María Mateo Francisco tiene en su medio siglo sufrido, vivido y traducido el siglo XX en el que se intentó que la tierra fuera para las que la trabajan y la tierra expulsó, persiguió y condenó a sus trabajadoras, las volvió a recibir y las silenció para que no contaran su dolor, ni su dolor contara.

María tiene 50 años, es madre soltera de tres hijos: Alex Alberto García (18), Edgar René García Matheu (16) y Arturo Otoniel Mateo Matheu (7). Es de una comunidad retornada, una forma explícita de decir que son las que se tuvieron que ir y las que pudieron volver y ahora viven en Nueva Generación Maya, en Santa Cruz Barillas, Yulmacap, Huehuetenango, Guatemala. Cada palabra cruzada entre el maya, la cruz, la santa y las raíces arrasadas habla de un territorio que no sólo vive, sangra, entre sus telas floreadas, como la tierra que quieren arrebatar en floreros, pero que es rica antes de ser arrancada.

Ella es parte de la organización Mamá Maquín, en honor a Adelina Caal, asesinada en la masacre de Panzós, el 29 de mayo de 1978, cuando la lideresa q'eqchi' encabezó una marcha en reclamo de tierras para los campesinos, durante el gobierno del presidente militar Kjell Eugenio Laugerud García Kjell (1974-1978), que fue reprimida por el Ejército. Mataron a 52 personas. El 25 de mayo de 1990, 47 mujeres refugiadas en Campeche, Quintana Roo y Chiapas, en México, organizaron su retorno a Guatemala con el objetivo de conseguir un pedazo de tierra en su país de origen. Ellas conformaron, en ese momento, la organización Mamá Maquín en honor a Adelina Caal. La primera oficina se abrió en 1996 con proyectos de alfabetización y de cuidados.

María vive en una comunidad con 800 familias y casi 5.000 habitantes. Hay pueblos q’anjob’ales, akatekos y mames, que hablan distintas lenguas pertenecientes a la raíz maya. “Una comunidad retornada tiene historia, historia triste como también de valentía, de resistencia, de construir un nuevo hogar, una nueva vida. Llegar en una montaña iniciando la vida”, grafica.

La migración centroamericana no es fronteras para afuera, es entre las fronteras que corrieron los territorios entre la guerra, la represión y la desaparición. La historia nómade cambia de lugar, pero no borra la ancestralidad de las que se reencuentran entre las mil vidas en la tierra que abrazan para recuperar su dignidad entre las semillas que plantan, la paz que ganaron y la igualdad que todavía esperan.

¿Qué significa una comunidad retornada?

En un principio, vivíamos en Barillas, en las aldeas del municipio Q'anjob'al. Pero por la guerra [que se prolongó en Guatemala de 1960 a 1996] nos juntamos en la montaña. Allí nos encontramos que venía un grupo de mam, de q'anjob'al, de akateks. Había una realidad conjunta en la que teníamos la misma situación y nos ubicamos en los campamentos de refugiados. Agradezco a los mexicanos hermanos que nos dieron la oportunidad de asentarnos en esas parcelas.

¿Cómo era tu vida antes de la guerra?

En Guatemala los pueblos en resistencia tienen mucha historia que contar, desde la invasión, el despojo, hace más de 500 años. En los años 60, cuando se hicieron cambios en tiempos de Jacobo Árbenz [que fue presidente de Guatemala entre 1951 y 1954 y sufrió un golpe promovido por la compañía United Fruit Company, que tenía 50% de las tierras y sólo cultivaba 3% y por la CIA], que dio la oportunidad a los campesinos de tener acceso a un pedazo de tierra. También la iglesia católica jugó un papel en la formación de líderes. Ahí se fueron dando las tierras de los terratenientes a los pueblos. Y para las grandes élites terratenientes y los finqueros no era bueno que los pueblos se despertaran. Hacen el golpe de Estado al presidente [el 27 de junio de 1954], se escapó a Uruguay y empieza a subir el jefe de la comandancia del Ejército, de los terratenientes, Jorge Ubico Castañeda, que fue dictador de Guatemala [de 1931 a 1944], Fernando Romeo Lucas García [de 1978 a 1982] y Efraín Ríos Montt [de 1982 a 1983], que llegó a hacer limpieza social.

¿Qué quiere decir “limpieza social”?

Nos querían exterminar a todas las personas que tuvimos la tierra y que alzamos la voz. Hubo barrios y aldeas arrasadas en Ixcán, en Quiché, en Puente Alto. Fue una masacre total.

