso vida. Y en las que se puso nombre. Los tambores son su apellido. El de la jefa de Gabinete del Ministerio de Igualdad Racial. Escuchen.

“Usted bajó del cielo”

Flávia Tambor tiene 49 años. Nació el 23 de noviembre de 1973. ¿Nació el 23 de noviembre de 1973? No tiene la certeza de si esa es su fecha de nacimiento o la fecha en la que su mamá adoptiva (no legalmente adoptiva), Gerosina Dos Santos, la encontró. ¿Dónde? En una caja de zapatos. En la adolescencia fue muy rebelde porque sus conocidos la burlaban con que la habían encontrado en un basurero. Pero su mamá le decía “no, usted bajó del cielo”. La quería proteger. Aunque a veces prefería no ver para que la vida no duela. Murió cuando ella tenía 20 años y su historia se la contaron sus tías.

“Yo fui hallada en una caja, en un barrio rico, en una calle en Belo Horizonte (la capital de Minas Gerais), que dejaron enfrente de la casa donde mi mamá trabajaba como empleada doméstica”, relata. No hay educación sexual que explique cómo se viene de una caja: ni de una cigüeña, ni de París, ni de una semilla. De una caja. Si la vida no da chances, deja en el abismo a mujeres que no pueden elegir y que en un misterio de amores desamparados dejan a una niña en la puerta de una casa de ricos, pero que no recogen los ricos, sino quien recogía lo que se dejaba en el piso. El destino podía tener tantos trucos como podrían elegirse aventuras. Y ella brincaba, en esa palabra que salta del portugués al juego convertido en poesía, con esa posibilidad de ser criada como una niña rica en una caja de cristal. “Mi mamá me dejó en un barrio chic para que sea una princesa y me recogió una mujer pobre”, cuenta como un chiste en donde los contrastes de la desigualdad se vuelven en su historia una posibilidad según quién agarra la caja. “Yo he brincado mucho con eso”, mira y desafía. El destino es, a veces, quién agarra la caja. Y, la mayoría de las veces, quién la salta.

Gerosina había perdido a dos bebés. Venía de un doble duelo desgarrado. Cuando vio a esa bebé la recogió y la escondió debajo de la cama, para que no la vean los patrones y no le dijeran que tenía que llamar a la Policía. Gerosina pedía consejos con el famoso atajo “es para una amiga” sobre qué tenía qué hacer porque se había encontrado una criança. Le decían que, si su amiga había encontrado un bebé, tenía que entregarla a la Policía y que era muy difícil el proceso de adopción. Así que desoyó los consejos y se las ingenió para que “los ricos” no escucharan los llantos poniendo música muy alta. La siguió escondiendo durante toda la semana hasta que llegó el fin de semana y la llevó a su casa.

Flávia fue criada en una familia muy pobre, muy grande y con muchas mujeres, entre su mamá, sus tías y sus primos. “Es un proceso muy difícil. Cuando era chica, los otros niños me hacían bromas porque decían que había sido hallada en un basurero. Fui creciendo. Pero hasta los diez años no hablaba porque le tenía miedo a la gente. Me escondía cuando veía personas y conversaba poco. Hasta los 12 años no fui a la escuela”, relata. A esa edad empezó la escolaridad, a diferencia de la mayoría de las niñas brasileñas, que lo hacen a los cuatro o cinco años. Ella quería estudiar, pero no podía. No estaba inscripta en ningún registro. Recién cuando un primo suyo consiguió una autorización pudo ir a la escuela.

