Un río, un banco para dormir siesta a la sombra de una morera, un cuarto en el Chaco donde el calor se combate con ventilador de pie. En la aldea que Selva Almada pinta hay varones borrachos que saben que pueden matar y que van a morir, muchachas asesinadas por un pueblo de sospechosos, hay bailes, videntes y dioses a los que se convoca susurrando. En ese remolino se conversa con indígenas y cantos rodados. En sus páginas, la realidad es barro.

El mundo de esta escritora entrerriana también es la periferia de un rodaje de Lucrecia Martel, el guion de la película Jesús López, y el goce de mirar las creaciones de Leonardo Favio. Cuando habla, cada palabra tiene peso.

En estos días, Selva, que nunca lee sólo una cosa a la vez, está con dos ejemplares en la mesita de luz: Luciérnaga, de Natalia Litvinova, premio Lumen de novela 2024, y El cuerpo de Viviana, tres relatos largos de Grimanesa Lazaro, editado por Blatt & Ríos. Dos autoras jóvenes argentinas, a quienes ya había leído: a Litvinova –de origen bielorruso, afincada en Buenos Aires desde 1996– como poeta y traductora del ruso, y de Lazaro le había gustado mucho su primer libro, Niña y basurero.

“A Grimanesa la conozco porque es de la provincia de Salta. Está muy en consonancia con el proyecto de Salvaje Federal para difundir literatura argentina que no sea sólo la rioplatense”, dice en una sala luminosa en las oficinas céntricas de Penguin Random House.

Salvaje Federal es una librería, que empezó siendo online en pandemia y hoy tiene local en Buenos Aires. El catálogo está organizado por “zonas literarias”: “No nos parecía muy eficaz ordenarlo como suelen estar las librerías por género –narrativa, poesía, teatro–, sino buscar otra manera. Como son autores o autoras que se conocen en alguna parte pero no en todo el país, pensamos que las zonas que no se corresponden a sus provincias o geografías, sino a elementos como lo fluvial, podrían circular de una mejor manera y los lectores tendrían un panorama de donde agarrarse”.

Sí o sí necesitás un lector activo, que reflexione sobre sus actos de lectura.

Desde que arrancamos con el proyecto hacemos hincapié en eso: Salvaje Federal es un proyecto para lectores y lectoras curiosas, atrevidas, que se arriesguen a nuevas lecturas. Porque, más allá de que hay autores conocidos, como Antonio Di Benedetto, hay muchos emergentes. Entonces se exige que la lectora ponga de su parte, que tenga curiosidad. Y va en consonancia con lo que yo pienso de la lectura, que también es un acto creativo y participativo.

Pienso en autores y teóricos literarios como Ricardo Piglia que hacen mucho hincapié en la lectura como un acto solitario, frente a un panorama actual de crecimiento de clubes de lectura que piensan a la lectura como un encuentro, poner ese acto en común con otros y otras.

En Argentina proliferaron los clubes de lectura a partir de la pandemia: esta necesidad de encontrarse aunque fuera virtualmente, que se sostienen. Pero creo que la lectura, más allá de que luego puedas compartirla, siempre es un acto donde estás sola, con ese universo que te propone el libro. No por solitaria deja de ser creativa. Porque, al menos la literatura que a mí me gusta, exige o propone una interacción con la lectora. A mí me expulsan las propuestas literarias que tienen todo resuelto. Me gusta cuando quedan huecos, blancos, hilos sueltos que te proponen ver qué hacer con eso.

Está claro desde tu primera novela la intencionalidad política que tiene tu literatura y no te quedaste con una fórmula en tu estilo. Alcanza con ver las primeras páginas de El viento que arrasa (2012) y las de No es un río (2020).

Cada proyecto de escritura, cada libro, propone su manera de contarse. Siempre digo que es un poco misterioso porque cuando yo empiezo a escribir una novela, por ejemplo, nunca sé… No es que tengo la novela en la cabeza y ya sé cómo es todo, sino que voy viendo qué sucede en el transcurso de la escritura. Pero, de alguna manera, es como que ese universo que está muy en las tinieblas me dice cómo lo tengo que contar. Cómo está contada El viento que arrasa tiene mucho que ver con el universo que propone esa novela: es un omnisciente muy clásico, que tiene que ver con este concepto de Dios, el narrador-dios que maneja la vida de sus personajes y todo lo sabe. Y tiene una manera bastante económica y silenciosa de narrar esa historia, que también tiene que ver con los personajes, donde lo religioso está muy en el centro. Entonces, claro, ¿cómo le hablamos a Dios? En susurros. Con humildad.

Y la novela siguiente, Ladrilleros, propone otra cosa, un universo más pasional, más violento, visual, joven, rabioso. Se cuenta de esa otra manera, con otro tipo de lenguaje, con un narrador que se contamina de la manera de hablar de sus personajes, donde no se distingue quién es el narrador, quién es el personaje. Y así me ha sucedido con los libros que escribí, que por eso creo que son bastante distintos en cómo se cuentan, más allá de que creo que hay como ríos subterráneos que los unen.

Esa imagen del río está muy presente en toda tu literatura, también en Chicas muertas (2014), donde algunos de los escenarios son las ciudades entrerrianas de San José y Colón, además de Chaco y Córdoba. Escenarios que aparecen una y otra vez en tu obra, lejana a los regionalismos, y se vuelven casi un personaje más.