¿Cómo fue tu historia?

Mi papá era del comité de la iglesia católica de Amatitlán. Hubo casi un milagro porque una persona amiga de él le dijo una parte de lo que iba a pasar con su familia. “Mañana se va a morir, pero no se va a morir usted solo, sino con toda la familia”, le avisaron. “Si quisiere salvar su vida, huya”, le insistieron. Así que huimos. Pero mi mamá extrañaba y lloraba, lamentaba que se había dejado 50 cajas de tamales, 60 pollos, marranos [cerdos], perros, gatos, todito. Lo único que se pudo llevar fue un toldo de nailon, cobijas y algo de ropa. Pero tuvimos que caminar y dormir en la montaña para refugiarnos. Yo tenía nueve años.

¿Por qué los perseguían?

Porque mi papá expresaba, motivaba a la gente y ponía orden. Pero siempre hay un Judas y alguien del grupo de mi papá los acusó a la zona militar para eliminarlo. Fueron a las cinco de la mañana y vimos que se quemó la casa. Seguimos el camino hasta encontrar la frontera y ahí, poco a poco, nos fuimos juntando y ya, al cruzar a México, éramos miles de refugiados. Mi abuelito vivía en otro municipio, Santa Eulalia, y no sabía si nosotros estábamos vivos. Llegaba a poner candelas para orar y creía que estábamos muertos. Recién diez años después, cuando estábamos refugiados, escucharon que estábamos vivos y nos fueron a ver al Comité Chiapas. Yo no sabía que tenía a mi abuelo.

¿Cómo era el refugio en México?

Fuimos a Las Margaritas, en Chiapas. Nos obligaron a quitarnos nuestra ropa porque si nos veían nos podían deportar porque éramos como gente escondida cuando llegamos en el peor momento. Tiempo después nos empezó a ayudar el comité cristiano de San Cristóbal de Las Casas, con Samuel Ruiz [obispo católico fallecido el 24 de enero de 2011], que es el finado que tanto lo queremos, uno de los obispos más importantes para nosotros, fue el que hizo todo para los refugiados, y después llegó la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados [Comar] y el Alto Comisionado de Ayuda a los Refugiados [Acnur]. Nos fuimos visibilizando con los años. Pero después nos desalojaron y muchos se fueron al río a Ixcán [Guatemala], a Puerto Rico, a Campeche, a Quintana Roo. Nosotros no fuimos. Mi mamá dijo: “si mi vida así va a ser, aquí me voy a morir, menos reubicarme en otro Estado, eso jamás”. Mi papá sí quería reubicarnos. Así resistimos. Lo que hicimos fue reubicarnos en otra colonia más adentro de la frontera de flor de café. Ahí nos quedamos.

¿Cómo se organizó el retorno a Guatemala?

En México, cuando yo era chava, me hice parte de la juventud que defiende el legado de Mamá Maquín [Adela Caal]. Yo me formaba en derechos de las mujeres, autoestima, cooperativismo y, a la vez, empieza la negociación entre el gobierno de Guatemala con las comisiones de refugiados. [La organización] Mamá Maquín surge en 1990 y era parte de esta comisión porque teníamos que tener voz las mujeres.

¿Qué implica la organización en Mamá Maquín?

Cuando se constituye Mamá Maquín, las comadres de la migración no estaban de acuerdo. Tuvieron que mirar los objetivos de Mamá Maquín y algunos lo cambiaron porque las mujeres refugiadas no tenían derecho a organizarse. Se hacía la negociación con Guatemala y como mujeres expresábamos que teníamos que participar en la visita de las fincas. Ya conocíamos nuestros derechos y queríamos que hubiera agua cerca y que fuera realmente un lugar para poder vivir. El gobierno mucho no quería. Vinimos a plantarnos en las fronteras tres o cuatro días. Hicimos resistencia. Hasta que nos aprobaron las fincas para iniciar el primer retorno [de aproximadamente 2.500 guatemaltecas/os], que fue en Victoria, el 20 de enero de 1993, en Playa Grande Ixcán Campeche.

¿Cuáles eran tus expectativas al volver a Guatemala?

Fui una joven con mucha motivación, mucho ánimo y la teoría era bien bonita. Yo pensaba que al llegar a Guatemala iba a tener voz, iba a tener derecho a la tierra, iba a participar, iba a asumir cargos y mil cosas pasaron por mi mente con esa alegría de volver a mi país. Al llegar, cruzando la frontera, y reubicarnos nuevamente, no conocíamos instituciones en Guatemala que nos pudieran apoyar a las mujeres. Había una presión también hacia los hombres de que tenían que participar las mujeres. Pero no nos sentíamos seguras. Al llegar no conocíamos las instituciones, nos dividimos y dispersamos geográficamente. Se debilitó la coordinación y la comunicación fue la gran debilidad que enfrentamos.

