Una no sabe dónde te puede llevar una publicación de Instagram. Hace meses –quién sabe cuántos– vi en stories que varias creadoras de ropa que sigo donaban una prenda como parte de una rifa de solidaridad para que @ruedaslunares se convirtiera en la primera “motomami charrúa”. Como fan de Rosalía, enseguida quise saber quién era ella y de qué se trataba esta rifa.

Luna Irazábal necesitaba la plata para comprarse una silla de ruedas con motor. Eso sale unos 8.500 dólares. Lo logró. El motor es como el frente de una motito (2.500 dólares) que se engancha a la silla de ruedas (6.000 dólares). Encenderlo le da libertad para moverse por Cuchilla Alta.

Tiempo después vi unas charlas que daba por Twitter como parte de su “Escuelita Disca”. Es un desafío actual y urgente para quienes hacemos comunicación saber informar y transmitir con perspectiva de derechos qué les pasa a las personas con discapacidad en una sociedad tan capacitista.

Escuché que había sido una “niña Teletón”. Cuando charlemos no va a rescatar nada de esa experiencia. Leí que a los tres años tuvo una inflamación de la mielina que habría matado varios nervios y, desde entonces, no puede caminar. Tiene 28 años. Que fue a Cuba a rehabilitarse. Que la operaron dos veces de la columna. Que milita en Ovejas Negras. Que viajó a Nepal.

A lo largo de un día con ella descubriré lo que puede un cuerpo, cuánto humor entra en el espacio del ómnibus donde cabe una silla de ruedas, todos los espacios que no podremos compartir –o que lo haremos con mucha dificultad–, todo lo que podemos compartir –música, risas, nervios, un viaje, cuatro viajes–.

Pesa mi tatami

Orejas se llama el perro. Detrás del portón recibe con fuertes ladridos a quien venga a visitar a Luna y a su mamá, Rosario, en Cuchilla Alta. Rosario siempre quiso vivir acá y lo logró tras jubilarse de enfermera. Luna volvió a vivir con su mamá el año pasado, luego de pasar una temporada viviendo sola en un monoambiente en el Centro de Montevideo. Cuando renunció a su trabajo, agobiada por el acoso laboral que sufría, no pudo pagar más el alquiler.

En su monoambiente tenía todo a mano y a su altura. Ahora, viviendo con su mamá, no.

Cuando le pregunto “antes de mudarte para acá, ¿vivías sola?”, lo hago al borde de la incredulidad. Capacitismo alert.

Luna tiene rulos bien ensortijados –como su mamá–, dientes grandes, bemba, una sonrisa amplia. Mientras se apronta en su cuarto para ir al Consultorio Jurídico de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República (Udelar), tomo un café con Rosario. El living es luminoso. Entra un sol de abril exquisito que dibuja komorebis entre los eucaliptos del balneario.

Haber sido enfermera (¿se deja de serlo?) y tener una hija disca a la que no podía curar pesó mucho en Rosario. Durante años buscó respuestas en la medicina, consultó a sus jefes, viajó a Alemania. Hoy se ocupa de apuntalar a Luna esos días en que el ánimo flaquea, de tener siempre lista una tostada con queso, de chequear que lleve todos los papeles en la carpeta. Ellas, sobre todo, conversan.

“Filosofamos todo el día”, sintetiza la mamá. Nos acompaña hasta la parada del ómnibus interdepartamental. Ya sabemos que no esperamos uno accesible: Luna llamó más temprano para chequear el dato. “Lo marcan en el día. Hago la llamada para exigirles, pero eso no garantiza nada”. Hay que ver los ojos de la guarda y del chofer cuando ven a esta pasajera. La silla de ruedas no deja a nadie indiferente, pero no por eso paraliza menos. No hay acciones rápidas. La falta de costumbre. “La voy a tener que subir con alguien más”, dice el chofer, atribulado. Un pasajero musculoso tiene el momento de lucirse. No le hablan. La toman de las axilas y de las pantorrillas, un hombre en cada extremo de la muchacha. La suben y la colocan en la primera fila de asientos.

La pregunta sobre cómo la bajaremos cuando lleguemos a Tres Cruces flota en el aire.

