La abogada Julissa Mantilla trabajó en la Defensoría del Pueblo de Perú y fue la encargada de la Línea de Género de la Comisión de la Verdad y Reconciliación de ese mismo país. También fue asesora internacional en Justicia Transicional para ONU Mujeres. Hoy ocupa el cargo de relatora para Mujeres y Memoria, Verdad y Justicia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

El 5 de setiembre estuvo en Montevideo casi exclusivamente para reunirse con ex presas y presos políticos y participó en la Facultad de Ciencias Sociales en la mesa de diálogo “Verdad, justicia y reparación: acceso a la justicia con perspectiva de género”, organizada por la Universidad de la República. Unas horas antes de esa charla, la comisionada se reunió con quienes denunciaron haber sufrido violencia sexual como parte de las torturas sistemáticas durante el terrorismo de Estado en Uruguay y visitó el memorial inaugurado el 27 de junio de este año. Al día siguiente, antes de una reunión con representantes del Ministerio de Relaciones Exteriores, conversó con la diaria.

Durante la charla en la facultad, María Noel Leoni, directora ejecutiva adjunta del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (organización que representa a las víctimas), anunció que buscarán presentar el caso de violencia sexual durante la prisión política ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Pero, para que el caso llegue a la CIDH y, eventualmente a la Corte IDH, debe agotar primero los “recursos internos” ante la Justicia nacional.

“Lo ideal sería que se obtenga justicia a nivel interno –dijo Mantilla–. Llegar a la CIDH es la alternativa final. La violación de derechos humanos ya ocurrió; lo que toca ahora es la reparación”. Sin embargo, ha habido casos en que la CIDH evalúa “retrasos injustificados” y acepta la petición, como en el caso de Raquel Martín de Mejía contra Perú, un caso de violencia sexual como tortura ejercida contra esa mujer.

Interiorizada del estado de casi paralización en que está la denuncia por violencia sexual contra las presas políticas, Mantilla dice que espera que “ante violaciones a los derechos humanos que ya se produjeron, el Estado uruguayo cumpla con su obligación internacional de investigar, sancionar a los perpetradores y reparar a las víctimas, independientemente de una expresión de solidaridad que manifestó en aquella audiencia de 2021. Para eso debe tomar decisiones eficaces, destinando los recursos necesarios e idóneos”.

Para la comisionada, fue importante salir de la virtualidad y conocer a las denunciantes en persona: “Fue una buena idea comenzar la visita en el memorial para conversar con ellas. Fue muy emocionante, desde ambas partes. Me dijeron que se sentían honradas porque esta visita las había puesto en el centro de la conversación. Es que, en mi trabajo, el vínculo con las víctimas es el más importante”.

En la charla que brindaste en la Facultad de Ciencias Sociales hiciste mucho hincapié en escuchar a las víctimas y en que no hacerlo perpetúa la impunidad. Destacaste la valentía de las mujeres que se animan a denunciar, a pesar de que muchas veces no son escuchadas. De la cantidad de casos que has escuchado a lo largo de tu carrera, ¿hay alguno que te haya conmovido especialmente?

Es difícil decirte “estos me conmovieron más que aquellos”, pero lo que tienen en común es la capacidad de seguir adelante. Cuando hay mujeres que presentan este tipo de denuncias después de que pasó mucho tiempo, sabiendo que pueden no creerles, yo les pregunto: “¿Por qué decidiste denunciar?”. Y su respuesta me conmueve: “Para que no le pase a nadie más. Tenemos hijas y no queremos que les pase”. El solo proceso [de denuncia] permite empoderarte. Ir a los tribunales, que escuchen tu historia. A las víctimas les “alivia” hablar, y que las escuchen y les crean. Es reparador también cuando hay una sentencia que establece que lo que les pasó no fue culpa de ellas. En otros casos que implican a mujeres de comunidades indígenas, hay un impacto individual y colectivo. En Perú, Guatemala y Colombia hay sanciones que recibieron por parte de la comunidad. Pero muchas veces no denuncian por miedo a que la comunidad las siga cuestionando, sancionando o rechazando. Y muchas veces son los esposos los que no quieren que denuncien.

También hay que considerar cuando el hecho de violencia sexual se produjo en el marco de un conflicto armado, como en Colombia, o si fue un caso particular, donde el Estado falló en las respuestas que debe ofrecer a las víctimas. En los conflictos armados se arrasa con la comunidad y muchas veces, en la Justicia, se visibilizan mucho más las masacres, las desapariciones, y lo que les pasa a las mujeres queda por fuera. Además de la esclavitud sexual, muchas eran esclavas domésticas porque tenían que lavar y planchar las ropas de los militares, cumplían esos roles y aparte eran violadas permanentemente. Y eso está invisibilizado.

