Mariana tendría que estar llegando en estas horas a Paysandú para pasar las fiestas con su mamá y sus hermanos. Habría sacado el pasaje la semana pasada, después de cerrar sus actividades laborales y educativas en Montevideo, y estaría poniendo en marcha los planes de verano, como cualquier otra gurisa de 24 años. Probablemente estaría pensando en qué haría con sus amigas durante las próximas semanas, qué regalos navideños le quedarían pendientes o qué le depararía el año que viene. Pero nada de eso va a pasar porque Mariana ya no está. Sus proyectos quedaron paralizados, incompletos, truncados para siempre hace poco más de un mes cuando su expareja se creyó con el poder de decidir sobre su vida, como tantos otros varones en esta sociedad machista y patriarcal, y la mató.

El nombre de Mariana Rivero no aparece en la lista de las 19 víctimas de femicidio que registró el Ministerio del Interior en el reporte presentado el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, porque abarcaba desde el 1° de enero al 31 de octubre. Podría haber estado: ella estaba desaparecida desde el 20 de octubre. Su cuerpo fue hallado el 8 de noviembre, en la zona de Punta Yeguas. Durante esos 19 días de incertidumbre, el femicida, que tiene 23 años, fingió que colaboraba con la búsqueda y guardó silencio mientras la familia de la joven pedía desesperadamente ayuda para encontrarla. Finalmente, confesó. Fue imputado por homicidio muy especialmente agravado por femicidio y por vilipendio de cadáver, y ahora está en prisión preventiva a la espera de un juicio que está previsto para mayo.

A dos meses de que su hija fue vista con vida por última vez y mientras espera que por el crimen de Mariana “se haga justicia”, su mamá, Ana Hernández, siente la necesidad de hablar. No sólo por lo que le pasó a su hija sino para que, a través de lo que vivieron ella y su familia, se visibilicen las dinámicas que giran en torno a las situaciones de violencia de género, un problema al que se refiere como “una emergencia social” que “no es atendida”. Su intención también es contar lo que considera que salió mal o que pudo hacerse mejor en el proceso que empezó con la denuncia de la desaparición de Mariana, para que se revisen algunas cuestiones institucionales.

“Mi hija no está más y no la puedo recuperar, pero que su muerte no sea en vano”, sintetiza Ana, en diálogo con la diaria. “Por lo menos que revean leyes, que vean la asistencia a las familias y a los círculos que rodean a las víctimas. Y todo lo que se pueda hacer para que la gente pueda estar al menos preguntándose o interpelándose me parece que es positivo”, asegura.

La voz de Ana, que suena del otro lado del teléfono, desde Paysandú, se escucha firme y sólo por momentos amaga con quebrarse. Cuando eso pasa, dice –y se dice–: “Tengo que mantenerme entera porque, si no, no llego a decir lo que quiero decir. Tengo que pasarme para la vereda de enfrente y mirarlo como si este fuera un caso aparte de mi vida”. Como si no fuera su propia hija la que fue asesinada. Como si no fuera su propia familia –ella, el papá de Mariana, sus cuatro hermanos– la que ahora tiene que convivir con los impactos, las secuelas y las consecuencias de un femicidio.

Insiste en que quiere hablar “para que no se apague esto”, para “reflotarlo”, “por Mariana, pero, sobre todo, por todas: por las que no están, y por las que están y queremos que sigan estando”.

“Cualquier pena es poca”

El 20 de octubre Mariana dijo que iba a ir a buscar algunas de sus pertenencias a la casa de su exnovio, en Tres Ombúes, y que después se dirigiría a Tres Cruces. Sin embargo, el análisis de su teléfono y de cámaras de videovigilancia reveló que nunca llegó a irse de la zona donde vivía quien fue su pareja. Sólo ese dato apuntaba a él como responsable, aunque había elementos que despistaban, como el hecho de que la Policía no encontrara elementos sospechosos en el allanamiento de su vivienda o que él mismo colaborara con la búsqueda –algo que no es inusual en un femicida si se revisa la casuística–.