¿Fue muy duro el retorno?

El chip cambia cuando cruzas la frontera y llegas al asentamiento. Estás en una montaña donde no hay carreteras, sólo hay lodo y no tenés qué comer. La Comisión para Repatriación de Guatemaltecos nos dio para unos meses de maíz, para poder comer frijol, pero el maíz a veces llegaba ya podrido porque todo se mojaba, encima retornamos en un tiempo de invierno. A mí me bajó la autoestima y pensé “qué lástima que no están mis amigas que me motivan si no regreso a México”. Pero vi a mi mamá, a mi papá y pensé “vamos a luchar”. Agarraba el micrófono y les decía a las compañeras “vamos a reunirnos, vamos a ver qué hacer, tenemos que organizarnos para cosas de emergencia, la comida, el agua”. Con el tiempo, en dos años, llegaron las ONG que podían dar algunos proyectos de emergencia a la comunidad.

¿Se tuvieron que enfrentar al machismo bajo estas condiciones?

El gran problema que tuvimos fue cuando dijimos que queríamos ser socias de la cooperativa. Fui a hablar con las autoridades, con la junta directiva, y a decir “mira, las mujeres, todas, queremos ser copropietarias”. Nosotras tratamos de decir “aquí queremos la igualdad de oportunidades”. No queremos ni subir ni bajar, queremos la igualdad, porque esa es la teoría que aprendimos. Ahí viene el lío. ¿Qué nos dijeron? “Bueno, ahorita, las mujeres organizadas que trabajen la tienda, que trabajen los marranos, que trabajen los pollos, que trabajen los molinos y que haya comités de hombres que reciban los fondos de cada uno de estos comités de mujeres”. ¿Qué nos quedaba? Organizar a todas las mujeres de cada grupo para ver cuánto dinero tuvieron y entregar el paquete con la junta directiva. Entonces todos los comités dijimos “no somos socios, no tenemos voz y voto en las decisiones de la cooperativa y damos nuestra mano de obra barata cuando teníamos otras cosas que hacer en la casa. Sabemos que es beneficio de los esposos, pero como hijas no estamos beneficiadas”. Fuimos a plantear que si, al menos, nos podían reconocer los tiempos que estábamos aportando, y que somos las mejores administrativas de los recursos que se juntan. Nos contestaron: “No, ustedes no pueden. Ustedes no tienen derecho”. Y dijimos: “Entonces ya no vamos a trabajar. Todos los comités vamos a renunciar. Trabajan ustedes”. La asamblea dijo que se eliminaba Mamá Maquín. Hicieron el acta y nos dijeron que si no firmábamos nos iban a linchar. Había cinco líderes que trajeron la gasolina para quemarnos. Quizás no lo iban a hacer, pero la amenaza nos la metieron. Denunciamos a la Procuraduría de Derechos Humanos. Me fui a decir a todas las organizaciones que nos ayuden. Las autoridades nos decían “vamos a hacer un empate como en el fútbol”. Pero nos amedrentaban: “A ustedes como líderes ya no les queremos ver ni su rostro”. Querían formar Mamá Maquín con otras mujeres. Fíjense que eso me dio mucho más valor y dije: “sí puedo”.

¿Qué fue lo más doloroso?

Mi papá me dijo: “Ya basta de la burla que me han hecho. Se han reído y me han maltratado por tu culpa. Nos estás involucrando y eso es un problema”. Y mi mamá me aconsejó: “Mejor quédate en la casa. Hay mucho que hacer en la casa”. Me fui a trabajar a la oficina, pero allanaron y quemaron tres oficinas de Mamá Maquín en la capital y nos amenazaron a todas las lideresas. Increpé a un señor en mi comunidad y me contestó: “Mocosa, usted no tiene que ver en la historia”. Y eso no me hizo atrás, me dio mucha valentía más y dije “voy a seguir luchando”. Incluso a pesar del tope que me dio mi papá. Tengo mucho que reparar todavía, pero sigo hasta donde estoy ahorita. Creo en la lucha de nuestros pueblos por la libertad y por la democracia. Soy madre soltera, me cuesta encontrar un quetzal para poder juntar mi pasaje, pero a través de mi energía yo puedo.

Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.