El 9 de junio de 1994 la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos adoptó la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, también conocida como Convención de Belém do Pará, y constituyó así el primer tratado del mundo en reconocer el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia. Desde entonces, se convirtió en el marco de referencia para desarrollar leyes, políticas y planes de acción frente a la violencia de género en América Latina. Esto incluye a Uruguay, que fue uno de los 32 países que estamparon su firma en enero de 1996.

En el marco del aniversario redondo, la diaria conversó con la vicepresidenta del Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (Mesecvi), la socióloga mexicana Teresa Incháustegui, sobre los avances registrados en estos 30 años y cuáles son los desafíos actuales. El principal: pese a que cada vez más países aprueban leyes para atender, prevenir y sancionar la violencia de género, el fenómeno crece y recrudece, mientras se intensifican las formas tradicionales y empiezan a adoptarse otras nuevas.

En 2022, 4.050 mujeres fueron víctimas de femicidio en 26 países de la región, según el último informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Esto significa que, en promedio, una mujer fue asesinada por razones de género cada dos horas.

Todo esto tiene lugar en un escenario también marcado por la avanzada de una ola conservadora que en distintos países se organiza para revertir las conquistas feministas, un paquete que incluye la lucha contra la violencia de género. Uruguay no escapa y así lo señaló la experta mexicana, que expresó preocupación por las iniciativas que buscan modificar la Ley 19.580 en nuestro país.

¿Qué cambios concretos se identificaron en los países una vez que ratificaron la Convención de Belém do Pará?

Muchos. Obviamente están todas las instituciones, leyes, normativas que se van creando para introducir estos nuevos principios en la cadena de valor de las políticas de justicia, seguridad, desarrollo urbano, porque es algo que se ha ido desplegando en los distintos dominios de la política pública. El más importante es el que tiene que ver con el proceso de justicia ante la violencia. Me parece que hay dos vertientes de las legislaciones y los principios que inspiran Belém do Pará. Cuando la convención frasea que el objeto del instrumento es garantizar a las mujeres el derecho a una vida libre de violencia, está afincando ese principio sobre dos canales. El primero es el canal negativo, que significa que el Estado está obligado a entrar en un conflicto familiar, particular, personal –asuntos en los que, desde el punto de vista del liberalismo clásico, el Estado no entraba– cuando hay una violación al derecho. El principio positivo, que es el principio garantista, está más allá del principio negativo en el sentido de que el Estado tiene que procurar hacer todo lo posible por garantizar que las mujeres a lo largo de toda su vida puedan transitar sin violencia y gozar del resto de sus derechos sin violencia. Porque la vida libre de violencia es la condición que, para las mujeres, implica el acceso a todos los derechos: a la salud, a la educación, a la movilidad, al empleo, a los cargos públicos. Entonces, hay una parte positiva y una parte que es de vigilancia y de sanción. En esos dos brazos, la cantidad de ramificaciones hacia dominios de política pública son amplios. Generalmente, nos hemos quedado mucho más en el lado de la sanción y mucho menos en el lado de la prevención y la erradicación. Llega el momento de que, primero, revisemos lo que no sigue funcionando en la parte de la sanción, y, por otro lado, desarrollemos toda la parte de la prevención y la erradicación, que hace muchísima falta porque ahí no hemos tenido la misma capacidad de incidencia.

Diría una cosa más: el cambio más importante es el cultural, que está ya en el ADN de las mujeres y sobre todo de la nueva generación de mujeres. Esta idea de que la violencia no es natural, no es normal, que no hay que invisibilizarla y que hay que navegar para que desaparezca. Hemos ganado una legitimidad incuestionable a lo ancho y largo de la sociedad, y creo que también hay muchos hombres convencidos de que efectivamente esto debe cambiar. Los patrones de masculinidad deben de ser revisados y transformados. El problema es que, mientras la masculinidad esté asociada al dominio económico y político, ¿quién va a dejar el hueso? Entonces en esa parte creo que debe ser impulsado el equilibrio político y económico de las políticas de igualdad y paridad. Cuando tengamos un poco más de acceso al pastel y lo repartamos con mayor equidad, seguramente a ellos no les va a costar tanto dolor desaprenderse del poder.

Más allá de que la transformación ha sido sustantiva en estos 30 años, sobre todo en materia normativa, la realidad es que no hay una disminución efectiva y concreta de la violencia de género. ¿En qué están fallando los estados?

