“Yo me alegro de haber vivido. Me alegro y agradezco, no sé a quién, pero a alguien le agradezco, haber vivido los años 60 en Argentina, que eran años de libertad y de descubrimiento de nuestros cuerpos”, dice, agradece, escribe con la voz Alicia Dujovne Ortiz. Tiene 84 años y viajó sola por sobre el Atlántico, con una autonomía que sigue enseñando cómo pararse en la vida, para presentar Andanzas, su último libro, una trilogía autobiográfica editada en 2023 por Equidistancias, en la Feria del Libro de Buenos Aires.

Alicia fue traducida a 20 idiomas. Su biografía de Eva Perón, publicada en 1995, se convirtió en un best seller internacional. Además, escribió Milagro en 2017; Quién mató a Diego Duarte en 2011 y El camarada Carlos en 2008. En 1992 se animó con el título Maradona soy yo y, en 1980, con la historia de María Elena Walsh. Si la revolución feminista nos permite entender que la historia enmarcó el relato masculino, aun el de izquierda, y dejó en foto carné la narrativa femenina, el presente nos debería dejar las crónicas periodísticas de Alicia Dujovne Ortiz (recopiladas por Marea en 2021 en Cronista de dos mundos) de lectura indispensable o, mucho mejor dicho, de disfrute a la vista como forma de reaprender el oficio de leer, escribir y transformar el mundo.

Alicia habla entre la multitud que va a verla o a caminar entre libros, como si todavía eso dijera algo no artificial. Cuenta su historia en la librería más grande de Sudamérica y describe las horas que le dedica, por día, a informarse y a conocer los detalles de la guerra a Ucrania en una pizzería en la que no se consigue mesa con un amigo poeta al que conoció cuando le tocó timbre para venderle algo y ella lo despide pidiéndole que no deje de escribir. Alicia sabe de Argentina todo lo que le permite la virtualidad que acerca, pero que simula una cercanía tan fingida como la pretensión de “entrar en el mundo” de los que sólo quieren bajar la cabeza frente al arco del triunfo. Pero escucha a un país más alejado del mundo que ahora sí siente silenciado de las discusiones sobre el futuro: guerra, gas, calentamiento global, migración. Alicia tiene nombre propio, además de dos apellidos, en un país de las maravillas que se convierten en miseria por falta de amor a lo público.

Ella dice que la frase “qué país”, que los argentinos repiten para quejarse de la patria que siempre les parece ajena, es un modismo que muestra que el lugar al que se llega nunca parece del todo propio y que la queja muestra una idiosincrasia afirmada en un territorio que atribuyen a otros y al que le ven más defectos de los que tiene, hasta que los defectos se convierten en realidad. “Qué país” también es una forma de seguir mirándose al ombligo en una nación excesivamente ombliguista. Sin embargo, esa distancia con el país propio muestra algo de las vueltas por las que la riqueza se maltrecha en desgracia o la historia en tragedia.

Ella habla en diferentes lenguas con su propio tono. Tiene una lengua especiada, una forma de hablar que no desata su nudo, aunque su vida esté anclada en el sur y su cuerpo viva sus días en París, el lugar del exilio, en el que huyó para vivir y en el que vivió sin huir de sus ideas, de sus propios remolinos y de un mundo al que nunca le sacó el cuerpo. En los últimos años vivió pintando, tomando vino o whisky y viendo los debates del aborto legal en Argentina, acompañada de su nieta Ariana Sáenz Espinoza, en un castillo rural, en el que se consagró princesa de su destino.

Pero su hija, docente de un jardín de infantes, le dijo que volviera a la ciudad, para cuidarla y cuidarse. La historia deja siempre buenos remates. Vive ahora en un edificio histórico de la comunidad judía levantado por el Barón de Hirsch que ayudó a sus abuelos en Ucrania y los ayudó a llegar a la Argentina para salvarse de los pogroms. Cada vez que sale o entra, el cartel de la puerta se lo recuerda. Lo que salva no deja de doler y lo que vive no deja de ser un duelo permanente.