A la vez, quiero destacar la continuidad de la violencia sexual [del pasado al presente] como forma de disciplinamiento hacia las mujeres. En las dictaduras cambian los perpetradores, pero es lo mismo en cuanto a la discriminación y violencia de género que podemos sufrir hoy. Como planteé recientemente en un artículo: es parte de reflexionar “¿cómo se llama tu Rubiales?”. La gente hace escándalo por el beso [que le dio a la fuerza el entonces presidente de la Federación de Fútbol Español, Luis Rubiales, a la jugadora Jenni Hermoso]. ¡Pero no es sobre el beso! Es sobre cómo una mujer que juega al fútbol –un deporte tradicionalmente asociado a los hombres– rompe el mandato de género y, con lo del beso, la vuelve a su rol de género de subordinación. Y esto se repite en todos los contextos. Podemos hablar en general de lo que se han demorado las investigaciones de estos crímenes en la dictadura uruguaya y chilena, pero, sobre esa demora, hay un plus que es haber sufrido la violencia sexual. No se vio y no se ve en la sociedad, ni en su momento ni ahora, cuando ocurren violaciones o feminicidios.

Hay un principio en derecho internacional que es el de considerar la continuidad del Estado: ante la comisión de violaciones a los derechos humanos, debe responder el gobierno que sea. El gobierno de turno te puede decir “no estaba en el poder cuando sucedieron los hechos”, y para el Sistema Interamericano de Derechos Humanos eso no es relevante: hay un principio de continuidad. Los estados se hicieron parte del sistema voluntariamente y tienen que asumir las responsabilidades. Y estas violaciones a los derechos humanos siguen pasando en la medida en que no haya memoria, verdad, justicia y reparación. Para eso tiene que haber una participación muy directa de las víctimas; se les tiene que preguntar por los procesos de reparación: cómo quieren ser reparadas, qué esperan ante el daño que les causaron. Y es importante que obtengan una respuesta rápido. “La biología”, como dicen, avanza. Haber contado lo que pasaron es una herida abierta que espera justicia.

¿Qué otros aspectos te llamaron la atención de lo que escuchaste en estos días de visita en Montevideo?

Me impresionó la mención que hicieron en la charla al daño que sufrieron niños y niñas, el daño psicológico por no haber estado con sus madres y padres [presos políticos]. También hay que ocuparse de transmitir lo que pasó a las generaciones más jóvenes, identificarlo para construir memoria y evitar que se repita lo que pasó.

Me impactó escuchar a las denunciantes describirte cómo habían sufrido los encuentros en las salas de tribunales con los represores que ellas mismas denunciaron, compartir espacios e instancias de careos. Es revictimizante.

Sí, pero hay cosas que los actores judiciales pueden hacer para cuidar a las víctimas. Por ejemplo, una jueza permitió en otro país que las denunciantes se cubrieran el rostro con un huipil al declarar porque ellas se morían de miedo. Hay que ponerle género a la Justicia. No sólo al definir qué es violencia sexual, sino al objeto procesal: la prueba, el testimonio, la evidencia, construir espacios de confianza para declarar, que puedan contar con el apoyo de un equipo interdisciplinario. Hay que considerar el impacto en la salud mental que tiene el contar, contar y contar si después no pasa nada. Hay que recordar que una recomendación que dio la Corte IDH en el Caso Gelman [2011] y el Caso Maidanik [2021] contra Uruguay fue la capacitación a autoridades judiciales. Capacitación no es que te den una charla sobre enfoque de género, sino una evaluación seria. Estoy segura de que esos funcionarios saben sobre los tratados, pero no saben cómo incorporar eso. Ahí hay mucha responsabilidad de las facultades de Derecho, lo digo como académica: no te forman como abogado o abogada con enfoque de género; luego llega un caso y la Corte te dice: “Tienen que ponerle este enfoque” y la Fiscalía se pregunta: “¿Cómo hago eso?”. Tiene que haber una reevaluación del proceso.

“Hay que ponerle género a la Justicia. No sólo al definir qué es violencia sexual, sino al objeto procesal: la prueba, el testimonio, la evidencia, construir espacios de confianza para declarar, que puedan contar con el apoyo de un equipo interdisciplinario [...] Capacitación no es que te den una charla sobre enfoque de género, sino una evaluación seria”.

