La docente de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Raquel Gutiérrez, referente mexicana en estudios sobre la producción de lo común más allá de las políticas estadocéntricas, estuvo en Montevideo brindando el seminario “Entramados comunitarios y formas de lo político” en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. En ese marco, conversó con la diaria.

Cuando atravesamos la pandemia de covid, algunos auguraban cambios sociales positivos. Sin embargo, hoy vemos los efectos del aislamiento prolongado, aunque creo que no tenemos tan claro cuánto afectó a las generaciones más jóvenes ni hablamos suficiente de qué nos pasó y cómo seguimos. Se instaló un discurso de “miremos para adelante”. ¿Qué reflexión pospandémica hacés?

“¿Qué nos pasó en la pandemia?” es una pregunta amplia y heterogénea. Me da la impresión de que fue un momento de desigualación porque era muy diferente si tenías trabajo asalariado y te pasaban al teletrabajo que si tenías trabajo informal, precario, al día. Fracturó bárbaramente las experiencias y desigualó. Es muy difícil hablar de lo que nos pasó, porque no se logra integrar a la experiencia colectiva ese conjunto contradictorio de experiencias. A quienes teníamos trabajo formal y casa en ese momento nos encerraron, pero no nos fue tan mal. ¿Y eso cómo lo puedes plantear en relación con otros a los que de veras les fue mal? Hubo procesos brutales de empobrecimiento durísimo en ciertas partes del cuerpo social. Eso deja huellas, marcas. Por otro lado, ¿cómo no hemos podido procesar esas intensas experiencias de miedo cuando, desde la televisión, nos inyectaban miedo intravenoso?

Muy pegado a generar miedo al otro.

Exacto. Nada me garantizaba que el otro no tenía [el virus]. Nada me garantizaba que yo no fuera un peligro para el otro. Y esta cuestión de cómo se monopolizaba la gestión en un conocimiento “experto” que nos decía cosas de lo más absurdas. Fue un momento de mucho desconcierto. Convendría abrir una discusión pública sobre cómo fue la gestión de la pandemia, porque se dieron por hecho y se admitieron una cantidad de cosas que no hubieran sido admitidas en otro tiempo. Un ejemplo de mi particular experiencia: ¿cómo se planteó el tránsito de los usos y costumbres de la vida universitaria, desde París o Salamanca, a “todos lo vamos a hacer a través de un medio digital privado” [Zoom]? Y, además, sostener este paso atrabancado, alocado, sin ser discutido. ¡Espérame! También veo esta absoluta invasión del tiempo laboral al tiempo de la vida, este revoltijo en el sector gigante de la educación que se te hizo absolutamente encimado el ámbito de la vida, el laboral, la gestión de las contradicciones ahí. Y el aceleramiento brutal de todo. Hay un dato empírico: hasta marzo de 2020, el Whatsapp era un recurso de comunicación del orden privado, del teléfono personal, y se volvió un recurso más del ámbito laboral. Admitimos la mediación de estos dispositivos tecnológicos de manera tan entregada, acrítica.

Esto fue de la mano de una entrega del control a las instituciones de gobierno, de nuestros datos a plataformas privadas, y al policiamiento de nuestras vidas y cuerpos.

Y ese miedo te empujaba a una disposición coercitiva a ser cuidado. El cuidado a la fuerza. Una abdicación de la gestión del riesgo vital. Era muy raro. ¿Y qué pasó con las generaciones jóvenes? Algunas pedagogas y maestras están conversándolo mucho. No ha habido un esfuerzo colectivo proporcional a lo que fue el encierro para reflexionar sobre eso. Pero hay conversaciones informales, esfuerzos por relevar ritmos de trabajo, cosas específicas. Los profesores de primer año de universidad están muy espantados con lo que se encuentran: la dificultad de mantener la atención de los estudiantes, el rechazo al argumento ordenado. Hay un interés por tener solamente formulaciones breves de las cosas y brincarse todo el argumento, y una confianza absoluta en los dispositivos electrónicos. Ningún estudiante quiere tomar apuntes: si escribes en el pizarrón, le sacan foto; te piden si te pueden grabar, para después oír. Hay una separación absoluta del ejercicio de la conexión de la lectoescritura por la vía de la letra manuscrita, que es un ejercicio muy complejo. Eso está roto. Me declaro inhábil para saber qué efecto tiene en los otros, pero eso está exigiendo un conjunto de adecuaciones que tampoco estamos dando, porque no lo estamos discutiendo de fondo.