Sus libros son como esa chapa que nos recuerda, también, que las mujeres no podían escribir en Argentina y que fueron invitadas a decir lo que les dictaban las dictaduras, a desaparecer o a irse. Alicia sobrevivió para contarlo. Pero ahora, que la dictadura es negada o reivindicada en Argentina y las políticas y periodistas son amenazadas, su lectura se vuelve –dejemos la tentación de citarla obligatoria– pero sí indispensable. Porque lo que se niega sólo recrudece cuando resurge.

¿Cómo fue que la dictadura militar te obligó a exiliarte?

Llegué al diario [La Opinión] y me encuentro con los tanques del Ejército. Me voy a mi casa, me meto en la bañadera porque se me hinchan los ojos. Y digo “esto se terminó”, porque parecía que el país se terminaba, y durante mucho tiempo fue así.

¿Por qué te exiliaste en París?

Me pareció que me podía ir con mi hija de 13 años. Pero tenía tantas posibilidades de ir a París como a Pehuajó, porque no tenía un mango.

¿La dictadura intentó cooptar periodistas?

Sí. Nos citan a algunos periodistas de La Opinión de un diario que se iba a crear, llamado Convicción, detrás del cual estaba [Emilio] Massera [integrante de la Junta Militar de la última dictadura argentina]. Lo llamábamos Il Corriere de la Massera. El responsable [Hugo Ezequiel Lezama] me llama y me somete a un interrogatorio violento y humillante, que nunca en mi vida han vuelto a tratarme así, para tomarme de reportera estrella. ¿Qué sería si me metía en la ESMA [Escuela de Mecánica de la Armada, un centro de tortura en la Ciudad de Buenos Aires]? Realmente me re maltrató. Me dijo “¿usted es judía? Bueno, no importa, no tengo problemas”. Y siguió: “¿Tiene una hija? Espero que sea de su marido”. No era. Todas las preguntas las hacía mirando los papeles donde estaba mi ficha del Servicio de Inteligencia. Me dice: “bueno, pero usted me escribió, en 1939, un libro comunista llamado La mujer en la novela rusa”. El libro lo había escrito mi mamá, Alicia Ortiz. Yo le digo: “señor, yo fui un bebé brillante, pero en 1939 no podía analizar los personajes femeninos de la novela rusa. Servicio de estupidez, no de inteligencia, discúlpeme”. Y me contestó: “Bueno, está bien, le voy a arreglar su ficha. Pero si usted se va a Yugoslavia a visitar a su amante yugoslavo, porque usted tiene un amante de la embajada, ¿no? Sí. Bueno, no vuelve. Papito sabe”.

¿Y era cierto lo del amante?

Claro, sí, era cierto. El Servicio de Inteligencia, salvo el pequeño error con la fecha del libro, sabía. La nomenclatura de amantes está en “Las perlas rojas” [una de las biografías incluidas en Andanzas] y hubo muchos, muchísimos.

¿Cómo fue la amenaza para que trabajaras en la plataforma periodística de la dictadura o te fueras de Argentina?

Hugo Ezequiel Lezama me dijo: “En Convicción usted tiene su cargo en un organigrama donde es reportera estrella. Entra a trabajar en el diario o se va del país”. Le contesté: “Bueno, señor, voy a tomar mi decisión”. Y me remarcó: “Usted, de todo lo que le estoy diciendo, en el diario, en La Opinión, muzzarella”. Llegué al diario y le conté esto hasta al portero. No me perdonó porque él la quería hacer de cana bueno, trataba de seducir a los periodistas de La Opinión.

Hoy sabemos que no es posible la libertad durante la dictadura, ¿pero había periodistas que decían que trabajaban en libertad?

Había periodistas serios que trabajaron en Convicción diciendo que gozaban allí de una total libertad y algunas notas se hacían en los sótanos de la ESMA con periodistas presos. Mira qué lindo.