Hay un nivel micropolítico de la violencia y un nivel macrosocial de la violencia. El nivel micropolítico está justamente en todos los conflictos que se producen en los ámbitos de las relaciones de género, como pueden ser las relaciones íntimas, emocionales, familiares, laborales. En esa parte, hay una serie de conflictos que tienen que ver, desde mi perspectiva, con que en la sociedad no hay formas para canalizar las tensiones y los cambios que producen las tensiones en los roles de género. Por ejemplo, las mujeres ya no son las de antes, y la brecha de expectativas en las relaciones está en que los hombres quieren mujeres que ya no hay y las mujeres buscan hombres que todavía no hay. Estoy hablando de expectativas y comportamientos emocionales, pero también prácticos, cooperativos, económicos, de todo tipo, en donde está involucrada una relación íntima. Lo que sucede es que estamos cambiando nuestras relaciones íntimas, pero las estructuras sociales no están cambiando. El mercado de trabajo sigue siendo segmentado y excluyente para las mujeres, las mujeres siguen partiéndose en 20 pedazos todos los días para atender las necesidades de cuidado y, al mismo tiempo, trabajar, estudiar, hacer todo, y los hombres siguen gozando de un montón de privilegios. Pero no hay políticas públicas que nos ayuden a transitar en esos conflictos ni tampoco formas de regulación de conflictos más expeditas que no entorpezcan, por ejemplo, las separaciones, porque para divorciarse, o incluso para pedir una pensión, todo se tiene que judicializar y son períodos larguísimos. Está también el tema del sistema de cuidado y del sistema del cambio en los modelos de mercado de trabajo para hombres y mujeres. Es decir, si los cambios los seguimos haciendo en la intimidad y en lo individual, pero no pasan a las estructuras, nos rebotan. Entonces, a medida que hay más cambios en la parte emocional, en las expectativas y los comportamientos de hombres y mujeres, y hay más brechas en todo lo que cambia en las mujeres y todo lo que resisten los varones, sin encontrar salidas institucionales y estructurales, se regresa a la violencia.

Por otro lado, existe un componente macrosocial de violencia intensísimo. Esto es que vivimos en sociedades violentas, altamente fragmentadas, individualizadas, incluso marcadas fuertemente por las organizaciones criminales que imponen la violencia como la ley para dirimir conflictos que antes se dirimían de otras maneras. Aquí no solamente son las muertes ocasionadas por los conflictos en el crimen organizado, sino los asesinatos oportunistas de personas que ahora terminan pagándole a un sicario para que aniquile al que le debe, al que no le pagó, al que le insultó, al que le “quitó” la mujer.

“A medida que hay más cambios en las expectativas y los comportamientos de hombres y mujeres, y hay más brechas en todo lo que cambia en las mujeres y todo lo que resisten los varones, sin encontrar salidas institucionales y estructurales, se regresa a la violencia”.

¿Cómo consideran, desde el Comité de Expertas del Mesecvi, que se ha transformado la violencia de género en la región en estos 30 años?

Esa es la reflexión que llevamos a la conferencia [de estados parte del Mesecvi que se desarrolla en Chile entre el 11 y el 12 de junio por el 30º aniversario de la convención]. Hablamos de tres formas nuevas de violencia que han surgido, que son parte de los cambios sociales, y otras que son viejas formas, pero que se han intensificado. Un tema es el del crecimiento de la violencia sexual. Probablemente alguien puede decir que se debe a que antes no se denunciaba y ahora se denuncia. Está bien, pero la cantidad de ámbitos en los que las mujeres participan hoy en su vida, las actividades, las formas de la vida, las expone a muchas más esferas de relaciones. También es tremendo el tema de la sexualización de las relaciones y del consumo; vivimos toda esta parte de la pornografía y de esta industria de entretenimiento que está basada en sexo, drogas y alcohol, entonces para las mujeres ese ambiente es tremendamente peligroso. Es decir que hay efectivamente un crecimiento de la violencia sexual, incluso por tanta movilidad de población.

Otro tema nuevo, pero que cada vez es más creciente, es el de la violencia mediática, virtual o digital –según cómo lo denomine cada país– en las redes, que es brutal también.

Tenemos el tema de feminicidio, que es también importante y creciente, y, en el feminicidio, la incidencia de las armas en la muerte de las mujeres. Tengo datos de Argentina, Perú, Ecuador, Trinidad y Tobago, por ejemplo, en donde se ve cómo el incremento de las armas está relacionado con un incremento del feminicidio por uso de armas de fuego. En México, las formas de feminicidio más tradicionales, que eran ahogamiento, ahorcamiento, asfixia, apuñalamiento, han dado paso al uso del arma de fuego que ya está explicando 60% de los femicidios. Entonces ese es un tema que, en los contextos de violencia armada que se están generando en la región, están facilitando el feminicidio. Por otro lado, las armas también están obstruyendo los cambios de las formas más tóxicas a las más blandas de la masculinidad. Hay estudios que muestran que las armas generan formas de machismo tóxico o, cuando menos, las refuerzan, porque matar a una novia que te dejó se convierte en un acto mimético para refrendar tu machismo, tu honor, entre los otros hombres. Ya [la antropóloga argentina] Rita Segato ha comentado cómo la masculinidad es una corporación en la que los hombres se refrendan como hombres frente a los demás, y en México tenemos casos de jóvenes de 17 años que matan a la novia y a veces hasta a la suegra a balazos porque la chica rompió con él.