La primera vez que Luna viajó sola en ómnibus fue al shopping de Portones. Por entonces vivía en el Cerro. Todo un city tour. Lo que recuerda es que en ese momento había sólo dos ómnibus accesibles en la ciudad que “pasaban por hospitales”.

Dio libre el segundo año del liceo IAVA. Cursó tercer y cuarto año en el nocturno.

Luna tiene una voz aguda, algo engolada, algo rasposa, por momentos tímida, casi siempre firme.

Cruda a lo sashimi

Fisiatra. Traumatólogo. Cirujanos. Flores de bach. Flores de todo. Ejercicios y masajes. Reiki. Ir a una iglesia de “Dios es amor”. Ver a la gente haciendo cosas raras. Asustarse mucho. Ir a La Aurora en Salto, tal vez los aliens supieran qué le había pasado, quizás los espíritus la podrían sanar. Escuchar a familiares y a compañeros de trabajo de su mamá insistirle con probar que su hija volviera a caminar. Escuchar cómo desconocidos le decían a su mamá que su hija pasaba por esto por cuestiones familiares que ella no había soltado.

“Especialistas pasé por de todo. Cada vez que me encontraban era como... ‘¿puedo exponer sobre vos?’”.

Luna tuvo que escuchar: “Vos sabés que no vas a caminar nunca más en tu vida, ¿no?”.

Luna respondió: “¿Qué sabés hasta dónde va a llegar la tecnología médica mañana?”.

Mientras Donna Haraway imaginó cíborgs hace 41 años, un médico hoy clausura el futuro de una mujer que no puede caminar. Luna nunca dijo que quería volver a caminar.

“Llevó años que mi madre se rindiera, y yo también. Recién en la adolescencia empezamos todo el proceso de pensar: '¿Sabés qué? Caminar no tiene por qué ser la meta'”. Pudo empezar a pensarlo recién con la militancia feminista.

“Más allá de que mi madre te dijo que estamos un poco aisladas, que podemos ser medio bichitos, yo no creo en el individualismo. Para mí la salida es colectiva o nada. Ya no mando cartas quejándome de algo que no funcionó, en soledad. La militancia es encontrar gente que tiene ganas de hacer cosas y mejorar el mundo juntas”, dice y mira la ruta.

Llegamos a Tres Cruces. Claro que hay un temor no dicho de tropezar por los escalones ínfimos que hay que bajar para salir del ómnibus y dejarla sentada en la silla que estuvo guardada en la baulera.

Sólo puede entrar a un baño en la terminal: el único donde cabe la silla, anunciado con el cartel “baño para discapacitados motrices”. El primero a la izquierda después de sortear las curvas de los paneles que marcan el ingreso. Los demás baños son angostísimos. Lo sabemos quienes tenemos el culo grande.

Los ganchos están altos para colgar la cartera o la mochila. Yo puedo tirar una toallita en el mínimo recipiente de aluminio que hace las veces de tacho de basura. Pero un pañal de adultas no entra en ese bote. Cuando sale del cubículo, no le pregunto qué hizo con el pañal, dónde lo descartó.

Hit a lo tsunami

¿Viste todos esos movimientos que hacés a diario en el ómnibus (pechar, zigzaguear, doblar el cuerpo en una mala danza árabe, meter las piernas entre otras piernas para abrirte paso)? Luna no los puede hacer. Pero puede hacer otras cosas. Capacitismo alert.

A Luna la mueven sin preguntar: el chofer del CE1 deja estacionado el coche en la parada de Tres Cruces, baja, saluda apenas con un gesto de la cabeza, toma los manubrios de la silla de ruedas y la sube por la rampa que se desplegó en el medio del coche y toca la vereda. La mueve sin avisarle, sin mirar si las manos de Luna estaban sobre las ruedas.

“Cuando era chica y aprendí a andar en silla de ruedas, tenía todas las uñas negras de moretones. Me enganchaba los dedos a cada rato”, recuerda. La tratan como una persona sin agencia, sin entidad, sin nombre, sin edad. Una cosa, un objeto que se puede poner acá o allá. Algo que hay que acomodar en el espacio para pasajeros con silla de ruedas, más o menos como cayó, quedó, aunque la silla quede enfrentada al cinturón de seguridad con el que debería quedar abrochada para viajar segura, sin moverse. Luna no se preocupa. Clava el freno de la silla y sonríe: “Cuando tenga un auto ya voy a saber estacionar”.