Ahora vuelve el negacionismo y la reivindicación de la dictadura militar después del auge del feminismo en 2015-2020. ¿Cómo fue el período anterior a la dictadura militar en Argentina?

Yo le agradezco al altísimo, que no sé dónde vive, por ahí arriba, haber conocido Buenos Aires en los años 60 porque fueron los años de la libertad sexual más deliciosa que se puede conocer. Los años 50 eran años pacatos, de muñequitas vestidas de celeste y rosa. Yo también me vestía así, con pollera plato, con zapatitos ballerina, sombreritos en forma de cosa holandesa hechos de florcitas; en vez de cartera llevábamos una canastita con florcitas pegadas.

¿Cómo fue el auge de la libertad sexual?

Yo estaba en la Facultad de Filosofía y Letras y cuando se destapa la olla de una libertad sexual extraordinaria, amistosa y alegre hacíamos el amor entre amigos. En París no me creen cuando digo que nos anticipamos al Mayo del 68 parisino.

¿Qué cambió en los 70?

La guerrilla, que estaba germinando, se convierte en una realidad y los montos [montoneros] dicen “no somos putos ni faloperos”. Se estaba armando una cosa que tiene que ver con la moral revolucionaria.

Ahora firmaste un documento con el título “En nuestro nombre, no” en donde judíos y judías de Argentina afirman: “Milei no nos representa”. ¿Qué pensás del avance de Javier Milei (que dice estudiar la torá y promete un vínculo cercano con Israel) y Victoria Villarruel frente a las próximas elecciones?

Milei tuvo declaraciones de contenido discriminatorio, misógino, contrario a la diversidad sexual, a la pluralidad política, y a la convivencia democrática en general. Las referencias de Milei a la “superioridad estética” de la derecha y su lucha anunciada contra el “marxismo cultural” (un concepto de indudables orígenes antisemitas) deben funcionar como un llamado de alerta para todos y todas, judíos/as o no.

Una de las declaraciones de Milei cuando fue el candidato más votado en las primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) fue que derogaría o plebiscitaria el aborto legal en Argentina. Vos sos pionera en contar que te hiciste un aborto por el que casi perdés la vida antes de que fuera legal, en Francia, en diciembre de 1974. ¿Cómo fue tu experiencia?

En el 63 yo estaba estudiando en París y todavía no se había votado la Ley Simone Veil [autora de la ley, entonces ministra de Salud y sobreviviente de Auschwitz], que legaliza el aborto. Me hice un aborto clandestino que fue una carnicería.

¿Cómo fue la lucha en Francia por la legalización del aborto?

En el 71 un grupo de actrices –como Catherine Deneuve– y de intelectuales publicó un manifiesto que se llamaba “Las 343” donde decían “yo también aborté”. Abortar significaba arriesgar la vida y yo arriesgué la mía. Una partera búlgara me metió una sonda de kilómetros adentro sin esterilizar. Yo no sabía ni de qué se trataba, creía que me estaba revisando. Y me advirtió, cuando finalmente me la sacó: “Si le sube la fiebre a más de 39 es que se está muriendo. Ahí puede llamar a un médico. Trate de que sea un médico judío, porque son más comprensivos”. En ese momento mi mamá llegó de visita a París y se encontró con este panorama. Le conté y me pudo llevar a una clínica decente donde me salvaron la vida porque me estaba muriendo.

¿Cómo te impacta la lucha por la legalización del aborto, que se consagra en 2020 en Argentina?

Yo podría haber muerto por una septicemia. Así que toda la lucha de las pibas de Argentina me llega muy de cerca, porque esa carnicería la conocí en útero propio.

¿Cómo viviste la marea verde?

Me parece lo más importante que ha pasado en Argentina en los últimos años, y en todas partes se dan cuenta. Hubo diputadas y senadoras, pero, sobre todo, un millón de chicas, muy jóvenes, que estaban en la plaza. Así que cuando se aprobó brindamos con mi nieta.

Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.