Pensando en las personas con trabajo informal o precarizado, con o sin hogar en pandemia, y cruzándolo con el trabajo de Anabel Rieiro y Diego Castro, docentes con quienes diste el seminario, que han estudiado y puesto en agenda a las ollas populares como ejemplos de entramados comunitarios que emergieron o crecieron en 2020 y se sostienen hasta hoy, ¿qué análisis hacés de esta forma de tramas comunitarias?

Aquí la olla tuvo la particularidad de su amplitud, por la cantidad de comidas que sostuvo y el ejercicio académico de relevar los datos. Una eficiencia en la emergencia, sacar a la calle un trabajo de sostenimiento basal que fue muy asombroso. A mí me habla de algo que yo siempre percibo en Uruguay: esa enorme capacidad y habilidad organizativa que tienen. Y a veces un rechazo explícito, o simplemente molestia, contra la jerarquización extrema y contra el abuso. En este saber organizarse siempre están pensando en que nadie abuse, que nadie se apropie, que nadie mande tanto. Son unos maravillosos organizadores de contrapeso. Es una habilidad organizativa que no está repartida igual en toda América Latina. Y es muy ilustrativo cómo sale en la capacidad organizativa en torno a las ollas. En el relevamiento, Castro y Rieiro también señalan cómo se trató de mostrar las ollas como una “excepcionalidad”, algo que no debería existir, cuando para mí ese sería el camino a reforzar: desde ahí vamos a pensar, vamos a discutir qué comemos juntos, vamos a discutir que no sostengan la olla tantas mujeres, o que el papel de las mujeres quede muy central, si es que ellas validan el dar de comer a tantos. Hay un debate desde ahí de lo que realmente hizo la gente en el momento más álgido y amenazante, y no venir a dar clases de catecismo laico de “es que esto no debería existir”, desde un desconocimiento de lo que la gente efectivamente hace en momentos de emergencia.

Está bueno eso para que la construcción de teorías sobre “lo común” no nos quede tan lejana. Los “tejidos comunitarios” siguen muy unidos en el imaginario a los pueblos indígenas y se dificulta pensarlo “a nuestro modo”.

Por eso es importante no pensar que las ollas deben “dejar de existir”, sino cómo las ollas pueden articularse con redes agroecológicas, cómo se autoorganizan, cómo se sostienen, sin idealizarlas… porque también se pelean, trabajan a lo loco. Hablan de una forma de entramado particular que cuestiona la desigualación y nos proponen desafíos prácticos.

Las ollas que todavía funcionan están pensando en ser espacios políticos de educación popular, abrirse a otras tareas, ser espacios de alfabetización, donde podemos pensar otras formas de hacer comunidad.

Exactamente, de hacer encuentro, de cultivar vínculo y cercanía, de cómo puedes proponerte otros fines. Se organiza la olla para dar respuesta a un problema muy concreto: qué vamos a comer, pero, al diagnosticar el fenómeno de la desigualación, también se quiere intervenir en él. Tener un piso de “todos tenemos algo que comer” es una medida igualadora y habilitante de otras cosas que puedan salir a partir de que estamos juntos, empezando a usar ese tiempo suspendido de la vida pública para ver qué otras cosas pueden brotar a partir de acá.

¿Qué tipo de sujetos políticos pueden surgir de ahí?

