Cuando, hace poco más de un mes, volvió el fútbol –esa noche fue la primera comprobación centenaria en Uruguay de que el fútbol es con gente y, de lo contrario, es otra cosa muy parecida, pero no es el fútbol que vivimos–, comprendimos que decenas de partidos que habíamos visto desde marzo de 2020 no eran más que un símil fútbol, un Nikolo con cobertura led.

Entre el primer caso positivo de covid 19 y la liberación de 75% por ciento del aforo de lugares para miles, se jugaron seis clásicos sin gente y supuestamente pasó de todo: el de la niebla, el de los líos, el de Peñarol ganando en el Campeón del Siglo, el de Nacional ganando en el Parque Central, el de los manyas ganando en el Parque, el de los bolsos triunfando en el Campeón del Siglo. ¿Y? ¿En qué rincón de la mente, en que córner de la piel van a quedar esos recuerdos, esas emociones? En ninguna.

La última vez que Peñarol y Nacional se enfrentaron con público y en el Estadio ante decenas de miles de personas fue en diciembre de 2019. Eran finales, era el Centenario, el fuerte de la forja de los clásicos Nacional-Peñarol como uno de los partidos con más historia del mundo.

Desde aquella tardecita de hace casi dos años hasta este domingo 31 de octubre a las cuatro de la tarde en el Campeón del Siglo, la gente no ha podido estar, gritar, alegrarse, sufrir, alentar en el estadio, y eso modifica todo. Este tiempo de miedos e incertidumbres, de covid 19, de fútbol sin gente, de contenidos televisivos que tenían como set rectángulos verdes de 100 metros por 70, de audiencias cautivas frente a las pantallas y lejos, muy lejos de los estadios, no ha dado esos clásicos que conocimos y vivimos con distinta intensidad.

Dos camisetas, 30.000 tapabocas, 60.000 dosis

Más allá de la incertidumbre, las dudas o las posiciones encontradas desde el punto de vista sanitario y previsional de si es oportuno y razonable que volvamos a confluir decenas de miles de personas por tres o cuatro horas en un estadio de fútbol, está claro que nuestro regreso a las tribunas volverá a conformar el espectáculo, pero más concretamente el fútbol en sí, con el mismo contenido simbólico y emocional que nos nutrió y nos conectó durante cuatro o cinco generaciones desde que por estos campos empezó a rodar una pelota.

El clásico como elemento cultural innegable es una construcción capa a capa, generación a generación, alimentada por virtudes y esfuerzo, adhesiones y pasiones, goces y sombras.

Con la misma fragilidad que los números que arroja una encuesta de Twitter, podría aseverar que 90% de los y las nacidas por estas praderas hemos sido conectados por los evangelizadores de la camiseta. Esa figura iniciadora, que sabe de la importancia del vínculo entre el lactante y el cuero, pretenderá, cual designio divino, bautizar a los gurises en la religión.

Cuando esos misioneros del fútbol lleguen al niño, la niña, se dará la comunión entre pasión, globa, camiseta, sentimiento. Y la pelota rodará por la vida, habrá ahí una camiseta, y así sea de aquel, de este o ese otro, siempre, pero siempre habrá, cual mormones del fútbol, quienes golpearán la puerta con los colores de Nacional o de Peñarol. Inevitable.

Mi lugar

Algunos de nuestros antecesores e iniciadores de la gloriosa afición por el fútbol, por la camiseta, y entonces también por ese evento ineludible que son los clásicos, ya no son o no pueden ser habitantes del cemento, de la misma forma que no lo fuimos nosotros por una eternidad de partidos y campeonatos con tapabocas frente al televisor e hisopados como entradas.

Ahora nos ha tocado ser los reticentes iniciadores, continuadores de ese rito mágico de contacto con el cemento, del aprestamiento del grito lejano e inconducente pero corrector, y de fe, desde la tribuna hacia el campo.

En Uruguay la realización de un clásico, de un partido entre Nacional y Peñarol, representa la invitación a una fiesta, a una ceremonia festiva, a un asado. En todo el país, seamos o no familia o amistades de los celebrados, nos movilizamos, nos aprontamos, y generamos todo tipo de expectativas cuando sabemos que se celebra el clásico –así, simple y común nomás, sin necesidad de aumentativo marketinero de super– y, participados o invitados, la mayoría de nosotros se pone en torno de lo que vaya a suceder y del después de este partido, que trasciende con creces lo que pasa en la cancha entre sus protagonistas.

Un clásico entonces es –en la era sin tapabocas– en toda la banda oriental del río Uruguay una acción popular vivificante y removedora, plena de emociones, que aúna afectos y distancias. Que junta y separa. Un clásico era y es un asado donde la carne y el tiempo no importan porque sabemos que ahí está esa maravillosa posibilidad de sublimar con tanto o con tan poco.

Esencialidad

Pero ¿qué somos nosotros, los hinchas, en el contenido final de un espectáculo de fútbol? Durante un tiempo, por estos pagos pareció que éramos un aporte importante, aunque no esencial, en el desarrollo del fútbol moderno. La esencialidad vista como elemento vital para la realización, en este caso, de la competencia.

Los habitantes del cemento, los power banks del aliento, los hiphoperos de las puteadas, los cultores de los abrazos extraños, los participantes de cada asado de cada tarde no estamos en el círculo central o hamacándonos en el área ni somos ponchados por las cámaras cuando el director pide la cuatro, dame un plano corto de tal, ahora la tribuna... Pero a esta altura, después del no fótbol real, parece que somos buena parte del clásico si estamos ahí, si somos técnico, centrofóbal o lateral derecho con cierre, si nuestros mates suenan a mate terminado.

El lugar

Clásico tras clásico, a un promedio de tres o cuatro por año, he recorrido todas las localidades del Centenario –sí, todas, taludes de pasto incluidos– no menos de 150 veces, que he leído primero que es un partido especial, que lo he sabido después y que ahora, como hace años, intento estar a tono con ese espectáculo. Y ahora que sé, por ausencia, que no hay fútbol ni clásico, asumiré placenteramente la obligación moral y ética de estirar por los tiempos de los tiempos la cultura futbolística de mi pueblo y llevaré de mis manos a esas niñas, esos niños a iniciarse, a seguir con el aprestamiento básico de la singular emoción, de atravesar el parque entre propios y extraños, de trepar en pasos de elefante esas enormes escaleras sin pasamanos a la emoción, de hacer equilibrio entre piernas, bolsos y mates hasta encontrar el lugar adecuado y sentarse a que pase la vida ante nuestros ojos con los colores que nos han dado, que hemos tomado o que simplemente son tan nuestros y ajenos como el cuarto de los abuelos.