¿Parte de esa formación debería trabajar para que los operadores judiciales se den cuenta de cómo aparece la perspectiva de género en sus investigaciones y abordajes de los casos? Porque se suele decir que “la Justicia es ‘ciega’ al género”.

Decir que la Justicia es “ciega al género” es la mejor manera de decir “esto no nos interesa”. O sea, los estereotipos de género que manejan fiscales, jueces y abogados existen y afectan el debido proceso. La Corte ya advierte que, por los estereotipos que cargamos, puedo verte o no como víctima, puedo creerte o no, y esa decisión mía está afectando el debido proceso. Es algo que las feministas estamos empezando a marcar: ya no sólo la definición de violencia sexual, violencia doméstica o feminicidio, sino cómo las concepciones machistas personales pueden afectar el debido proceso, por ejemplo, durante la evaluación de la prueba. Lo hemos visto en sentencias como las de La Manada en España: en la interpretación de la norma siempre le encuentran la vuelta para que la víctima sea culpable.

En este sentido, ¿incorporar una perspectiva interseccional sigue siendo un desafío?

En Colombia hay buenos ejemplos. El Centro de Memoria Histórica tiene informes específicos sobre la situación de la población LGBTI+ en el conflicto colombiano, en los que detalla cómo los grupos paramilitares entraban a la población y ubicaban a los homosexuales de la comunidad y los hacían boxear entre ellos. Y la población tenía que comprar los tickets para entrar y verlos boxear. Esa era “la diversión”: ver dos hombres que no encajaban con la definición de masculinidad por ser gays, peleando, muertos de miedo, rodeados de paramilitares. Ese tipo de violencia tiene que ver con el género, sin duda. Y otro tema es la violencia sexual contra hombres, en Chile, aquí, en Colombia. Los denunciantes colombianos valoran mucho el camino que han abierto las mujeres al contar también los dolores y la culpa que sentían por lo que les había pasado. Y la Comisión por la Verdad, en su último informe, habla de la situación de las mujeres trans que fueron violadas, que fueron agredidas de manera particular, y da recomendaciones para la población LGBTI+. Hay una memoria del conflicto, por parte de las personas trans, totalmente invisibilizada. Y creo que la interseccionalidad y el discurso de no discriminación debe incluir a todas las personas.

¿Cómo ves el avance de grupos antiderechos que participan en instancias convocadas por organismos de derechos humanos pero, al mismo tiempo, critican la existencia de estas instituciones?

En los últimos tiempos se han incrementado los ataques que recibe el Sistema Interamericano de Derechos Humanos por parte de grupos o personas antiderechos. Y en esto hay una gran responsabilidad de quienes trabajan en derechos humanos: no basta con decir “estos son grupos antiderechos, no los vamos a escuchar”. No, date un ratito. Yo, por principios, escucho a todo el mundo, pero sí creo que hay una responsabilidad de formarse. Esto significa: estudiar sobre los estándares. No me sirve ponerme a discutir con una persona sobre el aborto. Si quieres, lo haces, pero jurídicamente una tiene que tener la noción y decir por qué sí se debe permitir la decisión de las mujeres sobre su cuerpo. O el derecho a la identidad de género, que la Corte IDH reconoce, interpretando la Convención Americana de Derechos Humanos [1969] y en el Caso Vicky Hernández [una mujer trans] contra Honduras. Y hay voces que dicen que, como la Convención “no habla” de derecho a la identidad de género, eso no debe reconocerse y que la Corte se excedió al momento de interpretar. Yo he escuchado esos argumentos varias veces y no creo que haya que dejarlos pasar. El derecho a la verdad, por ejemplo, no está en la Convención, no existe como tal, pero ha sido reconocido por la Corte IDH y la CIDH, y ahí nadie dice nada. Además, [estos grupos antiderechos] dicen que la interpretación literal de la Convención es la que debe primar. ¡Por favor! Hay muchísimas formas de interpretar el derecho internacional público. Los tratados se interpretan en función del contexto. Imagínate ahora, con la inteligencia artificial: cuando se creó la Convención no había celulares y, sin embargo, hablamos de derechos digitales. La CIDH ha recibido ataques y cuestionamientos de que “no hay transparencia” en cómo se deciden nuestros comunicados solamente en los que tienen que ver con aborto, salud sexual y reproductiva e identidad de género. Tenemos más de 60 años publicando comunicados, nunca nos habían cuestionado nada.