Yo te voltearía la pregunta: ¿qué tanto la propia trama de sostenimiento es un sujeto de politicidad distinta? Una trama de politicidad que pone la reproducción de la vida en el centro y desordena parte del gigante aparato histórico de organización de la vida pública. Hay que aprender las posibilidades políticas desde esta trama de sostenimiento. Pensar qué hicieron, qué no hicieron, hasta dónde alcanzaron, pero también cómo las atacaron todos los anclados en una política de la representación más bien canónica, que ahorita está siendo muy estéril y muy impotente, que no está logrando ni siquiera decir cosas más o menos interesantes en relación con la cantidad de problemas yuxtapuestos que confrontamos como mundo.

La olla es una trama y un escenario interclase que nos pone desafíos para quienes pensamos el mundo desde una perspectiva feminista.

Abre caminos y pone en juego desafíos prácticos. El pensamiento feminista ya no puede ser negado ni encajonado, eso es evidente. Y cada vez somos más capaces de nutrir la conversación colectivamente, de no ponerte frente a la otra. Pero siento que, desde la academia, nos hemos vuelto expertos en hacer diagnósticos obturando los modos prácticos de generar conexión entre los diagnósticos y las formas organizativas prácticas de todos los feminismos latinoamericanos para llevar a la acción. En este caso, en qué medida una acción práctica relacionada con la comida vincula otra clave porque ofrece un lugar para erosionar jerarquías, para medir cultivo de cercanía y ver su límite, para encontrar un lugar cómodo y no tener un conflicto cada 25 minutos. Cosas que hacen reforzar la capacidad política desde los feminismos. Otro ejemplo fue cuando se dio lo del agua salada [la crisis hídrica]: hubo una politización sintética rápida para decir “no es sequía, es saqueo”. Fue el uso de un montón de herramientas que se habían puesto en el repertorio de sintonización y sostenimiento de la lucha de los feminismos en los últimos diez años. Todo eso fue brindado como una especie de capacidad colectiva, ya sedimentada, aportada por unas luchas que podían expandirse para servir a otras, que esclareció problemas. Sabemos que el patriarcado va a convertir cada diferencia en una jerarquía. El chiste es cómo la desmontamos. ¿Dónde se practica eso? Pues en la calle, en las movilizaciones, en la olla. El sedimento de las luchas permite impugnar estas cosas de manera más directa.

En charlas recientes mencionaste actores sociales como las madres que buscan a sus hijos desaparecidos. Prácticas feministas que pueden no ser obvias.

Una tarea pendiente es cómo volvemos a desbordar y recuperar la lucha contra todas las violencias. En esta vuelta a Uruguay después de cinco años, estoy oyendo que se anda pareciendo a México y eso sí está muy salado, con violencias que empiezan a aparecer: jovencitos armados, confrontaciones más directas, que rompen esa vieja idea de civilidad. Hay que pensar qué quiere decir esto y cómo las violencias están conectadas. Y romper un efecto de la pandemia: el ensimismamiento que dice “todas las violencias que recibo yo”. Esto tiene un efecto victimizante complicado porque el lugar de la víctima es un lugar muy amargo. Las personas que han sufrido represión lo han discutido, te dicen “a mí me pasaron cosas muy tremendas y soy mucho más que eso”. Y cuando luchar contra todas las violencias se recodifica en leyes, se genera un discurso muy funcional a una especie de apaciguamiento del movimiento. Tenemos que sacudir eso. Tenemos que partir de mí para no quedar en mí, para salir de mí y transformar el mundo junto con otras.

Me voy un poco más esperanzada.

La cosa está muy ruda, pero nosotros no vamos perdiendo completamente. Tenemos que ver con claridad el conjunto de problemas superpuestos y cómo la red de la vida tan agredida está dando lo que puede. Pero no nos conviene darle tanto la hilacha al puro discurso del colapso. Porque no nos hemos muerto. Y ahí vamos.