El 8 de noviembre, después de que el femicida confesara y diera información sobre el lugar, la Policía encontró el cuerpo de Mariana. La madre señala que quien le confirmó el hallazgo fue su abogada, María Echetto, unas horas antes del llamado de la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación. Agrega que “la televisión se enteró antes” que ella. “Todos los uruguayos que estaban mirando la tele se enteraron antes que yo; yo estaba en un ómnibus cuando se da la noticia”, especifica.

Ana dice que, más allá de esa llamada por parte de la Unidad de Víctimas y Testigos –un contacto que destaca varias veces por haber sido “excelente”–, en los 19 días previos no tuvo comunicación “ni con la Policía ni con el Ministerio del Interior, incluso la unidad de Personas Ausentes”. Si bien reconoció que de ese asunto “se estaba encargando el papá” de Mariana, cuestiona que nadie la contactara, ya que ella cree que podría haber aportado información relevante.

“Capaz que en una de esas ellos podrían haber querido saber algún detalle más de Mariana que de parte de la familia del papá no lo estaban teniendo, porque ella vivió conmigo hasta los 18 años y recién hacía dos años que estaba conviviendo con su papá. Entonces, creo que podrían haber hablado conmigo si hubiesen querido. Evidentemente no lo vieron relevante”, cuestiona Ana. Además, piensa que la comunicación con las autoridades también le hubiera sido útil a ella a la hora de hablar con la prensa, a la que recurrió durante la búsqueda de su hija, ya que tuvo que “manejarse” con sus “propias herramientas” porque no tuvo un “asesoramiento previo”. Aclara que plantea esto como “un puntito a rever a futuro para otras familias, porque la comunicación con las familias es fundamental”.

Al momento de conocer la noticia, Ana recuerda que estaba viajando a Montevideo “para llevar un papel para que la abogada pudiera tener acceso al expediente”. Considera que, si ella no buscaba una abogada para que la representara, no hubiera tenido acceso directo a la información sobre la investigación, de la que sólo conocía detalles a través del representante legal del papá de Mariana. Se detiene sobre esto último para responder a quienes le han preguntado por qué tiene otra abogada y “si no le gusta” el profesional que contrató la familia Rivero: “No es que haya un tema de disconformidad, sino que no lo conozco y necesito a alguien de confianza que tenga un contacto directo conmigo y me pregunte cosas. A mi abogada la conozco y además es especialista en casos de violencia de género”.

La familia de Mariana va a pedir la pena máxima para el femicida, que en Uruguay es de 30 años de cárcel. De todas maneras, “cualquier pena es poca”, acota Ana. También reclama “que se descubra todo y que se indague a todas las personas que haya que indagar”.

Consultada sobre qué sería una reparación justa, dice que “ya no viene por el lado de él”: “La reparación justa, de mi parte, es honrar la muerte de mi hija con justicia no solamente por ella, sino por todos los que estamos acá”.

Más prevención, menos dilación y mejor atención

¿Qué puede hacer el Estado para que no haya más Marianas? Ana responde enseguida: “Atender a las familias que van pidiendo ayuda, atender a las víctimas que van pidiendo ayuda, atender también a un posible agresor que va a pedir ayuda”. Para ella es necesario “que se revean las leyes, que el Estado no siga ausente, que puedas ir con alguien que tenga indicios de ser violento y que lo atiendan”.

Hace mucho hincapié en la necesidad de “acortar los tiempos judiciales”, que califica como “una tomada de pelo a las familias”. “No pueden pasar diez días, como en el caso de Mariana, para que allanen la casa del que al final terminó siendo el femicida. Diez días pasaron. Diez días –repite–. Y encuentran el cuerpo de mi hija en el mismo lugar en el que venían buscándolo”, apunta.

“A vos, como población, como civil, y ni te digo como mujer, ¿qué mensaje te deja esto? Desaparecés, no se sabe nada de vos… Y si él no hubiese confesado ¿tampoco la hubiesen encontrado? ¿Qué estaban haciendo entonces? Ese es el mensaje que me queda a mí como mamá”, asegura Ana, y se arriesga a estimar que su hija “podría haber aparecido antes” y que “hay una especie de ‘esperemos a ver qué pasa’”.