“En la preadolescencia sufrí abusos de parte de primos y amigos de primos. Se aprovechaban porque sabían que estaba desprotegida. Yo hablé con mi mamá y le decía que pasaban cosas. Ella me quería proteger, pero no quería que me vaya. A los 13 años le dije a mi mamá que necesitaba un empleo y que me quería ir de casa porque ella me quería tener cerca aunque pasaran estas cosas”, cuenta Flávia. Ahí empezó a ser niñera. Su regalo de 15 años fue una partida de nacimiento que le dio su mamá. No estaba inscripta la verdad, sino que su mamá figuraba como su mamá biológica. Pero le permitía seguir estudiando. Por eso, era un regalo. En ese momento le preguntó: “¿Soy tu hija o fui encontrada? ¿Qué paso?”. Su mamá le dijo que la había encontrado en una caja. Ella dijo “ok” y se fue a dormir. No preguntó más.

A los 16 años le ofrecieron ser modelo y hacer desfiles. Le dijo a su mamá de crianza que una mujer negra le ofrecía ese trabajo y le advirtió que la mujer era “macumbera” (de religiones de matrices africanas). Flávia comenzó a estudiar danza afro, pero a escondidas de su mamá. A ella el movimiento negro le abrió las puertas que le cerró la caja y le dio el amparo que no conoció con las familias destartaladas. “No estás sola”, le dijeron. “Yo empecé a estudiar de grande, entonces siempre era la más vieja en todas las clases. Me daban más responsabilidades las profesoras”. En el activismo, le decían “no te puedes quedar protestando, tenés que ir a la escuela”. El incentivo logró su objetivo, aunque con mucho sacrificio. Ella dejó de ser niñera y pasó a trabajar como administrativa de una oficina de auditorías hospitalarias.

Siempre usó el pelo muy corto. Su primer jefe le dio el dinero para hacerse un corte afro que estaba de moda. Pero ella se lo rapó y el jefe le dijo por teléfono que la echaba porque no era la imagen que quería para su empresa. Ella lo amenazó diciéndole que iba a hacer una manifestación. Su cabello raspado sigue siendo parte de su personalidad. Defenderlo fue una de sus primeras pruebas que ya no solo hablaba, se defendía, y se sentía más empoderada.

A los 28 años empezó a coordinar las clases para ingresar a la facultad de grupos del movimiento afro. Pero ella no pensaba en hacer la prueba para la universidad. “Yo quería hacer Ciencias Sociales porque todos los que ‘falaban bonito’ en el movimiento negro eran sociólogos”, afirma, y se ríe. Las carcajadas vuelven a sonar como música que no tapa, sino que incentiva. “Siempre eran sociólogos”, machaca. Su sueño de estudiar Ciencias Sociales en Minas Gerais no pudo concretarse. Se deprimió y empezó a tomar remedios. Finalmente logró entrar a la Universidad Católica. Le costó mucho. “Fue muy difícil estudiar en la facultad porque tenía problemas con la escritura por no aprender tempranamente a leer y escribir. También fue muy difícil la alimentación. No tenía dinero para comer y comía lo que podía, pero no podía alimentarme bien para superar los obstáculos del aprendizaje”, describe.

El movimiento negro la ayudó y encontró cuatro familias que le dieron soporte para que pudiera nutrirse. “Pasé períodos muy difíciles en la facultad, estaba atrasada, lloraba, fue muy difícil hasta que terminé”, recuerda. Pero cuando logró recibirse, dejó de trabajar en casas de familia. Tuvo un empleo en un programa social del gobierno y en la secretaría de derechos humanos local. Flávia cuenta que fue dejada en una caja de zapatos como si la historia fuera una multiplicidad de cajas. La historia de las mujeres negras viene de otras mujeres negras de las que no se sabe ni siquiera la historia de esas mujeres que no pudieron decidir, contener, pedir ayuda o amparar. Es la historia de mujeres que estaban acorraladas en su destino. La diferencia de este gobierno electo puede ser -sin milagros- que más puedan elegir más. La historia de Flávia empuja esa esperanza. No se puede quedar apretujada por el desamparo, por las encrucijadas, por lo inevitable como comienzo y como presagio. Ahora la historia ya no se esconde debajo de la cama de las que limpian lo que otros disfrutan.

Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.