El ómnibus se llena. La gente la mira desde arriba, de reojo. La miran sin ver o sin querer que ella vea que la ven. Pero ella lo sabe. Es lo disruptivo en este viaje. Ocupa el lugar que le corresponde, pero que rara vez vemos ocupado. Ese hueco que llenan cuatro o cinco pasajeros de pie.

Si está acompañada en el viaje, como ahora, no se dirigen a ella sino a su acompañante. En este caso, yo, que busco no responder por ella, que hago silencio, que le sonrío en complicidad.

Por las siluetas de los edificios en 18 de Julio estimo que estamos por llegar al rectorado de la Udelar. Le digo que no veo bien sin los lentes con aumento. “Esa es tu parte disca”. Reímos. Ya puedo pertenecer a un colectivo, pienso. Pero enseguida recuerdo que no hay una organización de discas, desde su multiplicidad.

Fina, un origami

El ingreso a la Facultad de Derecho es un modelo de lo accesible, con guardias que rápidamente activan el elevador. Lo contrario pasa al querer entrar al Consultorio Jurídico, con el pestillo alto, un leve escaloncito que tranca las ruedas o hace trastabillar a quien arrastre los pies. La puerta pesa y vuelve con el conocido fuelle cierra-sola. Le tuve que abrir la puerta a Luna haciendo fuerza, pero no alcanzó. Tuve que abrir el pestillo de la otra puerta para ampliar la entrada porque la silla no pasaba.

En la sala de espera hay 15 personas. El punto 18 del formulario de bienvenida pregunta: “¿Usted tiene algunos de estos problemas?”. Las opciones son siete “dificultades importantes” para caminar, leer, escuchar, realizar tareas personales como bañarse o cocinarse, comunicarse con otras personas, entender las cosas, para aprender.

Me gustaría invitar a Luna a Cinemateca porque el cine le fascina. Pero, como ocurre en muchas salas de exhibición, estas tampoco son accesibles. Se los hizo saber: no hay elevador, aunque hay ascensor. No hay espacio para la silla de ruedas en ninguna fila. No hay ninguna sala en planta baja.

Una de las últimas películas que vio en el cine fue Aftersun. “Mi madre ha hecho mucho tai chi. La peli me recordó cómo conectaba con ella a través de esas cosas y el miedo que tuve de perderla”.

Okay, motomami

Desde aquella salida a comienzos de abril no nos hemos visto de nuevo. Esta semana llamé a Luna. Me contó que retomó la universidad –estudia en la Facultad de Ciencias Sociales–, que está participando en el Núcleo Interdisciplinario Comunicación y Accesibilidad de la Udelar, que anduvo por Bogotá en un encuentro de activistas por la salud sexual y que ya empezaron los preparativos para que en 2025 haya un nuevo encuentro lesbi-trans-interfeminista Venir al Sur, en la capital colombiana.

Desde esta semana hasta el 7 de setiembre, dos de las películas que veas proyectadas en el Ciclo de Cine Accesible fueron subtituladas por Luna. Hacer subtítulos accesibles y traducir del inglés al español son parte de los trabajos freelance que tiene hoy. El teletrabajo le permite aliviar el dolor de espalda, recostarse cuando lo siente necesario, no necesitar cambiar el pañal tan seguido al estar a metros del baño en su propia casa –en vez de estar incómoda con un pañal desbordado, el almohadón orinado y desinflado, ocho horas sentada en la silla–.

A pesar de que desde el censo de 2011 sabemos que al menos 16% de la población en Uruguay se encuentra en alguna situación de discapacidad permanente (más mujeres que hombres), el dato parece decirnos poco. Cada rampa importa, pero también que las veredas tengan todas las baldosas. Conocer la frecuencia de ómnibus accesibles es necesario; bueno sería que cada coche lo fuera. Falta tanto. Marchar por la diversidad es justamente que ese prisma que se expande en colores, cuerpos y formas de movernos por la ciudad sea algo cotidiano y fluido.