Cuando yo empecé a publicar había una confusión en la interpretación de que el territorio que yo contaba en las novelas era exactamente así, o que la gente hablaba como hablaban los personajes. La literatura es recreación, más allá de que puedo tomar giros o palabras o formas de decir de esas zonas, después eso se convierte en otra cosa cuando se transforma en el lenguaje de la novela. El lenguaje y los territorios de una novela son ficción. No voy a poner que nieva en el Chaco porque es inverosímil, pero lo demás son zonas literarias, más que geográficas. Cuando escribí Chicas muertas quería que tuviera cierta comunicación con mi obra de ficción, aunque fuera otro género literario. Por eso rastreé casos que fueran en distintos lugares de Argentina, donde el paisaje tuviera una preponderancia, que la tiene por las características de los casos: en dos, los cuerpos fueron encontrados en descampados: en una aguada y en el lecho de un río.

¿Qué desafíos literarios te plantea narrar la violencia?

No es que yo digo “voy a narrar la violencia”, porque no escribo a partir de un tema. Los universos que narro están atravesados por la violencia, pero casi te diría que no es una elección o un plan de escritura, sino que sucede, aparece. Incluso en los primeros relatos que publiqué, que eran autobiográficos, que partían de escenas puntuales de mi vida, ahí también aparecía la violencia: el vecino manso que se emborrachó y mató a alguien, el novio decente que mató a la novia, el celoso que estaba preso al que le venían con historias y amenazaba con prender fuego la casa de la familia de la novia… Todas esas cosas, que incluso se vivían con mucha naturalidad, no se miraban con la gravedad que tenían porque no se miraban con una perspectiva de violencia de género. Todo eso era parte del cotidiano, del barrio, del pueblo, entonces es muy difícil para mí [separar], porque más allá de que mis novelas o cuentos sean ficciones, una escribe atravesada por la propia experiencia. Entonces me resulta difícil concebir universos ficcionales donde no haya brotes de violencia. No se me ocurre una escritora que pueda escribir sin estar atravesada por todo lo que le interesa en la vida cotidiana.

Chicas muertas es el único libro de no ficción que publicaste hasta ahora. Cuenta tres femicidios cometidos en Argentina en los años 80, impunes. Partís de recordar la primera vez que escuchaste por la radio el asesinato de una adolescente, Andrea, cerca del pueblo donde vivías. Esta crónica cumple diez años, fue publicada un año antes de que periodistas y escritoras como vos formaran el movimiento Ni Una Menos. ¿Qué decís de esta década y cómo está el movimiento feminista argentino hoy?

Con este gobierno [de Javier Milei] todas las conquistas que se consiguieron gracias a los feminismos en estos casi diez años del Ni Una Menos, y otras cosas que ya venían sucediendo en materia de género, está cerrado, cuestionado, desmantelado, en un contexto donde la violencia de género, los femicidios, los travesticidios, los crímenes de género y de odio, el racismo, el desprecio por el pobre, todo eso está exacerbado, y el gobierno decide hacer oídos sordos y pensar este tipo de cuestiones como inventos del progresismo, como si no existieran.

Ni Una Menos fue muy revelador para todas nosotras, para los feminismos, para la época. Fue un movimiento que inspiró a otros similares en Latinoamérica. Recuerdo esas primeras marchas con la efervescencia y la felicidad de estar juntas en la calle reclamando cosas y visibilizando cuestiones que seguían estando muy naturalizadas. Se había puesto el ojo en nombrar los femicidios y usar el concepto, pero los micromachismos seguían pasando desapercibidos. Fueron años muy intensos, que en Argentina se entroncaron con toda la militancia por el derecho al aborto, que se plasmaron en muchos cambios en cosas concretas, a nivel de leyes y de actuación del Estado. Ahora yo siento que todo eso está bastante diluido. Tampoco sentí que estuviera presente en la pandemia, donde el aislamiento obligó a las mujeres que sufrían violencia de género a estar incomunicadas y encerradas con su victimario, a no tener el respiro de ir al trabajo y pasar unas horas lejos de esa violencia.

Me parece que el movimiento se apagó. Pensé que con este horror de gobierno que tenemos eso iba a ayudar a reactivar, pero no veo que esté sucediendo. Creo que todavía no salimos del estupor ni de digerir el gobierno que tenemos y estamos todas sin saber mucho qué hacer. ¿Salir a quejarnos o poner la energía en otra cosa que no sea la indignación? Todo el tiempo hay que estar alerta a tantos frentes que eso también desactiva un poco. Es como si fueran distintos focos de incendio y no sabés cuál ir a apagar primero. Sí creo que hay que acompañar las manifestaciones callejeras que hay: las marchas por la educación pública, por ejemplo. Cuantas más personas seamos en la calle, menos se puede ocultar la disconformidad.

En este contexto, ¿qué puede hacer la literatura?

Yo soy del team que dice que a la literatura no le podemos pedir que haga nada. Sí creo que les podemos pedir a los artistas. Hay que preguntarles a escritoras y escritores, que somos personas que tenemos lectores que nos escuchan, de qué manera podemos contribuir. Y creo que siempre es generando pensamiento crítico, estando de la vereda de enfrente del poder de turno, hablando con honestidad y la mayor claridad posible sobre el presente. Eso después aparece en lo que una escribe.