El otro tema que ponemos en el tapete, que nos parece que es algo que ha quedado evidenciado en estos 30 años, es el de la violencia institucional. En la medida en que los aparatos de justicia, de salud y de seguridad pública a veces no tratan los casos con la diligencia y el trato debidos, y generan impunidad, esto se está convirtiendo en un dato más que está intensificando a las demás violencias, porque ya no tienes a quién acudir. Ahí el tema es que hay que conocer qué es lo que realmente falla, qué es lo que está pasando en esa caja negra de las instituciones que no terminan de asimilar estos valores que tienen que ver con el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia y al resarcimiento del daño, al conocimiento de la verdad, a la no repetición. Creo que hay que tener una mirada un poco más hacia el fondo de lo que está ahí y no solamente de reclamo.

Mencionabas casos de adolescentes de 17 años que asesinan a sus novias. ¿Han identificado cierta tendencia a que los agresores sean cada vez más jóvenes?

Sí, no solamente los agresores, sino también las agredidas. Hemos visto tres cosas importantes en el cambio del feminicidio que estudiamos en estos años. Primero, los feminicidios han pasado de ser por formas tradicionales a ser fundamentalmente por arma de fuego. También han crecido las muertes en los espacios públicos. Además, hay un rejuvenecimiento de las víctimas: antes, la edad promedio era 33 o 35 años y casi todas estaban alguna vez unidas [en pareja]. Ahora, el mayor porcentaje de mujeres asesinadas son jóvenes y solteras. Esas tres características son las que se han visto reforzadas fundamentalmente de 2015 en adelante.

“Fundamentalmente desde 2015 en adelante, los feminicidios han pasado de ser por formas tradicionales a ser fundamentalmente por arma de fuego; han crecido las muertes en los espacios públicos; y hay un rejuvenecimiento de las víctimas”.

¿Lo atribuyen a algo en particular?

En el caso del aumento de los feminicidios con armas de fuego, creo que tiene que ver con la facilidad de [acceder a] las armas. En México, la última estadística que vi de armas ilegales calculaba más o menos 360 millones de armas y somos una población de 180 millones; eso quiere decir que hay casi dos armas por cada persona, y sabemos que las mujeres no somos muy portadoras de armas. Luego, el tema de las mujeres jóvenes creo que tiene que ver con los cambios de la vida de las mujeres. También el tema de que ahora las mujeres a veces desde antes de los 15 años ya están en el ejercicio de sus derechos sexuales. En general, casi todas las mujeres actualmente pasan un período más o menos de tres a seis años de tener parejas que son de la puerta de la casa para afuera, porque tampoco hay facilidades para generar parejas que se vayan a vivir juntos con lo caro que es estar consiguiendo un techo, entonces el ámbito público es el lugar donde las sostienen. Obviamente también están en el ámbito privado, pero al menos fuera de la casa familiar. Ese es un tema que también creo que tiene que ver con la explicación de que [las víctimas] son más jóvenes y solteras.

¿Cómo ven la situación en Uruguay?

Yo no sigo específicamente Uruguay, pero sí tengo conocimiento a distancia de cierta cosa que ocurre, un poco por lo que surge a través de las expertas que nos comentan y de los temas que abordamos como Mesecvi. Tengo entendido que está en discusión una modificación de la ley integral de violencia de género para introducir una serie de elementos que han sido parte de esa profunda ambigüedad que la Justicia ha tenido con respecto al derecho de las mujeres, que es el tema del silencio y de la resistencia a la violación, que es algo que nunca en la vida las mujeres han podido comprobar. Como dice [el historiador y sociólogo francés] Georges Vigarello, que hace un estudio de la historia de la violencia desde la Edad Media: para la Justicia, la única forma en que una mujer comprueba que resistió la violación es cuando resiste hasta la muerte, es decir, cuando [el agresor] la mata. Porque si ella decide vivir y decide dejar de luchar en un momento frente al violador, la Justicia lo interpreta como que cedió. Ahí habría que retomar todo el alegato que feministas como [la filósofa francesa] Geneviève Fraisse han planteado en contra de la teoría del consentimiento, o sea, no hay consentimiento posible de la mujer mientras está la fuerza del dominio encima de ella. Entonces, realmente nos preocupa mucho si este cambio pasa, porque efectivamente es introducir por la ventana lo que se ha sacado por la puerta. Me parece que no es recomendable y estamos profundamente preocupadas por que algo así pueda ocurrir. Espero que el feminismo uruguayo resista e insista en que esto no es posible.

¿Cómo interpretan la decisión del gobierno de Uruguay de retirar a su representante, Teresa Herrera, del Comité de Expertas del Mesecvi?

Como una profunda descortesía, como un agravio a Teresa, que ha sido además una excelente experta, una mujer comprometida, con experiencia. Un acto que no se merecía ella y que no es propio de un Estado comportarse de esa manera.

¿Cuál consideran que podría ser el motivo?

No podríamos decir que pudiera ser una represalia frente a los comunicados que ha sacado el Mesecvi, porque esa es la labor que tienen que hacer las expertas. En todo caso, podrían haberse sentido aludidos, pero no tenían ni tienen el derecho de cambiar a la experta cuando quieran. Todas sabemos que estamos aquí mientras los estados ratifiquen nuestra permanencia, pero no son las formas, no es el trato que merece una experta ni es el trato digno que un Estado tiene que dar.