Por otra parte, y sumándose a un reclamo que año a año replican las organizaciones de la sociedad civil, pide que las personas que atienden a víctimas de violencia de género, desde cualquiera de las instituciones involucradas, estén capacitadas y sensibilizadas en la temática. “Que vos vayas a una comisaría, por ejemplo, digas que has sido violentada de alguna manera, y te pregunten ‘¿usted qué hizo para eso?’, es un mal encare de las situaciones”, dice. “No podés mandar a una persona que te está diciendo que le dieron un palazo en la cabeza a que vaya de nuevo a la casa. No hay un amparo. Y capaz que en algunos casos sí lo haya, pero en muchos no, y, si me equivoco, que salga alguna familia a decirme ‘nosotros tuvimos todo el apoyo’”, plantea Ana.

Otra pata que menciona es la de la educación, tanto desde la enseñanza curricular como a la interna de las familias: “Cuando vos les enseñás a tus hijos el respeto hacia el otro, va a ser mucho más fácil que se enfrenten al mundo en el que vivimos. Ojalá que estas cosas cambien, y con seguridad cambiarán, pero, mientras tanto, es un proceso largo. Pero mientras las familias, que son las que tienen la base de los valores, no les den mucha importancia a algunas cosas, esto es complicado”.

Mujeres sin miedo

En medio del dolor que le provoca atravesar la pérdida de su hija, Ana cuenta que tuvo que enfrentarse a comentarios “violentos” que leyó en redes sociales. “Ves comentarios de personas, incluso de nuestro mismo género, diciendo ‘¿por qué la dejaron ir sola?’, ‘¿por qué nadie la acompañó?’, ‘¿por qué fue a buscar las cosas si estaba pasando mal?’, ‘parece que les gusta que las maltraten’. Ese tipo de comentarios son espantosos y violentos”, reflexiona. Y les responde: “¿Por qué la dejaron ir sola? Porque tenía 24 años y se manejaba y andaba para todos lados. Por eso. Porque tenemos que cuidarnos, y es horrible tener que estar cuidándonos, pero deberíamos todas poder salir sin esperar que nos vaya a pasar algo”.

Ana hace una pausa y piensa en su otra hija mujer, que hoy tiene siete años. “¿Qué clase de vida va a tener ella de ahora en adelante cuando sea adolescente? ¿Qué clase de vida le tengo que dar? ¿Que no salga a la calle? ¿La tengo que criar con miedo? ¿Con miedo de que estudie, con miedo de que se desarrolle, con miedo de defender sus derechos? Yo no la quiero criar a ella con ese miedo. Porque tampoco la crie así a Mariana”, afirma.

Dice que, “en determinado momento”, al leer esos comentarios, se llegó a sentir culpable. “Porque uno piensa ‘si yo hubiera sabido’, ‘si yo hubiese podido’, pero no. No me quieran hacer sentir culpable. No podemos estar sintiéndonos culpables. El único culpable está adentro de la cárcel”.

También dice que, en un principio, se preguntaba una y otra vez “por qué”: “Entendí que no voy a encontrar nunca esa respuesta [...] El único ‘por qué’ que puedo entender es el odio”.

A Ana le cambia el tono de voz cuando habla sobre cómo le gustaría que fuera recordada Mariana. Se le suaviza. “Como una persona con vocación de servicio. Una hija muy compañera, compinche, dulce, siempre dispuesta a darte una mano en lo que fuera. Excelente hermana. Buena amiga”, resume. Está segura de que, “si esto le hubiese pasado a alguna de sus amigas, a alguna de sus compañeras o a la amiga de una amiga, tendríamos que haberla frenado. Ella hubiese tomado cualquiera de las determinaciones que tomamos nosotros y posiblemente hubiese hecho mucho más”.

Así la recuerda. Con vocación de servicio (insiste) y también arriesgada, “desde chiquita”. “Ella en la escuela, con su dificultad motriz y todo, se agarraba su bandeja y, si se le caían las cosas, ella iba, juntaba, con trompa, y las agarraba de nuevo. Le decían ‘Mariana, nosotras te ayudamos’, y ella decía que no, porque podía hacerlo sola”, rememora Ana.

“Ella podía con todo”, asegura; “con esto, no pudo”.